Una
viejita muy pobre y muy buena se encontraba sola en el mundo, pues se le habían
muerto todos los parientes. Como ya no estaba en edad para casarse, le preguntó
a una hechicera cómo tendría que hacer para conseguir una niña que la
reconociese como madre. Y la hechicera la contestó:
-Aquí
tienes un grano de cebada. Es de una clase especial que nada tiene que ver con
la que cosechan nuestros agricultores. Siémbrala en una maceta de flores y
verás lo que sale.
Después
de agradecer a la maga, la pobre mujer entró en su casa y plantó el grano de
cebada donde aquélla le había dicho. No tardó en brotar una linda y fragante
flor parecida a un tulipán, pero completamente cerrada.
-¡Qué
hermosa flor! – dijo la viejita, besando sus hojas coloradas y amarillas.
Al
contacto de los labios de la buena mujer, la flor se abrió ruidosamente,
tomando por completo la forma de un tulipán. En su fondo se podía ver a una
niña muy pequeñita, linda y delicada. Tan pequeñita era, que su estatura no
pasaba de la de una almendra. Por eso la llamaron Almendrita.
El rapto
La
anciana le dio por cama una cáscara de nuez, prolijamente barnizada a muñeca.
Por colchones tenía pepitas de violeta, y por colcha, una hoja de rosa.
Almendrita dormía allí durante la noche, y las horas del día las pasaba jugando
sobre la mesa, donde la viejita había colocado un plato lleno de agua, rodeado
por una corona de lindas flores. En el plato había una hoja grande de tulipán,
sobre la que se sentaba la niña con toda comodidad y navegaba de una orilla a
otra con auxilio de dos pequeñas agujas que le servían de remos.
Era
un lindo espectáculo contemplarla. Y por si esto fuera poco, cantaba con voz
tan dulce y afinada que parecía una caja de música. Los pajaritos, y hasta las
mismas moscas, dejaban de volar para oírla.
Pero
una noche, mientras Almendrita dormía plácidamente, un sapo horrible entró en
la pieza por un cristal roto y trepó hasta donde estaba la cáscara de nuez que
servía de la cama a la niña. Maravillado quedó el animal al verla. Y dijo:
-No
podía haber encontrado mejor esposa para mi hijo.
Y
sin perder más tiempo, agarró la camita y saliendo por donde había entrado,
se llevó a Almendrita al jardín, entre cuyas flores corría un pequeño
arroyo que daba a un pantano en el que vivía el sapo con su hijo, que era tan
asqueroso como él. Lo cual, en verdad, ya es mucho decir.
-¡Coac,
coac, breque queque! – gritó, admirado, el sapito al ver a tan hermosa niña en
la cáscara de nuez.
-Habla
más bajo- le dijo el padre; -no sea que despierte. Como es tan ligera como la
pluma del cisne, a lo mejor se nos escapa. La colocaremos en una hoja ancha de
higuera en medio del arroyo, para que viva allí como en una isla. Por miedo de
ahogarse, no se irá. Mientras tanto, nosotros prepararemos en el fondo del
pantano el aposento en el cual viviréis una vez casados. Y espero que tú, hijo
mío, seas el más feliz de la familia.
-Como
para no serlo con semejante esposa- dijo el sapito.
Inmediatamente,
el sapo viejo saltó al agua para elegir una hoja de higuera. Cuando hubo
encontrado la que le pareció más conveniente para el caso, la sujetó a la
orilla por el tallo y colocó en ella la cáscara de nuez donde Almendrita dormía
plácidamente.
La Fuga
A la
mañana siguiente la niña despertó y al ver dónde se encontraba, se echó a
llorar amargamente, pues comprobó que el agua la rodeaba por completo,
resultándole imposible volver a tierra.
Mientras
tanto el sapo viejo, después de haber construido el aposento para los novios,
adornándolo con rosas y florecitas amarillas, en compañía de su hijo se dirigió
nadando hasta donde estaba Almendrita, para llevarse la nuez a la habitación.
Inclinándose cortésmente en el agua delante de ella, le dijo:
-Te
presento a mi hijo, a quien te he destinado por esposa.
-¡Coac,
coac, breque queque! – canto el sapito, horrorizando con su voz y su aspecto a
la pequeña.
Entre
padre e hijo agarraron la linda camita barnizada a muñeca y se la llevaron al
aposento del fondo del pantano. Mientras tanto, Almendrita, sola en la hoja de
higuera, lloraba de pena pensando en aquellos animaluchos tan feos y
repugnantes y en el matrimonio que la esperaba con uno de ellos.
Algunos
pececitos que oyeron lo que dijo el sapo quisieron ver a la niña, y al
comprobar que era linda, comprendieron que sería muy desdichada si se casaba
con un animal tan horrendo, por lo que resolvieron desbaratar la boda. Se
reunieron alrededor del tallo que retenía la hoja y lo cortaron con los
dientes.
Inmediatamente
la hoja fue arrastrada por las aguas y llevó a la niña tan lejos que, aunque
los sapos, al notarlo, se pusieron a nadar, no pudieron alcanzarla. Por el
camino, una mariposa muy blanca, empezó a revolotear a su alrededor,
atreviéndose al fin a posarse en la hoja, pues quería ver de cerca de la niña,
que era más pequeña que ella.
Contenta
Almendrita por haberse librado de la terrible amenaza de casarse con aquel
adefesio, se deleitaba contemplando el esplendor de la naturaleza. Aprovechando
la compañía de la mariposa, desató su cinturón y después de haberlo atado por
un extremo al insecto y por el otro al tallo de la hoja, avanzó por el arroyo a
mayor velocidad de la que llevaba la corriente.
En
eso pasó cerca de ella un escarabajo de alas azules, que al verla la agarró con
una pato por su frágil talle y la subió a lo alto de un árbol, mientras la hoja
de higuera continuaba navegando con la mariposa que seguía tirando sin poderse
desprender. Fue terrible el susto de la pobre niña al verse transportada por
tan espantoso insecto. Igualmente sufría al pensar que la pobre mariposa blanca
moriría de hambre y fatiga por su culpa.
El
escarabajo la colocó sobre la hoja más grande del árbol, le regaló néctar de
flores y le hizo mil cumplidos. Todos los escarabajos que habitaban en el árbol
acudieron a visitarla. Ellos admiraban su hermosura, pero ellas – escarabajas-,
moviendo las antenas, decían con desprecio:
-¡Qué
poquita cosa! No tiene más que dos piernas y dos bracitos… Y no tiene ninguna
antena. Y es delgada como un hombre. ¡Valiente fenómeno!
Almendrita,
como ya hemos dicho, era encantadora, y aunque al escarabajo que la había
robado le parecía linda, al oír expresarse tan despectivamente a las mujeres de
su familia, terminó por considerarla fea y la despreció. La bajaron del árbol y
la colocaron sobre una margarita, con lo que le fue devuelta la libertad. Y ,
aunque la niña se alegró de verse libre de tan monstruosa compañía, le
mortificó haber sido expulsada por considerarla fea, pues estaba acostumbrada a
oír alabanzas sobre su hermosura.
La Vida en el
Bosque
Almendrita
pasó todo el verano solita en el bosque. Se hizo un lecho con pajitas y lo
colgó bajo una hoja de árbol para resguardarse de la lluvia. Se alimentaba con
el néctar de las flores y aplacaba la sed bebiendo las gotitas de rocío que por
la mañana se juntaban en el pasto.
Así
pasó también el otoño, pero al llegar el invierno empezó a sufrir, pues hacía
mucho frío. Además, todos los pajaritos que la habían entretenido con sus
cantos se alejaron; los árboles se desprendieron de su follaje; las flores se
marchitaron, y la hoja que le servía de techo y reparo, se arrolló, se agrietó
y se redujo a un tallo seco y amarillo.
La
infeliz Almendrita sintió aún más los rigores de la estación, porque sus
livianos vestidos empezaron a caerse hechos jirones.
Luego
empezaron las nevadas, y cada copo que la tocaba le producía un efecto
terrible. Aunque se envolvía en una hoja seca, no lograba entrar en calor.
Consideraba cercano el momento en que iba a morir de frío.
Cerca
del bosque donde estaba, había un gran campo de trigo, del cual no se veía más
que el rastrojo sobre la tierra helada. A Almendrita le pareció tan grande como
un bosque. Muerta de frío llegó a la cueva de una rata en la que se entraba por
un agujero disimulado bajo la paja. El animalito que allí vivía gozaba de buena
posición, pues poseía un granero repleto, una buena cocina y un amplio comedor.
La niña llamó a la puerta como si fuera una limosnera, suplicando que le dieran
un grano de cebada, pues hacía dos días que no comía.
-¡Pobrecita!
– respondió la rata, compadecida, pues tenía buen corazón.
-Ven
a comer conmigo. De paso, te calentarás, pues estás temblando.
No
tardó el animalito en tomar cariño a Almendrita y la invitó a pasar con ella el
invierno.
En la
Cueva de la Rata
Al
hacerle el ofrecimiento, le dijo la rata a Almendrita:
-Puedes
vivir aquí durante el invierno, pero a condición de que arregles la casa y me
cuentes algún cuento.
La
niña aceptó muy contenta y no tuvo de qué quejarse, pues la rata no era
exigente y comía muy bien. Y un día le dijo a Almendrita:
-Prepárate,
que un día de éstos tendremos visita. Se trata de un vecino que acostumbra a
venir una vez por semana. Es más rico que yo; tiene una cueva con grandes y
lujosos salones y viste una magnífica piel de terciopelo.
Y
luego agregó:
-¿Sabes
una cosa?
-¿Qué,
señora rata?
-Que
te he encontrado novio.
-Es
que yo no quiero casarme.
-Una
chica de tu edad y, sobre todo, estando sola en el mundo, debe tener un marido
que la mantenga y la proteja.
-Me
basta con lo que usted me da a cambio de mi trabajo, y con su protección.
-Pero
yo soy muy vieja, Almendrita. Cuando yo me muera, ¿qué será de ti?
-Entonces
Dios dirá; pero mientras tanto déjeme estar a su lado.
-De
ninguna manera. Yo te quiero mucho y, precisamente porque te quiero, te he
buscado un lindo novio. Y no me repliques, si no quieres que me enoje y te eche
de mi casa.
-Si
me lo manda, bueno: me casaré. Aunque me muera del disgusto.
-No
se trata de eso. Yo no quiero que te cases a disgusto. Te presento el novio, y
si te gusta, os casáis…
-¿Y
si no me gusta?
-Ya
te buscaré otro.
-Es
que yo no quiero ninguno.
-Pues
a alguno tendrás que querer. Esto sí que te lo impongo como obligación.
-Está
bien. ¿Y quién es ese primer novio que quiere presentarme?
-El
señor Comadreja. Esta noche vendrá, y espero que seas amable con él.
-Haré
todo lo posible.
El Señor Comadreja
Efectivamente,
aquella misma noche se presentó en la cueva de la Rata el señor
Comadreja, atusándose los bigotes y moviendo orgullosamente la cola.
Al
serle presentada Almendrita por la dueña de la casa, el visitante sonrió
mostrando unos dientes blancos y afilados que eran su orgullo.
A
la niña aquella sonrisa le heló el corazón. Le resultaba muy antipática y le
causaba un miedo feroz, tan feroz que la pobrecita no pudo menos de exclamar:
-¡Uy,
qué dientes tiene!
-Son
mis armas de combate, nena – contestó el aludido- Gracias a mis dientes,
procuro mi sustento y castigo a los que quieren mal. ¿Usted me quiere mal?
-No,
yo no lo quiero ni bien ni mal. Simplemente, no lo quiero.
-Ya
me querrá con el tiempo. Sobre todo cuando sepa que trata con el terror de los
gallineros, a quien el mismo zorro teme.
-¿Y
qué hace en los gallineros? ¿Vigila las gallinas?
-Sí,
las vigilo para podérmeles llevar los pollos y los huevos. Sobre todo, los
huevos. ¡Cómo me gustan!
Y,
al decir esto, se relamía los bigotes en los que habían quedado partículas de
su reciente comilona.
-¿Y a
quién le pide usted los pollos y los huevos?
-¡A
nadie! ¿A quién se los voy a pedir? Voy, los agarro y me los llevo a mi casa,
cuando no los despacho allí mismo, si es que tengo mucha hambre, cosa que me
ocurre una noche sí y otra… también.
-¡Jesús!
Entonces, usted es un ladrón.
-¡Niña!
-la reprendió doña Rata.
-Déjela,
que tiene razón – intercedió el señor Comadreja-. Soy ladrón, es cierto. ¡Y a
mucha honra!
-Entonces,
no quiero saber nada con usted.
-Pues
tendrás que saber o de lo contrario…
Al
decir esto último, hizo rechinar los dientes de una manera que Almendrita se
puso a temblar.
La
conversación había tomado un cariz tal, que la misma rata se inquietó y buscó
un pretexto para dar por terminada la visita.
El Castigo
Cuando
quedaron solas la Rata y Almendrita, ésta se echó en brazos de
aquélla y le dijo, llorando:
-¡Por
compasión, señora! No me haga casar con un sujeto tan depravado.
-No
es lo que te imaginas – le contestó la rata -. Es cierto que roba, pero lo hace
como la cosa más natural del mundo. Ladrones fueron sus padres y ladrón es él y
ladrones serán sus hijos.
-¡Qué
horror! ¡Hijos ladrones!
-Para
ellos ser ladrón es como para otros ser carpintero o escribano. Es su medio
natural de vida, y lo consideran lógico y hasta legal.
-Pero
no me negará que es un bravucón. ¿Ha visto qué alarde hace de sus dientes?
-Ese
sí es un defecto, hija mía. No debía complacerse en asustar a las personas
pacíficas como tú. Y lo peor es que se ha enamorado perdidamente y, valido de
sus armas bucales, no estará dispuesto a largarte mientras le quede un solo
diente.
-¿Mientras
le quede un solo diente?
-Sí;
mientras le quede un solo diente.
-Entonces,
ya estoy salvada.
-¿Qué
piensas hacer?
-Ya
lo verá usted. Cuando vuelva mañana a visitarme, déjelo por mi cuenta.
-Está
bien, hija. Y que Dios te ilumine.
Almendrita
y doña Rata se fueron a dormir, y cuando a la noche siguiente el señor
Comadreja apareció con su acostumbrado aire de matón, la niña se apresuró a
atenderlo con una solicitud que contrastaba con el desdén miedoso del día
anterior. Al poco rato de entablada, hizo derivar la conversación a los gustos
predilectos de su pretendiente: los pollos y los huevos. Y le dijo:
-¿No
ha visitado nunca el gallinero de la granja de los Cuatro Caminos?
-No.
Nunca me dio por rondar aquellos lugares, aunque algunos compañeros me han
ponderado la calidad de sus productos.
-Y
no le han mentido. Las gallinas de allí ponen los mejores huevos de la comarca.
-¿De
veras? – preguntó Comadreja, quien ya se le estaba haciendo la boca agua.
-¡Y
muy de veras! Con decirle que todos son de dos y hasta de tres yemas.
-¡De
tres yemas! – exclamó el ladrón en el paroxismo de la gula.
Pero
al poco rato cambió de tono, como si le hubieran echado un balde de agua
encima. Y dijo:
-¿Qué
hacemos con que haya huevos de tres yemas, si tienen allí un mastín que no deja
arrimar a nadie?
-Es
cierto. Pero también es cierto que esta noche no estará el mastín.
-No
estará el mastín, pero estará el granjero, que tiene una escopeta que no falla
y una puntería que falla menos que la escopeta.
-Tampoco
estará él. Me he enterado que esta noche el granjero, la granjera y los
granjeritos irán a velar a un pariente que se encuentra gravemente enfermo. Y
como siempre que salen de noche se llevan al perro para que los ladrones no los
asalten en el camino, en la granja no quedará más alma viviente que la de las
gallinas y los cerdos, suponiendo que cerdos y gallinas tengan alma.
-Si
es así, allá voy ahora mismo. Y me daré un atracón de huevos de tres yemas en
el mismo gallinero, pues se me ha abierto el apetito de par en par.
-Vaya
y que le haga buen provecho.
El
señor Comadreja salió a escape en dirección a la granja de los Cuatro Caminos.
Se
acercó con cuidado, por si no eran ciertos los informes de Almendrita. No tardó
en comprobar que la niña no había mentido. En la finca reinaba el más profundo
de los silencios, y el mastín no daba señales de vida, pues aunque en ese
momento pasaba un carro, no hizo notar su presencia con los cavernosos ladridos
de costumbre.
El
taimado y precavido ladronzuelo se atrevió, cruzó el patio, penetró en el
gallinero sin hacer ruido y se dirigió al ponedero.
Almendrita
no lo había engañado. ¡Qué maravilla de huevos los que estaban allí sobre la
paja! Grandes, limpios y lustrosos como no había visto otros en su vida. Sin poderse
contener, se abalanzó sobre el rico manjar que se le ofrecía y le clavó los
dientes al que le pareció de tres yemas. Inmediatamente lanzó un quejido y algo
saltó por los aires yendo a rebotar sobre las losas del piso, algo que no era
precisamente la cáscara del huevo de tres yemas, sino los dientes del señor
Comadreja. ¿Qué había pasado? ¡Casi nada!: que los huevos del ponedero no eran
tales, sino simples imitaciones de duro mármol, que la granjera colocaba allí
para invitar a las gallinas a poner.
¡Adiós,
herramientas de trabajo y armas de defensa! No le quedó al señor Comadreja un
solo diente entero. Dolorido y derrotado, se fue a su madriguera, de la que
salía de tarde en tarde sin hacerse ver de nadie, para alimentarse de yerbas y
gusanos.
Y
Almendrita, que se había puesto de acuerdo con la granjera para tenderle la
trampa al ratero, se vio libre para siempre de tan temible y antipático
pretendiente.
El Caballero Langosta
Pero
doña Rata quería casar a toda fuerza a Almendrita. Y una noche le dijo.
-¿Sabes
una cosa? Te he encontrado otro novio.
-¿Quién
es? – preguntó la niña, ahorrando las protestas y prefiriendo pensar en la
manera de sacarse al festejante de encima.
-Es
el caballero Langosta. Un señor ceremonioso, de patas y brazos muy finos y que
viste siempre de levita. Esta noche vendrá a verte.
Efectivamente,
después de cenar llamaron a la puerta y apareció el nuevo pretendiente de
Almendrita.
Esta
lo observó bien. Como había dicho la Rata, su porte era distinguido, y sus
manos, aristocráticas; pero apenas le estrechó la diestra, correspondiendo a su
saludo, se lastimó los dedos. Es que el visitante tenía en sus brazos y piernas
unos afilados serruchos.
-¡Ay!
¿Qué es eso? – preguntó la niña.
-Eso
lo tengo para saltar.
-¡Cómo!
¿Un señor tan serio salta? ¿Y por qué salta?
-Para
ganar tiempo mientras voy comiendo todo lo que encuentro en mi camino.
-¿Todo
lo que encuentra?
-Sí.
Todo lo que encuentro. Siempre tengo hambre y nada me sacia. Ahora mismo te
comería a ti.
-¡Jesús!
– exclamó Almendrita, echándose en brazos de la Rata.
-No
tengas miedo, que todo ha sido una broma – dijo el caballero Langosta.
-Sí,
pero bien que le he visto una bocaza con afilados dientes. Y vea: se le está
cayendo la baba.
-Pues
es verdad – dijo el pretendiente, secándose los labios, visiblemente
contrariado.
-Por
lo visto, se le hacía agua la boca solamente de pensar que me iba a comer.
-No
seas tonta. Te digo fue una broma. Pero apenas hablo de comida me babeo como
una criatura.
-Pues,
entonces, no ganará para comer.
-No
preciso ganar nada. Como todo lo que encuentro, sin necesidad de ganarlo.
-¡Ay,
señora! ¡Otro ladrón!…
Y
Almendrita se volvió a echar llorando en brazos de la dueña de casa. Esta
procuró abreviar la entrevista, y el caballero Langosta se retiró, prometiendo
regresar al día siguiente.
La Muerte del Ambicioso
El día
siguiente era víspera de San Juan, y desde la cueva de la Rata se
veían, llegada la noche, las fogatas que habían encendido los chicos de las
granjas vecinas. Almendrita contemplaba el fuego con melancolía. De buena gana
hubiera ido a saltar alrededor de las hogueras, en lugar de aguardar la visita
del famélico pretendiente. Este no tardó en aparecer, deshaciéndose en
reverencias.
-¿Te
gusto o no te gusto? – le preguntó a la niña.
-Le
seré franca – contestó ésta -. Me gustaría si en lugar de saltar, volara.
Entonces sí que me casaría con usted.
Se
atrevió a lanzar esa afirmación en la seguridad de que pedía un imposible, ya
que no le había visto alas al caballero.
-Entonces,
serás mía – dijo Langostinos, con vivo júbilo-. Inmediatamente me haré volador.
En
efecto, como estaba en edad de pelechar, se sacó su vestimenta de saltarín y
pareció con unas largas y potentes alas transparentes.
-¿Y
puede volar con eso? – preguntó Almendrita, por decir algo.
-¿Qué
si puedo? Ahora verás.
Y,
elevándose hasta cerca del techo, ganó la puerta de la cueva y salió al campo.
Allí se encontró con lo inesperado: las fogatas de San Juan, que en distintos
puntos elevaban sus lenguas de fuego. No pudieron resistir la atracción de la
luz, se dirigió volando a la que estaba más cerca y pereció entre las llamas.
Con lo que Almendrita se vio libre de otro pretendiente.
El Señor Topo
Todavía
no había pasado una semana de la trágica muerte del caballero Langosta cuando
doña Rata le dijo a Almendrita:
-Prepárate,
que hoy tenemos la visita que un día te anuncié. La del vecino más rico que yo,
ese que tiene una cueva con grandes y lujosos salones, y viste una magnífica
piel de terciopelo.
Si
quisiera casarse contigo, estarías bien, pues no te tendría muy atada, ya que
no ve ni más acá ni más allá de sus narices. Cuéntale las historias más lindas
que sepas y se divertirá mucho.
A
pesar de las ventajas que destacaba la rata, Almendrita no tenía ningún deseo
de casarse con el vecino, que era un topo. Este no tardó en presentarse.
Su
conversación era monótona y soñolienta. No supo hablar de otro cosa que de sus
riquezas y su instrucción, diciendo pestes del sol y de las flores, pues nunca
los había visto.
La
niña cantó las mejores canciones que sabía, y el topo, encantado, se apresuró a
pedirla en matrimonio. Interrogada Almendrita, manifestó que lo iba a pensar.
Deseando
el topo resultar grato a sus vecinas, les dio permiso para que se pasearan por
una gran bóveda subterránea que acababa de construir entre las dos viviendas,
pero les advirtió que no debían asustarse de un pájaro muerto que iban a
encontrar y que había quedado allí enterrado cuando empezó el invierno.
El
primer día que la Rata y Almendrita resolvieron corresponder al
ofrecimiento del topo, éste las fue guiando por su largo corredor, llevando
entre los dientes un pedazo de madera vieja que brillaba como un fósforo. Al
llegar al lugar donde estaba el pájaro muerto, levantó con su hocico una parte
de la tierra del techo e hizo un agujero por el que penetró un rayo de sol, con
lo que la niña pudo ver tendido en tierra el cuerpo yacente de una golondrina,
espectáculo que le dio mucha lástima. El topo empujó brutalmente con las patas
el cuerpo del pájaro y dijo:
-Ya
no nos atormentará más los oídos. Estas criaturas, después de cantar como locas
en verano, se mueren de hambre en el invierno. Afortunadamente, ninguno de mis
hijos tendrá la desgracia de ser pájaro.
-¡Muy
bien dicho! – Exclamó la Rata-. Con el canto no se para la olla.
Almendrita
no dijo nada, pero en cuanto sus compañeros hubieron vuelto la espalda, se
inclinó sobre la golondrina yacente y, separando las plumas que le cubrían la
cabeza, le dio un beso en los ojos.
A lo mejor es ese pajarito que cantaba tan
graciosamente para mi este último verano – pensó -. ¡Pobrecito!… Te compadezco
de todo corazón.
Una
vez que hubo tapado el agujero, el topo obsequió a sus amigas con una merienda
y luego las acompañó a su casa.
La Golondrina Agradecida
Aquella
noche Almendrita no podía dormir, pensando en la golondrina muerta. Se levantó
y tejió un lindo tapiz de pasto y se fue a la bóveda del topo y cubrió con él
al pájaro yacente. Luego le puso a ambos lados un poco de algodón que había
encontrado en la casa de la Rata, para preservarlo del frío de la tierra.
-¡Adiós,
pájaro lindo! – le dijo -. Te estoy agradecida por la hermosa canción con que
me divertías durante el verano, cuando yo podía calentarme al sol.
Al
decir esto, apoyó la cabeza sobre al pecho de la golondrina y se levantó
asombrada al sentir una ligera palpitación del corazón del pajarito, que en
realidad no estaba muerto sino aterido de frío. El calor prodigado por la niña
lo había resucitado.
Sabrán
ustedes que durante el otoño las golondrinas emigran a los países cálidos y que
si alguna se detiene en el camino el frío termina por voltearla como muerta.
Comparada con ella, cuya altura no excedía de una pulgada, la golondrina
parecía un ave monstruosa. Por ello se asustó un poco al notarla con vida, pero
la buena intención le dio ánimo, y apretó el algodón alrededor del pájaro, fue
a buscar una hoja de menta que ella usaba como sábana y se la puso sobre la
cabeza.
Cuando
a la noche siguiente fue a ver a la golondrina, la encontró resucitada del
todo, pero tan débil que apenas pudo abrir los ojos para mirar a la niña.
-A
ti te debo la vida – le dijo la golondrina -, pues le has dado a mi cuerpo el
calor que necesitaba. Dentro de poco habré recuperado las fuerzas, y podré
reanudar el vuelo calentándome a los rayos del sol.
-Por
ahora no debes pensar en eso – le replicó Almendrita-. Afuera hace mucho frío.
Hasta que no venga la primavera, debes quedarte aquí. No te preocupes, que yo
te cuidaré.
Como
el pajarito le manifestara que tenía sed, le llevó agua en el pétalo de una
flor. La enferma bebió y le contó que, habiéndose lastimado un ala en una
planta espinosa, no había podido seguir a sus compañeras a los países de clima
cálido. Muerta de fatiga, había rodado por tierra con el conocimiento perdido
hasta que recibió la ayuda de la niña.
Mientras
duró el invierno y sin que la Rata ni el topo lo supieran. Almendrita
atendió a la golondrina amorosamente. Y cuando llegó la primavera, el pájaro,
que había recuperado todas sus fuerzas, se despidió de la niña y salió por el
agujero practicado por el topo en el techo, que Almendrita había destapado. La
golondrina, agradecida, le dijo a su bienhechora que la acompañase al bosque
sentada sobre sus espaldas; pero la niña, considerando que su ausencia causaría
mucha pena a la rata, que tan bien se había portado con ella, no aceptó el
ofrecimiento.
-Entonces,
¡adiós! – le dijo el pajarito, elevándose hacia el cielo. Y agregó cuando ya
estaba fuera -: Cuenta con mi eterno agradecimiento.
Almendrita
se quedó muy triste. Para colmo, no podía salir a calentarse al sol, porque el
trigo brotaba alto sobre la casa de la rata, formando un bosque tupido e
impenetrable. Y un día le dijo la dueña de casa:
-Conviene
que vayas preparando tu ajuar. El señor Topo ha pedido tu mano y para casarte
con él debes estar bien provista.
La
niña, resignada con su suerte, tomó la rueca, y la rata contrató como obreras a
cuatro arañas, que eran grandes tejedoras. Todas las tardes el topo las
visitaba y les hablaba del horror del verano, por lo que la boda no se
realizaría hasta bien entrado el otoño.
Almendrita
todos los días iba a presenciar la salida y la puesta del sol desde la puerta
de la cueva, viendo el cielo a través de las espigas que agitaba el viento.
Admirando la naturaleza, pensaba mucho en la golondrina, pero debía de estar
tan lejos, que posiblemente ya no la volvería a ver.
Pasaron
los meses, llegó el otoño y la niña vio terminado su ajuar. Y un día le dijo la
rata:
-Dentro
de cuatro semanas te casarás con el señor Topo.
Almendrita
lloró, pues la asustaba aquel individuo tan fastidioso y aficionado a la
oscuridad.
-No
te pongas así – le dijo la rata -. Considera que se trata de un buen partido.
Si te afliges, me enojaré y te daré un mordisco.
La
niña, atemorizada, contuvo su llanto. Y llegó el día de la boda. Se presentó el
topo muy contento, dispuesto a llevarse a Almendrita bajo tierra, donde ya no
vería nunca más la luz del día, puesto que el que iba a ser su marido no podía
soportar los rayos del sol.
La
niña, para despedirse de lo que ya no volvería a ver, salió afuera, donde ya
habían cortado el trigo.
-Ya
no te veré más, lindo sol – dijo, y abrazando una flor -: ¡Adiós, amiga mía! Si
ves a la golondrina, salúdala en mi nombre y dile que soy muy desgraciada.
En
aquel momento oyó un cantito, levantó la cabeza y vio pasar a su pájaro amigo.
La
golondrina manifestó una inmensa alegría al verla y bajó para hacerle mil
caricias. La niña le contó que la querían casar con un señor muy feo que vivía
bajo tierra y que aquel mismo día debía celebrarse la boda a la que
concurrirían como testigos algunos sapos y lombrices.
-Como
se acerca el invierno – le dijo la golondrina -, debo irme a los países
cálidos. Si quieres venir conmigo, puedes subir a mi espalda. Huiremos lejos,
muy lejos de ese señor que odia al sol, allí donde el verano y las flores son
eternos. Ya que me salvaste la vida cuando yacía en el sombrío corredor muerta
de frío, yo te salvaré ahora del peligro que te amenaza. Decídete, no seas
tonta.
-¡Sí,
iré contigo! – le dijo Almendrita -. Es cierto que la rata me ha favorecido
mucho, pero también es cierto que ahora quería obligarme a casar a disgusto.
Se
sentó en la espalda de la golondrina atándose con su cinturón a una de las
plumas más fuertes, y enseguida se sintió llevada por encima de los bosques,
del mar y de las montañas. Cuando sentía frío, se acurrucaba bajo las plumas
calientes del ave, sacando solamente la cabecita para admirar las bellezas del
paisaje que se ofrecía a sus pies. Y llegaron a los países cálidos donde la
viña brota en todos los surcos, donde hay bosques enteros de limoneros y naranjos
y donde las más maravillosas plantas exhalan embriagantes perfumes.
El Príncipe de las Flores
La
golondrina se detuvo cerca de un lago azul en cuyas márgenes se levantaba un
castillo de mármol con una cúpula en la que había gran cantidad de nidos. Uno de
aquéllos era la vivienda de la amiga de Almendrita.
-Aquí
tienes mi casa, que es la tuya -le dijo el pájaro -, pero no te recomiendo que
vivas en ella pues hace mucho frío en invierno y mucho calor en verano. Mejor
que elijas una linda flor. Te depositaré en ella y haré lo posible para que tu
permanencia sea agradable.
Flores
coloradas, blancas y azules crecían entre los fragmentos de una columna en
ruinas. La niña eligió una de ellas, y allí la depositó la golondrina.
La
admiración que sentía Almendrita por las magnificencias que la rodeaban creció
de punto al ver a un hombrecito blanco y transparente como el cristal, adornado
con una diadema de oro y apenas de una pulgada de altura, que estaba sentado en
la misma flor. En la mano llevaba un cetro de oro y piedras preciosas y de los
hombros le salían unas alas resplandecientes. Aquel lindo personaje era el
príncipe de las flores, que reinaba sobre todo al jardín.
Lejos
de asustarse por la aparición, Almendrita se quedó mirándolo con embeleso.
Cuando
el príncipe vio al ave gigantesca, se asustó, pero se repuso al mirar a
Almendrita, que le pareció la mujer más linda del mundo. Le puso su corona en
la cabeza y le preguntó si consentía en ser su esposa.
¡Qué
diferencia con el sapo asqueroso y el topo estúpido! Aceptándolo sería la reina
de las flores. Le dijo que sí y no tardó en recibir la visita de parejas
compuestas por bizarros caballeros y hermosas damas, que salían de cada flor
para ofrecerle lindos regalos. Entre éstos, el que más le agradó fue un par de
alas transparentes que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Tan pronto
le fueron colocadas, pudo volar de flor en flor.
La
golondrina, desde el nido, hacía oír sus mejores canciones, aunque en el fondo
de su corazón se sentía triste por haberse tenido que separar de su
bienhechora, a la que, sin embargo, visitaba frecuentemente.
Y
Almendrita vivió muy feliz con su esposo durante larguísimos años. Y tuvieron
muchos hijos, tan pequeñitos, que al nacer no eran más grandes que un granito
de anís; pero todos muy lindos e inteligentes.
El Fin del Topo
Mientras
tanto, ¿qué fue del Topo?
Resulta
que el día de la boda, cuando llegó la hora para su consagración se presentó en
la cueva de la rata.
-¿Todavía
no está lista Almendrita? – preguntó.
-¡Ay,
señor Topo – le contestó la rata -, qué desgracia tan grande!
-¿Qué
ha pasado?
-Que
la chica ha desaparecido.
-¿La
habrá secuestrado algún rapaz del campo?
-Temo
algo más desagradable para usted: que se haya fugado para no unir su vida a la
tuya.
-¿Dónde
ha ido? Dígamelo en seguida. Donde sea iré, y la obligaré a vivir conmigo,
aunque sea a golpes. Y si, a pesar de eso, se resiste, la mataré.
-Yo
lo sé – exclamó una lombriz que envidiaba la suerte de Almendrita.
-¿Dónde?
¡Dímelo pronto! – vociferó colérico el Topo.
-Por
allí, en el lomo de un pajarito – contestó la lombriz, señalando el firmamento
en dirección al sol.
El
Topo, no acordándose del daño que le hacía la luz, miró de frente al astro rey
y los rayos de éste lo provocaron la muerte.
Y
así terminó el mal sujeto que quería casar a Almendrita contra su voluntad.