Juan se
levantaba muy temprano todas las mañanas. No le costaba levantarse, el raído
colchón no era nada cómodo y tampoco tardaba en salir, pues no se cambiaba de
ropa, ni se sacaba ningún pijama y el desayuno era tan magro que apenas si
demoraba en devorarlo.
Debía estar muy temprano en el
subterráneo. Había que aprovechar la hora en la que todos iban a trabajar para
poder obtener más dinero. Luego, vagar por las calles mendigando, robar algo de
comer y volver al subterráneo para cuando los mismos rostros de la mañana,
volviesen más cansados a sus casas.
A Juan no le gustaba su realidad, pero
era la única que tenía. Juan quería vestir un guardapolvos blanco o mejor aún,
un uniforme de colegio, con camisa y corbata.
Tenía sólo diez años, pero la madurez
de una persona de cuarenta, porque la calle enseña y mucho y Juan había
aprendido allí todo lo que su triste realidad le había enseñado. Juan sabía
restar y sumar, porque era imprescindible contar cuánto dinero llevaba a su
casa al fin del día. Juan sabía la hora, no porque nadie se la hubiese
enseñado, sino porque la tuvo que aprender pues necesitaba saber conocer las
horas “pico” para poder recaudar más dinero.
Juan corría mucho más que cualquier
niño de su edad, pero sólo porque había aprendido a escapar cuando era
necesario. Juan era un excelente malabarista, simplemente porque así se ganaba
la vida en el subte. Con dos pelotitas de una goma muy descolorida y gastada,
el niño hacía su número y luego por él pedía unas monedas. Juan sabía mucho más
que cualquiera acerca de las personas, sólo porque había aprendido a observar a
la gente mientras iba a su trabajo.
Cada rostro era una historia, cada
mirada hablaba y decía mucho y el niño había aprendido a descifrar cada
angustia, cada dolor, seguramente para sentir que no era el único que no tenía
la vida que quería tener. Juan quería rebelarse, quería jugar, quería aprender
aquellas cosas que sólo yendo al colegio aprendería, quería ser un niño como
tantos otros. Debía esperar, no era el momento. Debía ayudar como podía a su madre y a sus hermanos,
sabía que en ello no se le iba la vida, pero sí la niñez, aún así debía
hacerlo.
Cierto día, sentado en el piso del
vagón del subterráneo, escuchó a un niño y su madre que volvían del jardín
zoológico. Quedó absorto mirando al pequeño que no encontraba las palabras para
describir lo grandes que le habían parecido los elefantes o las altas que le
habían parecido las jirafas.
-“Iré, como sea, lo haré, no me
importa qué pase después”– Se dijo a si mismo.
La tarde siguiente se bajó en la
estación correspondiente al zoológico, caminó hasta las grandes puertas que
parecían estar dándole la bienvenida y preguntó el precio de la entrada. La
mañana había sido buena, las personas se habían levantado generosas y el dinero
que tenía le alcanzaba para pagar la entrada y comprar galletitas que
seguramente devoraría antes de ofrecérsela a algún animal.
-“Niño, vete a mendigar a otra parte”–
Le dijo uno de los vendedores de la boletería.
-“Está pagando su entrada, tiene
derecho a pasar, déjalo”- Dijo el otro y con una sonrisa, le entregó a un muy
ansioso Juan la entrada de cartón que parecía brillar en las manos del niño.
Creyó estar en el paraíso. Sintió que veía el cielo por primera vez y que ese
celeste, no era el mismo que se veía de su casa al subterráneo.
Lo mismo le pasó con los árboles,
jamás le parecieron tan verdes y tan bellos. Caminaba tranquilo y por un
momento se sintió casi uno más. Todo lo maravillaba. Nadie corría para alcanzar
un vagón, nadie se apretujaba dentro de él. No tenía necesidad de hacer
malabares con sus gastadas pelotas de goma.
Había aire, perfumes, risas y por
primera vez en mucho tiempo, volvió a sentirse niño. Sabía que esa dicha
terminaría no bien saliera del zoológico, sabía que el niño que era en ese
momento quedaría en ese parque y volvería el adulto de diez años a rendir
cuentas del dinero que esa noche, no llevaría al hogar.
No tuvo miedo a lo que le esperaba, lo
único que lo angustió fue pensar que había sido egoísta y que había disfrutado
de algo que sus hermanitos no. Al llegar a su hogar, la reacción de su padre no
se hizo esperar. Los golpes fueron muchos, pero no le dolieron demasiado.
Esa tarde, Juan había aprendido
algunas cosas más: Que el cielo puede ser más azul y los árboles más verdes de
lo que creemos. Que hay un mundo donde los niños son niños y donde la alegría
es posible. Que hay otra realidad y otra vida y que ese día él también había
formado parte de ella. Que valía la pena soñar que en su futuro otras puertas
tan grandes y bellas como las del zoológico se abrirían. Y por sobre todo y a
pesar de todo, aprendió que seguía siendo un niño, que al menos esa tarde,
nadie le había podido robar un trozo de su infancia.
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