Cierto
día un duende malo, el peor de todos, puesto que era el diablo, estaba muy
contento porque había preparado un espejo que tenía la propiedad de que todo lo
bueno, bonito y noble que en él se reflejaba desaparecía, y todo lo malo, feo e
innoble aumentaba y se distinguía mejor que antes.
¡Qué
diablura malvada! Los paisajes más hermosos, al reflejarse en el espejo,
parecían espinacas hervidas y las personas más buenas tomaban el aspecto de
monstruos o se veían cabeza abajo; las caras se retorcían de tal forma que no
era posible reconocerlas, y si alguna tenía una peca, ésta crecía hasta
cubrirle la boca, la nariz y la frente.
-¡Vengan
diablitos, miren que divertido!- decía el diablo.
Había
algo peor todavía. Si uno tenía buenos pensamientos, aparecía en el espejo con
una sonrisa diabólica, y el peor de todos los duendes se reía satisfecho de su
astuta invención. Los alumnos de su escuela, pues tenía una porque era
profesor, decían que el espejo era milagroso, porque en él se podía ver,
afirmaban, cómo eran en realidad el mundo y los hombres.
Lo
llevaron por todos los países y no quedó ningún hombre que no se hubiese visto
completamente desfigurado. Pero los diablos no estaban satisfechos.
-¡Quisiéramos llevarlo al Cielo para burlarnos de los ángeles! -dijeron sus alumnos.
Así lo hicieron, pero cuanto más subían, más muecas hacía el espejo y más se movía, y casi no lo podían sostener. Subieron y subieron con su carga, acercándose a Dios y a los ángeles. El espejo seguía moviéndose; se agitaba con tanta fuerza que se les escapó de las manos y cayó a tierra y se rompió en más de cien millones de pedazos.
-¡Quisiéramos llevarlo al Cielo para burlarnos de los ángeles! -dijeron sus alumnos.
Así lo hicieron, pero cuanto más subían, más muecas hacía el espejo y más se movía, y casi no lo podían sostener. Subieron y subieron con su carga, acercándose a Dios y a los ángeles. El espejo seguía moviéndose; se agitaba con tanta fuerza que se les escapó de las manos y cayó a tierra y se rompió en más de cien millones de pedazos.
Pero
entonces la cosa fue peor todavía, porque había partículas que eran del tamaño
de un granito de arena y se esparcieron por todo el mundo, y si caían en el ojo
de alguien, se incrustaban en él y los hombres lo veían todo deformado y sólo
distinguían lo malo, porque el más pequeño trozo conservaba el poder de todo el
espejo.
Lo
terrible era cuando una partícula se incrustaba en el corazón de una persona,
porque se convertía en un pedazo de hielo. Algunos hicieron cristales de gafas
con los trozos que se encontraron pero fue espantoso. El que se ponía las gafas
veía todas las cosas transformadas en cosas tristes y desagradables y ya no
podía ser feliz.
El diablo
se desternillaba de risa vendo lo que habían hecho sus discípulos. Se reía tan
a gusto que su gordo vientre se agitaba y se cansaba de felicitar a sus
alumnos.
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