jueves, 27 de noviembre de 2014

EL JUEGO DE MARTINA



Cuando Martina tenía ocho años, tenía una vida como la de muchos chicos. Vivía con sus papás y dos hermanitos varones menores que ella. 

Era buena alumna y  tenía muchas amiguitas en el colegio. Su gran compinche fue siempre Valentina.

Pasaban casi todas las tardes jugando, en la casa de una,  o en la casa de otra y todos los días tomaban un helado juntas, sin importar el frío que  hiciera.

Martina  tenía muchos juguetes con los que siempre  jugaba, pero  uno siempre fue su preferido.

Se lo habían regalado sus papás cuando cumplió seis años, una especie de caja con forma de casita con cuatro muñequitos: un papá, una mamá y dos hijitos, tenía también una mesa, cuatro sillas, un sillón, un cuadrito y un perrito pequeño. Martina lo llamaba el juego de la familia y le daba un lugar de privilegio en su repisa, siempre estaba atenta a que no faltara nadie, que todo estuviera en orden y en el mismo lugar donde ella lo había dejado.

Si su mamá, al limpiar, corría algún muñequito de lugar, ella se enojaba y corría inmediatamente a ponerlo donde estaba.

Valentina, siempre fue traviesa, y a veces disfrutaba de hacer enojar a su amiga cambiándole las cosas de lugar. Sabía que a Martina, tan ordenada como era, no le gustaba.

Peleaban un poquito y luego siempre hacían las pases, como muy buenas amigas que eran.

Con el correr del tiempo, las cosas en la familia de Martina se fueron complicando, sus papás empezaron a pelear muy seguido y todos sufrían por ello.
 
A pesar de sus ocho pequeños años, nuestra amiguita se daba cuenta de que su papá y su mamá discutían demasiado  y que las cosas no eran como antes. Cuando ella era más chiquita no peleaban tanto, todo estaba empeorando.

Si sus hermanitos se asustaban por esa razón, ella, como hermana mayor, los consolaba y les decía que algún día todo mejoraría.

Como si  le permitiera mejorar la realidad,  ordenaba cada vez más seguido “la casita de la familia” el juego,  continuamente se fijaba si todo y todos estaban en su lugar.

A pesar de que Martina siempre trataba de prestar atención, en el colegio notaban que se distraía y la veían preocupada y triste.

Valentina la hacía reír a pesar de todo, nunca faltaba un chiste, una golosina, un abrazo que la hiciera sentir mejor y seguía con la costumbre de invitarla un heladito y de desarmarle los juegos para que se enojara un poquito.

El tiempo pasó y como la situación no mejoraba, los papás de Martina decidieron separarse.

Si bien les daba mucha pena hacerlo, consideraban que era mejor tomar esa decisión que pelearse como perro y gato todos los días, y así se lo explicaron a sus tres hijitos.

Muy enojada y más triste todavía, Martina se encerró en su habitación, empezó a llorar tirada en su camita, y cuando levantó la vista vio su cajita querida, ordenada como siempre. Como si el juego tuviera algo de culpa, lo sacó de la repisa y tiró sus piezas por toda la habitación. 

Por un tiempo largo no volvió a ordenarlo, su mamá había juntado todos los muñequitos pero no los había puesto exactamente en el orden que estaban antes. Martina se dio cuenta, pero no lo ordenó, no quiso.

Valentina la visitaba más que nunca y trataba, sin éxito, de hacerla reír. Ella también se dio cuenta de que el querido juego de su amiga no  tenía el orden de siempre y le preguntó qué le había pasado  y por qué no lo ordenaba.

-¡No quiero, no voy a hacerlo!- Contestó llorando Martina. -Ya no tiene sentido-

Ese juego se parecía a mi familia, y mi familia se desarmó también, ya no es igual.

Valentina trató de consolarla, pero no se le ocurrió mucho para decir, le invitó con un helado, pero tampoco esto dio resultado. Salió de la casa de su amiga pensando en cómo ayudarla, en cómo hacer para que recuperara la sonrisa. No sería fácil, pero tal vez, con el tiempo…

Y el tiempo pasó, y como  es lógico las cosas cambiaron y  mucho.

Martina  seguía viviendo con su mamá y sus hermanitos, pero su papá ya no estaba con ella todos los días.

Sin embargo, iba muy seguido a buscarlos al colegio. Empezaron a ir a tomar la leche juntos, a hablar solitos de cosas de las que antes no hablaban. Se dio cuenta que su papá no había dejado de ser su papá y no dejaría de serlo nunca. Ya no vivía con él, era cierto, pero cada vez que lo extrañaba lo llamaba y él a ella, y los fines de semana la llevaba a pasear y a veces a tomar helado con Valentina.

Si bien su mamá no estaba contenta, por lo menos estaba más tranquila y era cierto que en la casa ya no se escuchaban peleas.

De todas maneras, nada se comparaba a que todos estuviesen juntos, nada. Martina vivía ahora con tantos otros chicos, con sus papás separados.

Mientras tanto, el juego de la casita seguía  desordenado. Un muñequito por allá, otro por acá. Una pieza en un costado, otra en  otro.

No se veía igual que antes, lo mismo que su familia.

Martina tardó en acostumbrarse a su nueva vida, no  era fácil y tal vez  nunca lo fuera, pero el tiempo en muchas oportunidades es un buen amigo y nos ayuda a entender cosas que son difíciles de entender.

Así fue. Con el tiempo Martina pudo aceptar su nuevo modelo de familia. Entendió que si bien no vivían todos juntos, ella no había perdido a su papá y si bien no era lo que ella hubiera deseado, era su realidad y lo mejor para todos era aceptarla de la mejor manera posible.

Se dio cuenta que seguía contando con sus papás, que el amor que sentían por ella y sus hermanitos, no había cambiado en absoluto, que el hecho que, como pareja no se llevaran bien, no significaba que los quisieran menos,  eran cosas bien distintas.

Un día, solita en su habitación empezó a mirar su casita de la familia y sus muñequitos desordenados y pensó que era hora de hacer algo.

Se paró frente a la casita y sus habitantes, los ubicó como siempre, los miró un rato largo y se dio cuenta que ahora debía ordenarlo de otra manera. Y lo hizo.

Por extraño que pareciera, aquellos muñequitos, que ya no estaban todos juntos en la misma cajita, seguían pareciendo una familia, Martina los había ubicado de tal modo que si bien no estaban  uno junto al otro, tampoco estaban lejos y, sobretodo, seguían siendo piezas de un mismo juego.

Lo mismo pasó en el corazón de Martina, el tiempo y el amor de sus papás, de sus amigos y  de Valentina, le ayudó a ordenar las piezas de su familia en su corazón.

abía muy bien que ya no era lo mismo,  había crecido y había entendido muchas cosas, pero lo más importante que pudo entender fue que, aunque las cosas fueran diferentes, en su corazón, cada persona ocupaba el lugar que debía y, como en  su juego de la casita, todas las piezas estaban juntas y ordenadas.

Cuando Valentina volvió a visitarla, lo primero que hizo fue darse cuenta que el juego favorito de su amiga estaba ordenado de otra manera y sabía que no había sido la mamá.

Como queriendo jugarle una broma le dijo a su amiga

-¿Pero quién desordenó esto sin mi permiso? ¡Acá la única que te hace lío con las cosas soy yo!- Dijo con una sonrisa.

Martina miro a su amiga y  le contestó:

-Estaba desordenado, y ya no quedaba bien en la repisa como estaba antes, le di un nuevo orden. ¿No se ve del todo mal verdad?-

-¡Claro que no! ¡Lo hiciste bien amiga!- Contestó Valentina, le dio un abrazó y con una guiñadita de ojos le ofreció ir a tomar un helado. 

Esta vez, Martina dijo que si.

No hay comentarios: