Érase una vez la hija de un poderoso rey. Se llamaba
Untombina y era muy valiente. En el país en que ella habitaba existía un lago
encantado al que ningún ser humano se acercaba.
En el lago vivía un Monstruo que, sin compasión ni piedad,
se llevaba al fondo a cuantos se extraviaban por aquella región y a los que
equivocadamente intentaban bañarse en las claras aguas del lago.
Untombina había
oído hablar con frecuencia del Monstruo y también sabía dónde estaba el lago
que aquél habitaba.
Sucediéronse lluvias torrenciales y muy continuas en todo el
país, y las tierras quedaron inundadas; entonces Untombina dijo a sus padres:
–Yo quiero ir a ver al Monstruo del lago para preguntarle si
podría hacer cesar esta lluvia pertinaz-
Pero su padre, el Rey, se lo prohibió, y su madre derramó
abundantes lágrimas a la sola idea de lo que pudiese suceder, ya que era terca
Untombina, y lo más fácil de suponer era que el Monstruo la devorase.
En consecuencia, la muchacha permaneció en casa, más que por
la prohibición paterna y los llantos de la madre, porque, estando el país
inundado, se hacían los caminos intransitables.
Pero, al año siguiente, empezó a llover de nuevo y las aguas
llegaron hasta lo más alto de los más altos muros que rodeaban el poblado, y
Untombina no pudo contenerse por más tiempo. Quiso ir a toda costa al lago
encantado y fue imposible disuadirla; ya ni escuchó la voz autorizada del
padre, ni las lágrimas de desconsuelo de la madre la cambiaron de propósito.
Convocó a todas las muchachas del pueblo y eligió, de entre
todas, a doscientas para que la acompañasen en el viaje. Se vistió como una
novia. Siguiendo su ejemplo, las muchachas ataviáronse con sus mejores galas y
sus más preciadas joyas.
Salieron juntas por las puertas del poblado. Untombina en
medio y cien muchachas a cada lado del camino, formando como una Corte de
honor. Riendo y cantando caminaban las jóvenes, como si llevaran a la novia al
novio, y cuando encontraban por el camino a los mercaderes que, en grandes
carretas tiradas por bueyes, recorrían el país, los llamaban con voces joviales
y gozosas y les preguntaban cuál, de entre todas, era la más bella.
Los hombres se acercaban y contestaban que ellos encontraban
a todas muy lindas, pero ninguna comparable con Untombina.
– Pues – decían los mercaderes – la hija de vuestro rey es
esbelta como el árbol de la altura y tan lozana coma la fresca hierba que brota
después de las lluvias fecundas
Cuando las otras jóvenes oían estas palabras se enfadaban
tanto que maltrataban a los mercaderes y los llenaban de improperios. Luego
proseguían su camino. Era un alegre, espectáculo ver a aquellas encantadoras
jóvenes caminando jovialmente, ataviadas con primor y luciendo sus mejores
joyas, refulgentes al sol, y sus collares y brazaletes de ricas perlas.
Declinaba el día cuando las bellas muchachas llegaron al
encantado lago. Y, al llegar, se despojaron de todas sus galas y saltaron al
agua fresca y cristalina para bañarse a los últimos rayos del sol.
¡Qué alegres estaban las lindas negritas! Chapoteaban, se tiraban unas a otras agua del lago, brincaban,
saltaban y nadaban alborozadas.
Desapareció el sol y tuvieron que buscar un sitio donde
pudieran dormir. Realmente ya era hora de abandonar el placer del lago. Así lo
hicieron, pero podéis imaginaros su espanto cuando advirtieron la falta de sus
lindas sayas y vestidos, de los aros de los tobillos, collares y brazaletes.
– ¡Oh, oh, oh!– gritaron a una -¡Mira, Untombina, el
Monstruo del lago nos ha robado todas nuestras prendas y joyas! ¿Qué hacemos
ahora?… Oh, Untombina, ¿qué hacemos ahora?-
Gritaban tan fuerte como podían; tan sólo Untombina
permanecía indiferente y altiva, contemplando a las muchachas asustadas.
Al fin la más atrevida de todas dijo gritando:
–¡La culpa es tuya, Untombina; sólo tú nos has traído esta
desgracia!-
Otra, muy piadosa por cierto, propuso que todas se arrodillaran y suplicaran al Monstruo que les devolviera lo que les había robado.
Otra, muy piadosa por cierto, propuso que todas se arrodillaran y suplicaran al Monstruo que les devolviera lo que les había robado.
Pero Untombina rehusó, altiva, la proposición.
–Yo soy la hija del rey– dijo –y no pienso humillarme ante el
Monstruo.
Y diciendo esto se apartó de las otras muchachas que, entre lágrimas y sollozos, suplicaban al Monstruo les devolviese sus tesoros.
Y diciendo esto se apartó de las otras muchachas que, entre lágrimas y sollozos, suplicaban al Monstruo les devolviese sus tesoros.
-¡Oh, señor de este lago– clamaron –devuélvenos nuestras
preciosas joyas y ricos vestidos! No quisimos hacerte ofensa ni daño. Fue
Untombina, la hija de nuestro rey, la que aquí nos trajo. Solamente ella tiene
toda la culpa.
Y entonces, de repente, vestido tras vestido, aro tras aro,
collar tras collar, brazalete tras brazalete, empezaron a caer como llovidos
del cielo sobre la orilla del lago. Y, al cabo de un corto espacio de tiempo,
las doscientas muchachas, que habían acompañado, a Untombina estaban vestidas y
dispuestas a regresar al poblado.
Tan sólo Untombina no se había vestido. Altiva, permanecía
erguida con los brazos cruzados sobre su pecho y, cuando las muchachas le
rogaban que pidiera al Monstruo que le devolviese sus vestidos y sus joyas,
ninguna palabra salió de sus labios.
–Oh, Untombina, hazlo, por favor. Pídeselos, Untombina– le
suplicaban las muchachas. Pero Untombina irguióse más altiva y más orgullosa
aún, tanto que a los ojos de sus compañeras no parecía tan linda, y contestó:
–Jamás. Yo soy la hija de un rey y no suplico a nadie-
Cuando el Monstruo del lago oyó estas palabras, salió a flor
de agua, se apoderó de la orgullosa muchacha y se la tragó.
Lanzando gritos de terror las muchachas huyeron como galgos y
al llegar al poblado contaron lo que le había ocurrido a la hija del rey.
–¡Oh!– sollozó el desventurado padre; –yo se lo había
advertido innumerables veces, pero ella no quiso escucharme. Pero aguardad, muy
pronto, la libertaremos de las garras del Monstruo. Y ordenó:
–¡Mis guerreros, armaos de vuestros escudos, lanzas, hondas,
arcos y agudas flechas! ¡Vamos a libertar a mi hija!
Pronto todo un ejército de guerreros negros se puso en marcha
hacia el lago encantado.
El Monstruo asomó la cabeza fuera del agua, y al ver a tantos
guerreros, abrió su descomunal y gigantesca boca y se tragó a un sinfín de
ellos con la facilidad con que antes se tragara a Untombina.
Su enorme cuerpo parecía que iba agrandándose por momentos, y
era verdaderamente espantoso ver cómo perseguía a los que intentaban salvarse;
y así fue la persecución hasta las mismas puertas del poblado.
Pero junto a la puerta estaba el rey con la más aguda de las
lanzas que poseía y se enfrentó con el Monstruo, cuyo cuerpo se extendía por
casi sobre una legua de distancia, ¡tan enormes eran sus proporciones!
El viejo rey era un valiente guerrero muy diestro en el arte
de batallar, y supo al instante dónde tenía que atacar a su enemigo. Primero le
hundió la lanza en la garganta y luego le hizo un agujero en un costado. Por
este costado empezaron a salir todos sus guerreros y finalmente la valerosa
Untombina, más altiva que nunca.
El rey la tomó de la mano y la acompañó en triunfo hasta su
madre, que tanto había llorado por ella.
Afortunadamente el Monstruo fue muerto, y el lago donde
habitaba quedó, desde aquel instante, desencantado.