Cuando
Martina tenía ocho años, tenía una vida como la de muchos chicos. Vivía con sus papás y dos
hermanitos varones menores que ella.
Era
buena alumna y tenía muchas amiguitas en el colegio. Su gran compinche
fue siempre Valentina.
Pasaban
casi todas las tardes jugando, en la casa de una, o en la casa de otra y
todos los días tomaban un helado juntas, sin importar el frío que hiciera.
Martina
tenía muchos juguetes con los que siempre jugaba, pero uno siempre
fue su preferido.
Se
lo habían regalado sus papás cuando cumplió seis años, una especie de caja con
forma de casita con cuatro muñequitos: un papá, una mamá y dos hijitos, tenía
también una mesa, cuatro sillas, un sillón, un cuadrito y un perrito pequeño.
Martina lo llamaba el juego de la familia y le daba un lugar de privilegio en
su repisa, siempre estaba atenta a que no faltara nadie, que todo estuviera en
orden y en el mismo lugar donde ella lo había dejado.
Si
su mamá, al limpiar, corría algún muñequito de lugar, ella se enojaba y corría
inmediatamente a ponerlo donde estaba.
Valentina,
siempre fue traviesa, y a veces disfrutaba de hacer enojar a su amiga cambiándole
las cosas de lugar. Sabía que a Martina, tan ordenada como era, no le gustaba.
Peleaban
un poquito y luego siempre hacían las pases, como muy buenas amigas que eran.
Con
el correr del tiempo, las cosas en la familia de Martina se fueron complicando,
sus papás empezaron a pelear muy seguido y todos sufrían por ello.
A
pesar de sus ocho pequeños años, nuestra amiguita se daba cuenta de que su papá
y su mamá discutían demasiado y que las cosas no eran como antes. Cuando
ella era más chiquita no peleaban tanto, todo estaba empeorando.
Si
sus hermanitos se asustaban por esa razón, ella, como hermana mayor, los
consolaba y les decía que algún día todo mejoraría.
Como
si le permitiera mejorar la realidad, ordenaba cada vez más seguido
“la casita de la familia” el juego, continuamente se fijaba si todo y
todos estaban en su lugar.
A
pesar de que Martina siempre trataba de prestar atención, en el colegio notaban
que se distraía y la veían preocupada y triste.
Valentina
la hacía reír a pesar de todo, nunca faltaba un chiste, una golosina, un abrazo
que la hiciera sentir mejor y seguía con la costumbre de invitarla un heladito
y de desarmarle los juegos para que se enojara un poquito.
El
tiempo pasó y como la situación no mejoraba, los papás de Martina decidieron
separarse.
Si
bien les daba mucha pena hacerlo, consideraban que era mejor tomar esa decisión
que pelearse como perro y gato todos los días, y así se lo explicaron a sus
tres hijitos.
Muy
enojada y más triste todavía, Martina se encerró en su habitación, empezó a
llorar tirada en su camita, y cuando levantó la vista vio su cajita querida,
ordenada como siempre. Como si el juego tuviera algo de culpa, lo sacó de la
repisa y tiró sus piezas por toda la habitación.
Por
un tiempo largo no volvió a ordenarlo, su mamá había juntado todos los
muñequitos pero no los había puesto exactamente en el orden que estaban antes.
Martina se dio cuenta, pero no lo ordenó, no quiso.
Valentina
la visitaba más que nunca y trataba, sin éxito, de hacerla reír. Ella también
se dio cuenta de que el querido juego de su amiga no tenía el orden de
siempre y le preguntó qué le había pasado y por qué no lo ordenaba.
-¡No
quiero, no voy a hacerlo!- Contestó llorando Martina. -Ya no tiene sentido-
Ese
juego se parecía a mi familia, y mi familia se desarmó también, ya no es igual.
Valentina
trató de consolarla, pero no se le ocurrió mucho para decir, le invitó con un
helado, pero tampoco esto dio resultado. Salió de la casa de su amiga pensando
en cómo ayudarla, en cómo hacer para que recuperara la sonrisa. No sería fácil,
pero tal vez, con el tiempo…
Y
el tiempo pasó, y como es lógico las cosas cambiaron y mucho.
Martina
seguía viviendo con su mamá y sus hermanitos, pero su papá ya no estaba con
ella todos los días.
Sin
embargo, iba muy seguido a buscarlos al colegio. Empezaron a ir a tomar la
leche juntos, a hablar solitos de cosas de las que antes no hablaban. Se dio
cuenta que su papá no había dejado de ser su papá y no dejaría de serlo nunca.
Ya no vivía con él, era cierto, pero cada vez que lo extrañaba lo llamaba y él
a ella, y los fines de semana la llevaba a pasear y a veces a tomar helado con
Valentina.
Si
bien su mamá no estaba contenta, por lo menos estaba más tranquila y era cierto
que en la casa ya no se escuchaban peleas.
De
todas maneras, nada se comparaba a que todos estuviesen juntos, nada. Martina
vivía ahora con tantos otros chicos, con sus papás separados.
Mientras
tanto, el juego de la casita seguía desordenado. Un muñequito por allá,
otro por acá. Una pieza en un costado, otra en otro.
No
se veía igual que antes, lo mismo que su familia.
Martina
tardó en acostumbrarse a su nueva vida, no era fácil y tal vez
nunca lo fuera, pero el tiempo en muchas oportunidades es un buen amigo y nos
ayuda a entender cosas que son difíciles de entender.
Así
fue. Con el tiempo Martina pudo aceptar su nuevo modelo de familia. Entendió
que si bien no vivían todos juntos, ella no había perdido a su papá y si bien
no era lo que ella hubiera deseado, era su realidad y lo mejor para todos era
aceptarla de la mejor manera posible.
Se
dio cuenta que seguía contando con sus papás, que el amor que sentían por ella
y sus hermanitos, no había cambiado en absoluto, que el hecho que, como pareja
no se llevaran bien, no significaba que los quisieran menos, eran cosas
bien distintas.
Un
día, solita en su habitación empezó a mirar su casita de la familia y sus
muñequitos desordenados y pensó que era hora de hacer algo.
Se
paró frente a la casita y sus habitantes, los ubicó como siempre, los miró un
rato largo y se dio cuenta que ahora debía ordenarlo de otra manera. Y lo hizo.
Por
extraño que pareciera, aquellos muñequitos, que ya no estaban todos juntos en
la misma cajita, seguían pareciendo una familia, Martina los había ubicado de
tal modo que si bien no estaban uno junto al otro, tampoco estaban lejos
y, sobretodo, seguían siendo piezas de un mismo juego.
Lo
mismo pasó en el corazón de Martina, el tiempo y el amor de sus papás, de sus
amigos y de Valentina, le ayudó a ordenar las piezas de su familia en su
corazón.
abía
muy bien que ya no era lo mismo, había crecido y había entendido muchas
cosas, pero lo más importante que pudo entender fue que, aunque las cosas
fueran diferentes, en su corazón, cada persona ocupaba el lugar que debía y,
como en su juego de la casita, todas las piezas estaban juntas y
ordenadas.
Cuando
Valentina volvió a visitarla, lo primero que hizo fue darse cuenta que el juego
favorito de su amiga estaba ordenado de otra manera y sabía que no había sido
la mamá.
Como
queriendo jugarle una broma le dijo a su amiga
-¿Pero
quién desordenó esto sin mi permiso? ¡Acá la única que te hace lío con las
cosas soy yo!- Dijo con una sonrisa.
Martina
miro a su amiga y le contestó:
-Estaba
desordenado, y ya no quedaba bien en la repisa como estaba antes, le di un
nuevo orden. ¿No se ve del todo mal verdad?-
-¡Claro
que no! ¡Lo hiciste bien amiga!- Contestó Valentina, le dio un abrazó y con una
guiñadita de ojos le ofreció ir a tomar un helado.
Esta
vez, Martina dijo que si.
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