Damián era el tercer hijo de
los Alvarado apenas cumplidos los catorce años le entró el mal de la fiebre. Su
padre estuvo unos días taciturno, y al fin decidió mandarlo en el auto de
línea, con el hermano mayor, para que lo viera un médico de la capital. Volvieron
al día siguiente, y el hermano mayor dijo:
Que no hay nada que hacer.
Que se esté quieto, y a esperar.
Desde entonces, era fácil
ver a Damián, sentado junto a la ventana durante los días fríos, y a la puerta
de la casucha los que daba el sol contra la fachada.
Damián veía partir a todos hacia el trabajo, y se quedaba solo. Únicamente al llegar al invierno, con la nieve, se quedarían todos en casa y tendría compañía. Desde su ventana se veía el río, y, más allá, el principio de los bosques. A veces, ver el río y los árboles le daba tristeza. Las mujeres de la aldea, de verlo al pasar, comentaban entre sí, y decían:
Damián veía partir a todos hacia el trabajo, y se quedaba solo. Únicamente al llegar al invierno, con la nieve, se quedarían todos en casa y tendría compañía. Desde su ventana se veía el río, y, más allá, el principio de los bosques. A veces, ver el río y los árboles le daba tristeza. Las mujeres de la aldea, de verlo al pasar, comentaban entre sí, y decían:
Al pequeño Alvarado le
quitan a puñados la carne del cuerpo. Mala cosa es la fiebre, pero peor es la
soledad.
Esto también lo sabían los
Alvarado, pero no estaba en su mano el remediarlo. Eran pobres y tenían que
acudir a la tierra, si no querían morir.
Un día, estando ya muy
avanzado el otoño, Damián vio llegar por el caminillo del bosque un perro
perdido. Era gris, flaco y como alicaído. No se le apreciaba herida alguna ni
contusión, y, sin embargo, todo él tenía el aire magullado y caminaba como si
fuera cojo de las cuatro patas. Damián se asomó casi de medio cuerpo, para
verle pasar.
¡Chucho! le llamó, con una
curiosidad extraña. El perro levantó las orejas, y luego miró hacia arriba,
como temeroso.
Damián se hizo amigo del
perro perdido.
¿De dónde ha venido este chucho?
dijo el padre de los Alvarado.
Pero nadie sabía nada. Era un perro feo y triste, que nadie vio nunca ni en la aldea ni por los alrededores. No era simpático, y los hermanos de Damián le tomaron ojeriza:
Eche al perro de casa, padre: está embrujado. La vieja Antonia María, que tenía en el pueblo fama de curandera, dijo cuando lo vio:
Pero nadie sabía nada. Era un perro feo y triste, que nadie vio nunca ni en la aldea ni por los alrededores. No era simpático, y los hermanos de Damián le tomaron ojeriza:
Eche al perro de casa, padre: está embrujado. La vieja Antonia María, que tenía en el pueblo fama de curandera, dijo cuando lo vio:
Ese perro es un espíritu
malo: está purgando sus pecados en la tierra... ¡Echadlo a patadas del pueblo!
Y así quisieron hacerlo.
Salieron los hermanos con estacas y piedras, pero Damián asomó medio cuerpo por
el ventanuco, chillando y llorando.
¡No me lo maten al perro, no
me lo maten!
Los hermanos le echaron una
cuerda al cuello y le querían arrastrar al río, para ahogarlo o darle martirio.
Damián chillaba tanto, que el padre acudió y dijo:
¡Ea, muchachos, soltadle!
Contentaos con dejarlo ahí, y que no entre en la casa.
Los hermanos obedecieron a
regañadientes porque temían al padre.
La calle estaba ya oscura,
con el color en siembra, porque llegaban los fríos. Se fueron los hermanos
calle abajo, y Damián, con el cuerpo fuera de la ventana, les vio marchar. El
sol encendía de un color escarlata los últimos ventanucos de la calle, y Damián
se estremeció. Miró allá abajo, al perro, y vio la cara levantada, sus ojos
oscuros y húmedos y la cuerda pendiente del cuello.
Amigo mío dijo. Amigo mío. Y le caían muchas
lágrimas por el rostro, mirándole. Bajó el viento calle abajo, y vio cómo
arrastraba hojas doradas, desprendidas del cercano bosque. Damián señaló hacia
él con el dedo, y dijo:
Mira, amigo mío, esto es el
anuncio de la muerte. Yo sé muy bien que la caída de las hojas es el anuncio de
la muerte.
Se inclinó sobre la ventana
y se quedó mirando al perro, con la barbilla apoyada en las manos cruzadas.
La tarde se volvió más y más
azul, y allá arriba se prendieron luces frías, espaciadas y lejanas. El viento
no cesaba, y el padre dijo:
Vamos, chico, cierra la
ventana.
Damián se lo hizo repetir
dos veces, porque sus ojos no se podían apartar de los ojos del perro, que le
montaba guardia abajo. Luego, ya cerrada, a través del cristal, empinándose
sobre los pies, seguían mirándose. Pasó mucho rato y el hermano mayor dijo:
Pero, chico, ¿no te cansas?
Siéntate, que voy a traerte la cena.
Como en aquella casa no
había mujer, ellos mismos guisaban su comida. El hermano le trajo el plato
humeante y lo dejó sobre una silla.
Tienes que descansar,
Damián.
Damián comió, y mientras lo
hacía oía en la calle el aullido del perro. Algo nuevo y maravilloso le
ocurría. Algo grande que le llenaba de alegría y de un gozoso miedo. El aullido
del perro no lo comprendían el padre y los hermanos, que dijeron:
¡Cómo gime el viento esta
noche!
Cuando todos se acostaron,
Damián salió de nuevo a la ventana. Allá abajo seguía el perro, con sus ojos
como dos farolillos en la noche. Estaba ya echado en el suelo, pero tenía aún
la cabeza levantada. Y Damián sentía renacer su antigua fuerza y notaba cómo la
tristeza huía calle abajo, como un animal sarnoso.
Al amanecer, el perro dio su
último aliento al aire frío de la mañana, y cayó muerto en el barro de la
calle. Damián fue corriendo a despertar a su padre.
Padre, míreme: estoy sano.
He sanado, padre.
Nadie le creía, en un
principio. Pero sus ojos y su cara entera resplandecían, y saltaba y corría
como un ciervo, y había un color nuevo en su piel, y hasta parecía que en el
aire que le rodeaba.
El perro me dio la salud,
explicó Damián. Me la dio toda, y él se murió allá abajo.
Hubieron de creerle, al fin. Estaba fuerte como antes, sin fiebre y sin melancolía. Antonia María examinó el perro con su ojo de cristal, y dijo:
Hubieron de creerle, al fin. Estaba fuerte como antes, sin fiebre y sin melancolía. Antonia María examinó el perro con su ojo de cristal, y dijo:
Ya lo advertí: purgaba sus
pecados en la tierra. Descanse en paz.
Los hermanos lo cogieron en
brazos y fueron a enterrarlo al bosque, con todo el respeto que cabía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario