martes, 31 de mayo de 2016

LA VENDEDORA DE FÓSFOROS



¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos. Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas. La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos.

Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien! Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla.

Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico pesebre: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó.

Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante. -¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento! Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser acurrucado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo. -¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien. Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.

lunes, 30 de mayo de 2016

ABUELITA



Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos son como dos estrellas, y muestran una expresión dulce y bondadosa cuando te miran que te hace mucho bien. Lleva un vestido de flores grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Y además ella puede contar las historias más maravillosas. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En el libro, entre las hojas, hay una rosa, comprimida y seca; no es tan bonita como las rosas que están en el jarrón y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. "Me pregunto por qué abuelita mira la rosa marchita en el viejo libro de esa manera ¿Lo sabes? Por qué, cuando las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa revive y toda la sala se impregna de su aroma; las paredes desaparecen como en una bruma, y a su alrededor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el espeso follaje; y abuelita, vuelve a ser joven de nuevo, una encantadora muchacha, fresca como una rosa, de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; pero sus ojos, esos ojos dulces y bondadosos, son los mismos, son los de la abuelita.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto; él le da una rosa y ella sonríe. Abuelita ya no puede sonreir así. Sí, está sonriendo al recordar aquel día, y muchos pensamientos y recuerdos del pasado; pero el apuesto joven se ha ido, la rosa se ha marchitado en el viejo libro, y abuelita está sentada ahí, vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

Ahora abuelita se ha muerto. Había estado sentada en su sillón, estaba contando una larga y maravillosa historia; y cuando la terminó echó la cabeza hacia atrás para dormir un poco. Pudimos escucharla respirar suavemente; poco a poco su respiración se hizo más y mas lenta y tranquila, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habríase dicho que la bañaba el sol. Ella sonrió una vez más, y entonces dijeron que estaba muerta.

La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, su cabello era blanco y parecía de plata, y en su boca se dibujaba una dulce sonrisa. No sentíamos ningún miedo al mirar su cadáver, había sido una abuelita tan querida y tan buena. El libro de cánticos, en el que permanecía la rosa, fue colocado bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, y entonces enterraron a la abuelita.

En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal; pronto se llenó de rosas, y los ruiseñores se colocaban entre las flores, y cantaban sobre la tumba. Desde el órgano de la iglesia sonaba la música y las letras de los maravillosos salmos que estaban escritos en el viejo libro colocado bajo la cabeza de la difunta.

La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; todos los niños podían ir sin temor, incluso en la noche, a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero sobre la tumba siguen floreciendo nuevas rosas, siguen cantando los ruiseñores, y el órgano suena y sigue vivo el recuerdo de la vieja abuelita, con los dulces y queridos ojos eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a la querida abuelita, joven y hermosa como cuando, por vez primera, besó la fresca, rosa roja, que ahora es polvo en la tumba.

viernes, 27 de mayo de 2016

EL BURRO Y LA PEÑA



De un monte en el recodo
Rodar amenazaba una gran Peña
Desprendida ya de él casi del todo,
Yendo al fondo a parar de breña en breña.

Al menor movimiento
Que con sus alas lo imprimiera el viento.
Viola un Borrico, y dijo
Lleno de regocijo:

«A esta, sin gran trabajo,
Con una sola coz la tiro abajo.»
Y llegose en efecto, y derribola;
Mas él rodó también como una bola;
Y ella a la postre lo aplastó debajo.


jueves, 26 de mayo de 2016

NAVIDAD EN LOS ANDES



Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, alzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.

Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:

-¿Cómo dices que bien?

-Si hemos llegao bien, todo ha estao bien-, fue su apreciación.

El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.

Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.

Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.

Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.

En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso.

-José, pero si tú eres ateo…

-Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes eso ahora y… a los chicos les gusta la Navidad…

Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.

Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábamos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornéaselas la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar…Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.

Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”, banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.

El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones.

Tradicionalmente, en los ramos entremezclábamos los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.

Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.

Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.

De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras” entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:

En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna; la Virgen y San José y el niño que está en la cuna.

Niñito, por qué has nacido en este pobre portal, teniendo palacios ricos donde poderte abrigar…

Súbitamente las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.

Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”. Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.

La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.
 
-Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño?

-Por una manzana que se le ha perdido.

-No llore por una,  yo le daré dos: una para el Niño y otra para vos

La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las “pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba:
 
A mi niño Manuelito todas le trae un don, yo soy chica y nada tengo, le traigo mi corazón.

La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.
Las “pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.

Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las “pastoras” de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria.

La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.

miércoles, 25 de mayo de 2016

EL PUMA DE SOMBRA



Fue que nuestro padre Adán estaba en el Paraíso, llevando, como es sabido, la regalada vida.

Toda fruta había: ya sea mangos, chirimoyas, naranjas, paltas o guayabas y cuanta fruta se ve por el mundo. Toda laya de animales también había y todos se llevaban bien entre ellos y también con nuestro padre. Y así que él no necesitaba más que estirar la mano para tener lo que quería.

Pero la condición de todo cristiano es descontentarse. Y ahí está que nuestro padre Adán le reclamó al Señor. No es cierto que le pidiera mujer primero. Primero le pidió que quitara la noche. “Señor —le dijo—, quita la sombra: no hagas noche; que todo sea solamente día”.

Y el Señor le dijo: “¿Para qué?”. Y nuestro padre le dijo: “Porque tengo miedo. No veo ni puedo caminar y tengo miedo”. Y entonces le contestó el Señor: “La noche para dormir se ha hecho”. Y nuestro padre Adán dijo: “Si estoy quieto, me parece que un animal me atacará aprovechando la oscuridad”.

“¡Ah! —dijo el Señor— eso me hace ver que tienes malos pensamientos. Ni un animal se ha hecho para que ataque a otro”. “Así es, Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz sólo día, que todito brille con la luz”, le rogó nuestro padre. Y entonces contestó el Señor: “Lo hecho está hecho, porque el Señor no deshace lo que ya hizo”. Y después le dijo a nuestro padre: “Mira”, señalando para un lado. Y nuestro padre vio un puma grande que, más grande que toditos, que se puso a venirse bramando con una voz muy fea.

Y parecía que quería comerse a nuestro padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nuestro padre estaba asustado viendo cómo venía contra él el puma. Y en eso ya llegaba y ya lo pescaba, pero lo ve que se va deshaciendo, que pasa por encima sin dañarlo nada y después se pierde en el aire. Era, pues, un puma de sombra.

Y el Señor le dijo: “Ya ves, era pura sombra. Así es la noche. No tengas miedo. El miedo hace cosas de sombra”. Y se fue sin hacerle caso a nuestro padre. Pero como nuestro padre también no sabía hacer caso, aunque indebidamente, siguió asustándose por la noche, y después le pegó su maña a los animales. Y es así como se ven diablos, duendes y ánimas en pena y también pumas y zorros y toda laya de fealdades entre la noche.

Y las más de las veces son meramente sombra, como el puma que le enseñó a nuestro padre el Señor. Pero no acaba todavía la historia. Fue que nuestro padre Adán, por no saber hacer caso, siempre tenía miedo, como ya les he dicho, y le pidió compañía al Señor.
Pero entonces le dijo, para que se la diera: “Señor, a toditos le diste compañera, menos a mí”. Y el Señor, como era cierto que toditos tenían, menos él, tuvo que darle. Y así fue como la mujer lo perdió, porque vino con el miedo y la noche… 

martes, 24 de mayo de 2016

UNGUYMAMAN



Se llama Unguymaman, o sea, Madre de las Enfermedades.

Vive en las aguas profundas y sale a la superficie en las noches oscuras, tempestuosas o lluviosas, para hacer el mal.

Va dando voces desde el agua, por ríos, quebradas, lagos y lagunas. Da voces cuando ve lanchas, balsas y canoas, o también casas en las orillas.

Con la entonación del grito del sapo y algo más, llama: “¡Uf!”, “¡uf!”… Puede también que su voz parezca el aullido del viento, o el de algún otro animal, y hasta la llamada confusa de un ser humano.

Si sale a tierra, la Unguymaman llama de casa en casa, sin tocar la puerta, con la misma voz. Es una voz a la que se puede reconocer por su tono lúgubre y aleve.

Cualquier persona que escuche a la Unguymaman, hombre, mujer o niño, no debe contestar. Si responde, la Unguymaman le dará la enfermedad. No hay que contestarle con una sola palabra ni con nada.

La persona que necesite de nosotros, debe tocar a la puerta o llamarnos hablando, para reconocerla debidamente. Sólo en tales casos se contestará.

De la Unguymaman se sabe únicamente que es un ser maligno, cuya forma nadie ha llegado a precisar. ¿Quién podría verla durante esas noches lóbregas en que abandona su habitual morada y sale en busca de sus víctimas?

Para hacer daño bástale la voz, pero a condición de que se le conteste.

lunes, 23 de mayo de 2016

EL CUERVO Y LA PALOMA



Con afán el más protervo
Revolcábase agitado
En un monte muy nevado
Cierto negrísimo Cuervo.

Una Paloma, que leve
Revolaba por allí,
Preguntóle porque así
Se restregaba en la nieve.

Él dijo: «por Belcebú,
Que voy contigo a ser franco:
Quiero teñirme de blanco,
Y ser lo mismo que tú.»

Ella repuso: «ya oí;
Pero te engañas quizás,
Pues negra la nieve liarás,
Sin blanquearte ella a tí.»

Y así en efecto ocurrió,
Pues la nieve, a su contacto,
Dejó de serlo en el acto,
Y en agua se resolvió.

Y el agua, mirada en suma
Sobre la pluma del Cuervo,
Resultó... ¡dolor acerbo!
Tan negra como su pluma.


sábado, 21 de mayo de 2016

PANKI Y EL GUERRERO



Allá lejos, en esa laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.

Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerbatana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a las pankis.

Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido, hasta lograr que aso­mara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire.

Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de la panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir apenas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.

Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tuviese ya hambre o por natural costumbre, estiróse hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces, quitóse las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré.

Mientras tanto, la panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y más ésa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado.

No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.

Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.

Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero Yacuma, no ha surgido más.

viernes, 20 de mayo de 2016

EL RUISEÑOR Y LA ROSA



“Ha dicho que bailaría conmigo si le llevo rosas rojas”, exclamó desolado el joven estudiante, “pero no hay ni una sola rosa roja en todo mi jardín.”

En la encina, desde su nido, oyole el ruiseñor, y lo miró a través del follaje.

“¡Ni una sola rosa roja en todo mi jardín!”, seguía lamentándose, y sus bellos ojos se llenaron de lágrimas. “¡Ah! ¡De qué cosas tan pequeñas depende la felicidad! Yo he leído todo lo escrito por los sabios, conozco todos los secretos de la filosofía. Y ahora, por la posesión de una rosa roja, siento mi vida destrozada.”

“He aquí, al fin, un verdadero enamorado”, dijo el ruiseñor. “Noche tras noche he cantado sobre él, a pesar de no conocerlo.  Noche tras noche he relatado su historia a las estrellas, y ahora lo contemplo. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios rojos como la rosa que desea encontrar; pero su ansiedad ha tornado su faz tan pálida como el marfil; y la tristeza le ha dejado su sello en la frente.”

“El Príncipe da un baile mañana en la noche”, murmuró el joven estudiante. “Y mi amada formará parte del cortejo. Si le obsequio con una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré entre mis brazos, y su cabeza descansará sobre mi hombro, y su mano será aprisionada por la mía. Pero no hay ninguna rosa roja en mi jardín; me sentaré solo y ella pasará ante mí, no me hará caso, y sentiré desgarrarse mi corazón.”

“Aquí, sin lugar a dudas, está el perfecto enamorado” ,dijo de nuevo el ruiseñor. “Lo que yo canto, para él es sufrimiento; lo que para mí es alegría, para él es dolor. Ciertamente el amor es algo maravilloso. Es más valioso que las esmeraldas, y más precioso que los finos ópalos. Ni las perlas ni las granadas pueden comprarlo, porque no está a la venta en los mercados. No puede adquirirse de los mercaderes, ni pesarse en una balanza como el oro.”

“Los músicos estarán en su estrado”, decía el estudiante, “tocando sus instrumentos de cuerda, y mi amada bailará al compás del arpa y del violín. Bailará en forma tan sublime, que sus pies no tocarán el suelo, y los cortesanos con sus vistosos trajes formarán un círculo alrededor de ella. Pero no bailará conmigo, porque no tengo una rosa roja para ofrecérsela”; y se dejó caer sobre la hierba, y ocultando su  cara entre las manos, lloró.

“¿Por qué llora?”,  Preguntó una pequeña lagartija verde, pasando con su cola levantada junto al ruiseñor.

“De veras, ¿por qué?”, Dijo una mariposa que revoloteaba en un rayo de sol.

“Es cierto, ¿por qué?”, Susurró en voz baja y melodiosa, una margarita a su vecina.

“Llora por una rosa roja”, dijo el ruiseñor.

“¿Por una rosa roja?” exclamaron todos. “¡Qué tontería!” Y la lagartija, que era algo cínica, se echó a reír.

Pero el ruiseñor conocía el secreto de la pena del estudiante, y permanecía silencioso, posado sobre la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto, extendiendo sus alas oscuras para volar, remontó el vuelo. Pasó a través de la arboleda como una sombra, y como una sombra cruzó el jardín.

En el centro del parterre se erguía un rosal precioso, y al vislumbrarlo, voló hacia él enseguida.

“Dame una rosa roja”, dijo suplicante,  “y te cantaré la más dulce de mis canciones”.

Pero el rosal sacudió su cabeza.

“Mis rosas son blancas” contestó. “Tan blancas como la espuma del mar, y más blancas que la nieve en la cumbre de las montañas. Pero ve a mi hermano que crece alrededor del reloj de sol, y quizás pueda darte lo que quieres.”

Entonces el ruiseñor voló sobre el rosal que crecía alrededor del reloj de sol.

“Dame una rosa roja”, imploraba,  “y te cantaré la más dulce de mis canciones”.

Pero el rosal sacudió su cabeza.

“Mis rosas son amarillas” , respondió. “Tan amarillas como el cabello de la sirena que reposa en un trono de ámbar, y más amarillas que el narciso que florea en los prados, antes de que el segador llegue con su hoz. Pero ve con mi hermano que crece bajo la ventana del estudiante, y quizás pueda darte lo que deseas.”

Entonces el ruiseñor voló sobre el rosal que crecía bajo la ventana del estudiante.

“Dame una rosa roja”, dijo,  “y te cantaré la más dulce de mis canciones”.

Pero el rosal sacudió la cabeza.

“Mis rosas son rojas, tan rojas como la pata de la paloma; y más rojas que los hermosos abanicos de coral que se mecen y mecen, en las profundas cavernas del océano. Pero el invierno ha helado mis venas, y la escarcha ha quemado mis capullos, y la tormenta ha quebrado mis ramas, y no tendré rosas en todo el año.”

Y el ruiseñor insistía:

“Una sola rosa roja es lo que necesito. ¡Sólo una rosa roja! ¿No existe algún medio por el cual pueda conseguirla?”

”Hay una forma en que podrías conseguirla”, contestó el rosal. “Pero es tan terrible, que no me atrevo a decírtelo.”

“Dímelo”, dijo el ruiseñor. “No tengo miedo.”

“Si quieres una rosa roja, la tendrás que formar con música a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu propio corazón. Tendrás que cantarme con tu pecho apoyado contra una espina. Toda la noche deberás cantarme, y la espina rasgará tu corazón, y la vida de tu sangre correrá por mis venas, y será mía.”

“La vida es un precio muy elevado por una rosa roja”, dije el ruiseñor, “y la vida nos es a todos muy querida. Es agradable posarse en los árboles del bosque, contemplar el sol en su carroza de oro, y la luna en su carroza de nácar. Es dulce el aroma del espino blanco, y dulces son las campánulas azules que se ocultan en los valles, y el brezo que se esparce en las colinas. Sin embargo, el amor es mejor que la vida, y... ¿qué es el corazón de un pájaro, comparado con el corazón de un hombre?”

Entonces extendió sus oscuras alas para volar, y se remontó en el aire. Se deslizó sobre el jardín, como una sombra, y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre la hierba en el mismo lugar donde lo había dejado; y las lágrimas no desaparecían aún de sus hermosos ojos.

“¡Alégrate!”, gritó el ruiseñor. “¡Alégrate! ¡Vas a conseguir tu rosa roja! La voy a crear con música, a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que pido de ti, en recompensa, es que seas un enamorado perfecto, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, aunque ella sea sabia; y más fuerte que la fuerza, aunque ella sea fuerte. Sus alas tienen el color del fuego, y el fuego ilumina su cuerpo. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como el incienso.

El estudiante mirando hacia arriba escuchó. Pero no pudo entender la confidencia del ruiseñor, pues sólo le era posible comprender las cosas que estaban escritas en los libros.

Pero la encina, dándose cuenta de todo, se sintió triste; porque quería mucho al ruiseñor que había hecho su nido entre sus ramas.

“Cántame una última canción”, murmuró, “me voy a sentir muy solo cuando te vayas”.

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su canto era fluido como agua cristalina, vertida de un ánfora de plata.

Al terminar su canción, pudo ver que el estudiante se levantaba, sacando al mismo tiempo de su bolsillo, un cuaderno y un lápiz.

“El ruiseñor es hermoso”, se decía mientras caminaba por el bosque, “no puede negársele; pero... ¿posee sentimientos? Creo que no. En realidad, es igual a la mayoría de los artistas; todo en él es estilo y forma, sin sinceridad. No se sacrificaría por otros. No piensa más que en la música, y todo mundo sabe que las artes se caracterizan por su egoísmo. No obstante, hay que reconocer que emite algunas notas preciosas en su canto. ¡Qué lástima que no signifiquen nada, o se conviertan en algo bueno y práctico”.

Y entró a su cuarto, y acostándose en un catre desvencijado, y pensando en su amada, después de unos momentos, se había dormido.

Y cuando la luna brilló en el cielo, el ruiseñor voló hacia el rosal apoyando fuertemente su pecho contra la espina. Cantó durante toda la noche con el pecho oprimido sobre la espina; y la luna gélida, como hecha de cristal, se inclinaba hacia la tierra para escucharle. Cantó toda la noche, y la espina iba clavándose más y más honda en su pecho, y la sangre de su vida se escapaba.

Primero cantó al amor naciente en el corazón de un joven y una doncella. Y en la parte más alta del rosal apareció, pétalo tras pétalo, al igual que canción tras canción, una rosa espléndida. Al principio era pálida, como la neblina suspendida sobre el río, imprecisa como los primeros pasos de la mañana, y argentada como las alas de la aurora. Como el reflejo de una rosa en un espejo de plata, como la sombra de una rosa sobre un estanque de agua clara. ¡Así era la rosa que brotó en la rama más alta del rosal!

Pero el rosal le dijo al ruiseñor que apretase con más fuerza su pecho contra la espina.“Oprime más tu pecho contra la espina, ruiseñor”, decía el rosal,  “o llegará el día antes de que la rosa esté terminada”.

Entonces el ruiseñor uniendo su pecho con más fuerza a la espina, entonó una melodía cada vez más vibrante; ahora cantaba a la pasión naciente en el seno de un joven y una doncella.

Y un delicado rubor iba cubriendo los pétalos de la rosa, igual al rubor que sube a la cara del novio cuando besa los labios de su desposada. Pero la espina aún no había llegado a su corazón, así que la corola de la rosa permanecía blanca, porque solamente la sangre del corazón de un ruiseñor puede encender el corazón de una rosa.

Y el rosal decía al ruiseñor:

“Aprieta más, pequeño ruiseñor; o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.”

Entonces el ruiseñor apretando con todas sus fuerzas su pequeño pecho contra la espina, hizo que ésta hiriese su corazón, y el cruel espasmo del dolor lo atravesó. Terrible, terrible era el dolor mientras el canto se hacía más y más salvaje porque ahora cantaba al amor perfeccionado por la muerte, al amor que no termina en la tumba.

Y la rosa magnífica se tornó roja, como las rosas de Oriente. Rojos eran los pétalos que la circundaban, y rojo como el rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor iba apagándose, y sus alas comenzaron a vibrar, y un velo le cubrió los ojos. Su canto era cada vez más débil, algo estrangulaba su garganta.

Entonces lanzó un último trino musical. La pálida luna al oírlo, olvidándose de la aurora, estuvo vagando por los cielos. La rosa roja al escucharlo se estremeció en éxtasis, desplegando sus pétalos al aire fresco del amanecer. El eco lo fue llevando hasta la caverna oscura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores. Fue flotando entre los cañaverales del río, y ellos hicieron llegar su mensaje al mar.

“¡Mira, mira!”, gritó el rosal. “Ya está terminada la rosa.” Pero el ruiseñor ya no podía contestar. Estaba muerto sobre la crecida hierba, con una espina clavada en el corazón.

Y al mediodía el estudiante, abriendo su ventana, miró afuera.

¡Cómo... qué suerte maravillosa!”, exclamó. “¡Hay una rosa roja! ¡Nunca había visto rosa como ésta en toda mi vida! ¡Es tan hermosa que seguramente tiene un nombre latino muy largo!”, e inclinándose la cortó.

Entonces se puso el sombrero y se fue corriendo a casa del profesor, con la rosa en la mano.

La hija del profesor estaba sentada en el umbral de su casa devanando seda azul en la rueca y su perro descansaba a sus pies.

“Me dijiste que bailarías conmigo, si te obsequiaba una rosa roja”, dijo el estudiante. “Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. La lucirás está noche junto a tu corazón, y mientras bailamos juntos, ella te dirá lo mucho que te amo.”

Pero la muchacha hizo un gesto desdeñoso.

“Temo que no va a hacer juego con mi vestido, y además el sobrino del chambelán me ha obsequiado unas joyas finísimas, y todo el mundo sabe que las joyas valen más que las flores.

“En verdad, eres una ingrata”, dijo furioso el estudiante.Y tiró la rosa al arroyo, y un pesado carromato la deshizo.

“¿Ingrata...? Debo confesarte que me pareces un mal educado. Después de todo; ¿quién eres tú? Nada más que un estudiante. Creo que ni tienes hebillas de plata en tus zapatos, como las tiene el sobrino del chambelán.” Y levantándose de la silla, entró en la casa.

“¡Qué cosa más tonta es el amor!”, dijo el estudiante alejándose. “No tiene la mitad de la utilidad que tiene la Lógica; porque no demuestra nada,  siempre nos habla de lo irrealizable y nos hace creer en cosas que no existen. Verdaderamente es un sentimiento impráctico; y como en estos tiempos el ser práctico lo es todo, volveré a la Filosofía, y estudiaré Metafísica.”

miércoles, 18 de mayo de 2016

EL BARCO FANTASMA



Por los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus tripulantes son bufeos vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas. Dióse el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir también que el pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el punto en que se olvidó su condición. Corrientemente, esos visitantes suelen irse de las reuniones antes de que raye el alba. Sábese de su peculiaridad porque muchos los han seguido y vieron que, en vez de llegar a casa alguna, fuéronse al río y entraron a las aguas, recobrando su forma de peces.

El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas aguas. Llamáronlo desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los plátanos y como le daban buen precio, vendió todo el cargamento. El barco era chato, el shipibo limitóse a alcanzar los racimos y ni sospechó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hundía, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo hizo. Era el barco fantasma.

El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el producto del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata, lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico procedente del barco fantasma.

Sale el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo subacuático en el cual hay ciudades, gentes, toda una vida como la que se desenvuelve a flor de tierra. Salvo que esa es una existencia encantada. En el silencio de la noche, aguzando el oído, puede escucharse que algo resuena en el fondo de las aguas, como voces, como gritos, como campanas…

martes, 17 de mayo de 2016

EL ADIVINO



Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.

Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:

-¿Y qué me darás por mi trabajo?

-Un pud de harina y una libra de manteca.

-Está bien.

Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana.

Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol.

El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo:

-Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.

Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país. Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.

Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así:

«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizara el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.»
Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo:

-¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza.

Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:

-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano.

Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo.

El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.»

El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo:

-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.

Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:

-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.

Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles:

-¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.»

-Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.

En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:

-¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.

El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:

-¡Oh amigos, también me ha reconocido!

Entonces el cocinero les propuso:

-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.

Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó:

-¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!

Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:

-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo.

-Bueno; por esta vez los perdono -contestó el adivino.

Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.

Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:

-¿Has pensado bastante?

-Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha.

Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín.

Cuando el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.

-Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño.

El campesino se asustó y murmuró entre dientes:

-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.

-¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar.

Y dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores.