Todas las tardes el joven
Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.
Cuando el viento soplaba
desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas
negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio,
cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes
honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los
llevaba al mercado para venderlos.
Todas las tardes el joven
Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan
pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:
—-O bien he atrapado todos
los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres,
o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.
Haciendo uso de todas sus
fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los
brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin,
apareció la red a flor de agua.
Sin embargo no había cogido
pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba
profundamente dormida.
Su cabellera parecía vellón
de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal.
Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y
nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como
conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas
frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los
párpados bajos.
Tan bella era aquella
sirenita que cuando el joven Pescador la vio, se sintió sobrecogido de
maravilla, alargó la mano y la atrajo hasta él; luego inclinándose sobre el
borde de la barca, la tomó en brazos. Pero apenas la tocó, la sirenita gritó
como una gaviota asustada, y despertó, y lo miró con sus ojos de amatista
llenos de terror, esforzándose en un vano intento de escapar. Él la sujetó
poderosamente abrazada, sin dejarla escapar. Cuando la sirenita comprendió que
no había forma de huir se puso a llorar y dijo:
—-Te suplico que me dejes en
libertad. Soy la hija única de un Rey, y mi padre ya es viejo y vive solo.
Pero el joven Pescador
respondió:
—-No te soltaré hasta que me
prometas que cada vez que te llame obedecerás mi llamada, y cantarás para mí. A
los peces les fascina el oír las canciones del pueblo del mar, y así mis redes
estarán siempre llenas.
—-¿Juras que me soltarás si
te hago esa promesa? —preguntó la sirena.
—-Juro que te soltaré
—respondió el joven Pescador.
Ella hizo entonces la
promesa pactada, jurando con el juramento de los hijos del Mar. Él abrió los
brazos y la sirenita se sumergió en el agua temblando con un extraño temblor.
Todas las tardes el joven
Pescador se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y ella acudía
invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban los
delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza.
Cantaba una canción
maravillosa.
Cantaba sobre los hijos del
Mar que llevan sus rebaños de gruta en gruta, cargando los ternerillos al
hombro; cantaba acerca de los tritones, que tienen largas barbas verdes y
pechos velludos, y hacen sonar sus retorcidas caracolas cuando pasa el Rey;
cantaba sobre el palacio del Rey que es todo de ámbar, y su techo es de claras
esmeraldas, y el pavimento está formado de resplandecientes perlas; y cantaba
sobre los jardines del Mar, donde los grandes abanicos de coral se balancean
todo el día, y los peces nadan alrededor como pájaros de plata, y las anémonas
se cogen a las rocas y en la arena amarilla florecen con grandes corolas rojas.
Cantaba de las vastas ballenas, que bajan de los mares del Norte con sus barbas
cuajadas de agudos carámbanos; cantaba también acerca de las sirenas, que
cantan tales maravillas, que los mercaderes deben taparse con cera los oídos,
por temor, al escucharlas, de saltar al agua y ahogarse; cantaba sobre las
naves hundidas, con sus altos mástiles y sus marineros aferrados aún a las
jarcias, y de las caballas entrando y saliendo por los huecos abiertos en el
casco; cantaba sobre las lapas diminutas, que son grandes viajeras porque
adheridas a la quilla de los barcos dan vueltas al mundo una y otra vez; y
cantaba de las jibias, que habitan los arrecifes y extienden sus largos brazos
negros, y pueden crear la noche cuando se les antoja. Cantaba al Nautilus, que
tiene un barquito tallado en ópalo y se gobierna con una vela de plata; cantaba
a los grandes leones marinos, con sus colmillos curvos, y a los hipocampos, de
crines flotantes y graciosos cuerpos de carey rojo y cabriolante.
Mientras la sirenita
cantaba, los atunes subían de las profundidades para oíra, y el joven Pescador
lanzaba sus redes al mar y los atrapaba, o bien traspasaba con su arpón a los
más grandes. Y cuando tenía su barca bien cargada, la sirena le sonreía y se
sumergía nuevamente hacia el reino de su padre.
Sin embargo, ella nunca se
le acercó tanto como para que el Pescador pudiese volver a tocarla. Muchas
veces él la llamó y le suplicó, pero ella no quería; y cuando trataba de
capturarla, ella se zambullía en el mar con la grácil rapidez de una foca, y ya
no volvía a verla en todo el día. Y cada día el sonido de su voz era más dulce.
Tan dulce era la voz de la sirena que a veces el pescador olvidaba sus redes.
Esas tardes pasaban en cardumen los atunes con sus aletas purpúreas y sus ojos
de oro elástico, sin que el pescador se diera cuenta. Esas tardes el arpón
descansaba ocioso a su lado, y los cestos de mimbre quedaban vacíos. El
Pescador, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de maravilla, se
quedaba muy quieto en la barca, escuchando, escuchando, hasta que la niebla
llegaba arrastrándose a envolver la embarcación y la luna tenía de plata su
cuerpo de bronce.
Y una tarde llamó a la
sirena y le dijo:
—-Sirenita, sirenita, yo te
quiero. Seamos novios, porque estoy enamorado de ti.
Pero la sirena negó moviendo
tristemente la cabeza, mientras decía:
—- Tienes un alma humana.
Sólo podría amarte yo si tú te desprendieses de tu alma.
Entonces el joven pescador
se dijo:
—- ¿De qué me sirve mi alma?
No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco.
La despediré, y podré ser
feliz.
Y de sus labios surgió un
grito de alegría, y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos hacia la
sirena, y le dijo:
—- Expulsaré a mi alma, y
entonces seremos novios, y viviremos juntos en lo más profundo del mar, y me
mostrarás todo lo que has cantado, y yo haré todo lo que quieras, y ya nunca
podrán separarse nuestras vidas.
Y la sirenita rió
alegremente, escondiendo el rostro entre las manos.
—- Pero ¿cómo podré
desprenderme de mi alma? —preguntó el pescador—.
Dime qué debo hacer y lo
haré ahora mismo.
—- ¡Ay! —repuso la
sirenita—. ¡Yo no lo sé! Los hijos del Mar no tenemos alma.
Lo miró con sus ojos
ardientes y se hundió en lo profundo.
Al día siguiente, muy
temprano, cuando el sol todavía no se alzaba un palmo por sobre la colina, el
joven pescador se dirigió a la casa del cura, y llamó tres veces a la puerta.
El novicio se asomó por el
postigo y cuando vio de quien se trataba, descorrió el cerrojo y le dijo:
—- Entra.
El joven entró, se arrodilló
sobre la estera de juncos del suelo, y dijo al cura, que leía el Libro Santo:
—- Padre, estoy enamorado de
una hija del Mar, y mi alma impide que consiga mi deseo.
Dime por favor, qué es
lo que debo hacer para librarme de mi alma, porque no la necesito:
¿De qué me
sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco.
—- ¡Oh, mi muchacho, estás
loco o has comido quizás algún hongo venenoso! El alma es lo más noble que hay
en el hombre, y nos fue dada por Dios para que la usemos noblemente. Nada hay
tan precioso como el alma humana, ni cosa terrestre alguna que pueda
comparársele. Vale todo el oro del mundo, y es más preciosa que los rubíes de
los reyes. Hijo mío, no pienses más en algo así, porque incluso tal pensamiento
es un pecado mortal. Los hijos del Mar, ellos están perdidos, y los que tienen
comercio con ellos, lo están también. Son como las bestias del campo, que no
distinguen el bien del mal. ¡Por ellos no murió nuestro Señor Jesucristo!
Al escuchar las amargas
palabras del cura, al joven Pescador se le llenaron de lágrimas los ojos; se
levantó y repuso:
—- Padre, los faunos viven
en la selva, y viven contentos; y los tritones vienen a descansar sobre las
rocas del acantilado, con sus arpas doradas. Déjame ser como ellos, te lo
ruego, porque sus días son como los días de las flores. Y en cuanto a mi alma,
dime tú, ¿de qué me sirve si se interpone entre yo y el ser que amo?
—- El amor del cuerpo es
ruin —exclamó el cura, frunciendo el ceño—, y los seres paganos que Dios
permite que vaguen por el mundo, también son ruines y maléficos. ¡Malditos los
faunos del bosque, y malditos los cantores del Mar! Los he oído a veces en las
noches, e intentan distraerme de mi rosario. Llaman a mi ventana levemente, y
ríen, y me susurran al oído el cuento de sus placeres peligrosos. Me seducen
con sus proposiciones y cuando me propongo rezar me hacen muecas. ¡Te digo que
están perdidos, están perdidos!... Para ellos no hay cielo ni infierno y en
ninguno lugar podrán alabar el nombre del Señor.
—- Padre —replicó el joven
Pescador—, tú no sabes lo que dices. Una tarde capturé en mis redes a la hija
de un Rey del Mar. Y es más hermosa que la estrella de la mañana y más blanca
que la luna. Yo daré mi alma por su cuerpo y renunciaré al cielo por su amor.
Contesta mi pregunta y déjame ir en paz.
—- ¡Atrás! ¡Atrás! —gritó el
cura—. ¡Esa muchacha está perdida y te perderás con ella!
Y lo expulsó de la casa
parroquial sin darle la bendición.
El joven Pescador se dirigió
al mercado; caminando lentamente, con la cabeza baja, sumido en una tristeza
insondable.
Cuando lo vieron los
mercaderes, cuchichearon entre ellos, y uno se adelanto.
Después de llamarlo por su
nombre, le preguntó:
—- ¿Qué vendes, pescador?
—- Vendo mi alma —contesto
el joven Pescador—. Te ruego que me la compres, porque estoy cansado con ella.
¿De qué sirve mi alma? No puedo verla. No pudo tocarla. No la conozco.
Entonces los mercaderes se
burlaron de él:
—- Pero dinos, muchacho, ¿de
qué nos serviría el alma de un hombre? No vale ni una mala moneda de cobre. Si
quieres te podemos comprar tu cuerpo como esclavo, y te vestiremos de rojo y te
pondremos un anillo en el dedo y podrás ser el favorito de la gran Reina. Pero
no nos hables de tu alma porque a nosotros tampoco nos sirve para nada, ni
tiene valor alguno.
El joven Pescador pensó:
—- ¡Qué cosa rara! El cura
dice que el alma vale todo el oro del mundo, pero los mercaderes aseguran que
no vale ni una mala moneda de cobre.
Salió del mercado, y se encaminó hacia la playa donde se puso a meditar sobre
qué debería hacer.
Al mediodía, el Pescador
recordó que cierta vez uno de sus compañeros le había hablado de una bruja
joven que vivía en una caverna al extremo de la bahía, y que era muy sabia en
brujerías. De inmediato echó a correr en dirección a la caverna. Tan veloz que
una nube de polvo le seguía al correr por la arena de la playa.
La joven bruja adivinó la llegada del Pescador por una picazón que sintió en la
palma de la mano; se soltó entonces la roja cabellera y se puso a reír. Se
quedó de pie a la entrada de la caverna, teniendo en la mano una rama de cicuta
florida.
—- ¿Qué necesitas? —gritó
cuando el Pescador subía jadeando por el acantilado—. ¿Quieres peces para tus
redes cuando el viento sopla en contra? Si es eso, tengo un caramillo que
cuando se sopla en él, el mújol se mete a la bahía. Pero tiene su precio,
hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué necesitas? ¿Quieres una tormenta que haga
naufragar los barcos y arrastre a la costa baúles llenos de tesoros? Tengo más
huracanes que el tiempo, porque mi amo es más fuerte que el tiempo, y con un
cedazo y un cubo de agua puedo enviar las grandes carabelas al fondo del mar.
Pero también tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio.
¿Qué necesitas? Conozco una
flor que crece en el valle y que yo sólo conozco. Tiene las hojas púrpura, y
una estrella en el corazón, y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocas los
labios desdeñosos de la gran Reina con esta flor, ella te seguirá a través del
mundo entero. Pero tiene su precio, hermoso joven, tiene su precio. ¿Qué
necesitas? Puedo machacar un sapo en el mortero y hacer un caldo, removiéndolo
con la mano de un muerto. Si mojas con ese caldo a tu enemigo mientras duerme,
se convertirá en una víbora negra, y lo matará su propia madre. Con ayuda de
una rueda puedo hacer bajar a la luna del cielo, y en un cristal puedo
mostrarte la Muerte. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo y yo te lo
concederé. Pero me tendrás que pagar su precio, hermoso joven, me tendrás que
pagar su precio.
—Mi deseo es poca cosa
—contestó el joven Pescador—, sin embargo el cura se enojó conmigo y me arrojó
de su casa. Es poca cosa, pero los mercaderes se burlaron de mí y me lo
negaron. Por eso vengo a conversar contigo, a pesar que los hombres dicen que
eres mala; y sea cual sea tu precio, te lo pagaré.
—- ¿Qué necesitas? —preguntó
la bruja, acercándosele.
—- Quiero desprenderme de mi
alma —contesto— el joven Pescador.
La bruja palideció y, con un
estremecimiento, escondió su rostro en el manto azul.
—- Hermoso joven, hermoso
joven —murmuró—, esa es una cosa terrible.
Pero él sacudió sus rizos
oscuros y se echó a reír.
—- ¿De qué me sirve mi alma?
—dijo—. No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.
—- ¿Qué me darás si te lo
digo? —preguntó la bruja mirándolo con sus hermosos ojos.
—- Tengo cinco monedas de
oro para darte —contesto él—, y también mis redes, y la choza de cañas en que
vivo, y la barca en que navego. Dime solamente lo que debo hacer para
desprenderme de mi alma, y te daré todo lo que tengo.
Ella se rió burlonamente, lo rozó con la rama de cicuta, y le dijo:
—- Si yo lo desease, podría
convertir en oro las hojas del otoño, y tejer hebras de plata con los rayos de
la luna. Mi amo es más rico que todos los reyes de este mundo, y gobierna en
todos los dominios de la tierra.
—- ¿Qué te daré entonces
—dijo él—, si no esperas recibir oro ni plata?
La joven bruja le acarició los cabellos con su mano blanca y fina y sonriendo,
murmuró:
—- Tendrás que bailar
conmigo, hermoso joven.
—- ¿Sólo bailar contigo?
—exclamó el Pescador maravillado.
—- Nada más —contesto ella—
sonriendo de nuevo.
—- En cuanto se ponga el
sol, bailaremos juntos donde nadie nos vea, o donde quieras que lo hagamos
—dijo él— y después de bailar me dirás lo que quiero saber.
Ella agitó la cabeza
murmurando:
—- Cuando salga la luna,
cuando salga la luna.
Luego observó atentamente
alrededor, y atentamente escuchó. Un pájaro azul salió chillando de su nido y
se puso a describir círculos sobre las dunas; y tres pájaros pardos bostezaron
en medio de la hierba verde y áspera silbándose entre sí. No se oía más que el
susurro de las olas arrastrando las piedras pulidas de la playa. Entonces la
bruja extendió su mano, atrajo hacia sí al joven pescador y le acercó los
labios al oído:
—- Esta noche habrás de
venir a la cumbre de las colinas —susurró—. Es sábado y estará Él.
El joven Pescador se
estremeció. Ella reía, mostrando sus dientes blancos.
—- ¿Quién va a estar allí?
—preguntó.
—- Eso no debe importarte
—repuso ella—. Ven esta noche y espérame a la sombra del espino blanco... si un
perro negro te acomete, golpéalo con una rama de sauce y huirá. Y si te habla
un búho, no le respondas. Cuando la luna esté en el cenit iré a buscarte y
bailaremos juntos sobre la hierba.
—- Pero, ¿Juras decirme qué
debo hacer para desprenderme de mi alma? —- preguntó el joven Pescador.
Ella se puso al sol y el
viento agitó sus cabellos rojos.
—- Te lo juro por las
pezuñas del macho cabrío —prometió.
—- Eres la mejor de las
brujas —exclamó el Pescador—, y bailaré contigo esta noche en la cumbre de las
colinas... Hubiera preferido que me pidieras oro o plata, pero de todos modos
el precio me conviene... es poca cosa.
Se quitó la gorra, hizo una
profunda reverencia ante la mujer, y bajó corriendo de regreso al pueblo, ebrio
de alegría.
La joven bruja lo miró hasta
que el Pescador se perdió de vista. Volvió entonces a su gruta, sacó un espejo
de un cofre de cedro labrado, y lo puso en un marco.
Luego, sobre unas brasas,
quemó delante del espejo un puñado de verbena, y miró atentamente a través de
las espirales de humo. Después de unos instantes cerró los puños iracunda:
—- Debería haber sido mío
—murmuró—, soy tan hermosa como ella.
Esa noche, al salir la luna,
el joven Pescador trepó a la cima del monte, y esperó bajo las ramas del espino
blanco. Allá abajo, a sus pies, se extendía el mar como una rodela de plata
bruñida, y la sombra de las barcas de pesca moteaba la bahía de signos que
resbalaban por la luz. Un gran búho, de amarillos ojos sulfúreos, lo llamó por
su nombre... pero él no respondió. Y un perro negro lo persiguió gruñendo... él
lo golpeó con una rama de sauce y el perro huyó lanzando gañidos lastimeros.
Las brujas llegaron a
medianoche, volando por el aire como murciélagos.
—- ¡Whee-ho! —gritaban al
tocar tierra—. Aquí hay uno a quien no conocemos.
Olfateaban alrededor, charlaban entre ellas, y se hacían signos.
La joven Bruja, con su roja
cabellera al viento, llegó la última de todas. Vestía un traje de tisú de oro,
bordado con ojos de pavos reales, y un pequeño birrete de terciopelo verde en
la cabeza.
—- ¿Dónde está, dónde está?
—chillaron las brujas cuando la vieron.
Pero ella no hizo más que reír, corrió hacia el espino blanco, tomó de la mano
al Pescador y llevándolo a la luz de la luna comenzaron a bailar. Pronto todos
estaban bailando.
Giraban juntos vertiginosamente,
dando vuelta tras vuelta, y la joven Bruja saltaba tan alto que el Pescador
podía ver los tacos escarlata de sus zapatillas.
Entonces, por encima del tumulto de los bailarines, se escuchó galopar un
caballo, pero no se veía caballo alguno, y el joven Pescador tuvo miedo.
—- ¡Más rápido! ¡Más rápido!
—gritó la bruja abrazándolo por el cuello a tiempo que le exhalaba su aliento
cálido en el rostro.
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
—volvió a gritar, y la tierra parecía girar bajo los pies del Pescador, y la
cabeza le daba vueltas, y comenzó a sentirse dominado por el terror, como si lo
estuviera observando un ser maléfico. Al fin advirtió que al pie de una roca,
había una sombra que recién no estaba allí.
Era un hombre vestido de
terciopelo negro, a la manera española; tenía el rostro pálido, y sus labios
eran orgullosos como una flor roja. Estaba reclinado contra la roca, como si
estuviese muy cansado, y su mano izquierda jugaba distraída con el pomo de la
daga que pendía del cinturón. A su lado, sobre la hierba, había un sombrero
emplumado y unos guantes de montar bordados con hilos de oro. Sus manos blancas
estaban cubiertas de preciosos anillos y una capa corta le colgaba del hombro
izquierdo. El Pescador no podía verle los ojos, porque los velaban sus párpados
cansados.
El joven Pescador no podía
apartar la mirada de esta figura, como si fuese víctima de un sortilegio. Al
fin se encontraron sus ojos, que parecían seguirle dondequiera que los llevara
la danza. Entonces escuchó reír a la Bruja, y tomándola de la cintura giraron y
giraron locamente.
De pronto, un perro ladró en
el bosque, y los bailarines se detuvieron, y fueron subiendo de a dos en dos,
para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa se dibujó
levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén en el gesto, y los
ojos del hombre continuaban fijos en el joven Pescador.
—- ¡Ven, adorémoslo!
—murmuró la Bruja tironeándolo hacia arriba.
El Pescador sintió un gran deseo de hacer lo que ella le pedía, y la siguió.
Pero cuando estuvo cerca de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz,
invocando el Nombre Santo.
Al instante, las brujas
emprendieron vuelo chillando como halcones, y el rostro pálido que había estado
mirando, se contrajo en con un espasmo de dolor. El hombre se dirigió al bosque
y silbó. Un corcel con arreos de plata corrió a su encuentro. El hombre saltó
sobre la silla, se volvió, y miró tristemente, por última vez, al joven
Pescador.
La Bruja de cabellos rojos
también trató de levantar el vuelo, pero el Pescador la sujeto fuertemente por
las muñecas.
—¡Suéltame! —gritó ella—.
¡Déjame ir, porque has nombrado lo que no debería nombrarse, y has hecho el
signo que no debe verse!
—- ¡No! —replicó él—. No te
dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto.
—-¿Qué secreto? —preguntó
ella forcejeando como un gato montés y mordiéndose los labios, blancos de
espuma.
—-¡Lo sabes muy bien! —dijo
el joven.
Los ojos de la bruja, verdes
como el pasto, centellearon de lágrimas, diciendo:
—- ¡Pídeme lo que quieras, menos eso!
Pero él se echó a reír, y la
sujetó con más fuerza.
Y cuando ella vio que no
podía escapar, le susurró al oído:
—- ¿No te parece que soy tan
bella como las hijas del Mar, tan seductora como las que viven bajo las aguas
azules?
Y lo miraba cariñosamente,
acercando su rostro al del joven.
Pero el Pescador la rechazó frunciendo el ceño, mientras decía:
—- Si no cumples la promesa
que me hiciste, tendré que matarte por ser bruja falsa y mentirosa.
Ella palideció, tomando el
color gris lívido de la flor del árbol de Judas, y estremeciéndose le señaló:
—- Será como quieres. Es tu
alma y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje.
Y se descolgó del cinturón un cuchillito, con mango de piel de víbora verde,
para entregárselo. En la hoja centelleaban misteriosas runas.
—- ¿Y para qué me va a
servir esto? —preguntó el Pescador sorprendido.
Ella calló todavía por un instante y una sombra de terror le pasó por el
rostro. Luego sonrió extrañamente, sacudió su cabellera reja, y agregó:
—- Lo que los hombres llaman
la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Ponte
de pie en la playa, de espaldas a la luna, y con este cuchillo corta, desde tus
pies, tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y ordénale que se vaya. Ella así
tendrá que hacerlo.
El joven Pescador se estremeció
de placer.
—- ¿Es verdad lo que me
dices? —murmuró.
—- Es cierto, y quisiera no
habértelo dicho nunca —murmuró ella llorando, y se abrazó a sus rodillas.
Pero el Pescador la rechazó
de nuevo, y la hizo caer sobre la hierba espesa, luego se guardó el cuchillo en
el cinturón, caminó hasta el borde de la cima e inició el descenso.
Y su alma, que estaba dentro
de él y había escuchado todo, lo llamó para decirle apesadumbrada:
—- Escucha, he vivido
contigo todos estos años y siempre estuve a tu servicio. No me arrojes ahora...
¿qué mal te he hecho?
Y el joven Pescador se puso
a reír:
—- No me has hecho ningún
daño pero no te necesito. El mundo es ancho, y hay Cielo e Infierno, y esa
sombría mansión crepuscular que se extiende entre ambos.
Ve donde se te ocurra, pero
no me importunes, porque mi amor me está llamando.
El alma suplicó, plañidera,
pero el Pescador, sin hacerle caso, bajó saltando de risco en risco, tan seguro
de pies como una cabra. Por fin llegó a la playa amarillenta junto al mar.
Recio y bronceado, como una
estatua esculpida por un griego, se alzó sobre la arena, de espaldas a la luna;
y, de la espuma, surgieron, llamándolo, unos brazos blancos, y de las olas se
levantaron formas indecisas, rindiéndole homenaje.
Delante suyo, yacía su
sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás, en el aire, colgaba la luna
color miel.
Su alma todavía le dijo:
—- Si realmente quieres
echarme, no me despidas sin corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para
llevarlo conmigo.
Pero el Pescador, moviendo
la cabeza, sonrió:
—- ¿Cómo voy a amar a mi
amor si te doy mi corazón?
—- Sé generoso —insistió el
alma —, dame tu corazón, que el mundo es muy cruel y tengo miedo.
—- Mi corazón es de mi amor
—dijo él—. No seas porfiada y vete.
—- ¿Y no podré amar yo
también? —preguntó su alma.
—- ¡Ándate, te digo, yo no
te necesito para nada!
Y tomó el cuchillo con mango
de piel de víbora verde, y recortó su sombra alrededor, a partir de sus pies. Y
la sombra se irguió, y quedó en pie delante de él, y era exactamente igual a
él.
Dando un paso atrás, el
pescador se guardó el cuchillo en el cinturón, y se sintió dominado por un
temor que entraba a las honduras de su ser.
—- ¡Ahora vete! —murmuro—.
¡Que no vuelva yo a ver tu rostro!
—- No —dijo el alma—. Es
necesario que nos encontremos de nuevo —su voz era llorosa y aflautada, y sus
labios apenas se movían al hablar.
—- ¿Cómo nos encontraremos?
—dijo el pescador — ¿No estarás pensando seguirme a las profundidades del mar?
—- Todos los años vendré una
vez a este mismo lugar y te llamaré—dijo el alma—Tal vez me necesites.
—- ¿Para qué te habría de
necesitar? —protestó el joven Pescador—. En fin, haz lo que quieras.
Y se sumergió en el agua. Y
los tritones soplaron sus caracolas, y la sirenita nadó para encontrarlo, y lo
abrazó besándole en los labios.
Y el alma, de pie en la
playa solitaria, los miraba. Y cuando desaparecieron en el mar, se marchó
llorando a través de las marismas.
Cuando transcurrió un año,
el alma vino a la orilla del mar y llamó al joven Pescador. Él subió de las
profundidades, y la interrogó en tono fastidiado:
—¿Por qué me llamaste?
Y el alma respondió:
—Acércate más, para que
pueda hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.
El Pescador se acercó a la
orilla, se tendió sobre el agua, y escuchó con la cabeza apoyada en la mano.
Y el alma le refirió:
—Cuando nos separamos miré
hacia el Oriente, y caminé hacia allá, pues del Oriente viene toda la
sabiduría. Estuve caminando seis días, y al amanecer del séptimo, llegue a una
colina que se encuentra en el país de los Tártaros. Tuve que sentarme a la
sombra de un tamarindo, porque el país era seco y el calor me abrasaba. La
gente iba y venía, como moscas arrastrándose por una bandeja de cobre bruñido.
Al mediodía se levantó una nube de polvo, y apenas la divisaron los tártaros
prepararon sus arcos saltaron sobres sus caballos, y galoparon hacia ella. Las
mujeres subieron chillando a los carros, y se escondieron tras las cortinas de
fieltro.
“Los tártaros volvieron al
caer la tarde; faltaban cinco de ellos, y muchos de los que volvían estaban
heridos. Subieron a los carros y se alejaron velozmente. Cuando salió la luna,
vi los fuegos de un campamento y me dirigí hacia allá. Era una caravana de
mercaderes, sentados en sus alfombras alrededor de una fogata.
“Al acercarme, su jefe se
levantó, y desenvainando la espada, me preguntó qué quería.
“Repuse que en mi país yo
era un príncipe, y que había huido de los tártaros que me llevaban prisionero.
El jefe sonrió mostrándome cinco cabezas clavadas en varas de bambú.
“Luego me preguntó quien era
el profeta de Dios, y yo le dije que Muhammad.
"Al oírme pronunciar el
nombre del falso profeta, me tomó de la mano y me hizo sentar a su lado. Un
negro me trajo leche de yegua y un trozo de cordero asado.
"Continuamos el viaje a
la salida del sol. Yo cabalgaba en un camello al lado del jefe, y un esclavo
corría delante de nosotros agitando una lanza. Nos seguían los hombres de
armas, desplegados a uno y otro lado, y detrás las mulas con las mercancías.
“Mucho cabalgamos. Del país
de los tártaros pasamos al país de los que odian a la Luna, donde vimos los
grifos custodiando su oro sobre rocas blancas, y los dragones cubiertos de
escamas durmiendo en sus cavernas. Cuando cruzamos las montañas, conteníamos el
aliento por miedo a que las nieves cayeran encima de nosotros. Al pasar por los
valles, los pigmeos nos lanzaron flechas desde los huecos de los árboles, y
durante la noche escuchamos los tambores de los salvajes. Cuando llegamos a la
Torre de los Monos, les ofrecimos fruta, y no nos hicieron daño. Cuando
alcanzamos la Torre de las Serpientes, les ofrecimos leche tibia, y nos dejaron
pasar mirándonos con sus ojos inescrutables.
"Los señores de cada
ciudad nos exigían tributos de paso, pero no nos abrían sus puertas. Nos
arrojaban pan, pastelillos de harina cocidos en miel, y pasteles de cebada
rellenos con dátiles, desde lo alto de sus muros.
"Cuando los habitantes
de las aldeas nos veían acercar, envenenaban sus pozos y escapaban a la cumbre
de los cerros. Luchamos con los magdenses, que nacen viejos y se rejuvenecen
año tras año hasta que mueren niños; y con los lactros, que se dicen hijos de
los tigres y se pintan de negro y amarillo; y con los aurantes, que sepultan a
sus muertos en los árboles, y viven en oscuras cavernas por miedo a que el sol,
que es su dios, les quite la vida.
"Un tercio de nuestra
caravana murió peleando, y un tercio pereció de hambre. El resto murmuraba en
contra mía, diciendo que les había traído la mala suerte. Entonces tomé una
víbora de debajo de una piedra y la dejé que me mordiera. Cuando vieron que no
me pasaba nada, sintieron temor pero no me amaron.
"Tras cuatro meses de viaje agobiador, llegamos a la ciudad de Illiel. Era
de noche, y al amanecer llamamos a sus inmensas puertas. Los centinelas
preguntaron qué queríamos, y nosotros respondimos que veníamos de la isla de
Siria con gran cantidad de mercancías. Ellos nos dijeron que abrirían las
puertas al mediodía.
"Y así lo hicieron;
abrieron las puertas cuando el sol estaba en el cenit y apenas entramos acudió
la gente para vernos, y un pregonero recorrió la ciudad. Nos detuvimos en el
mercado, donde los mercaderes mostraron los lienzos encerados del Egipto, y las
telas pintadas de los Etíopes, y las esponjas purpúreas de Tiro y los tapices
azules de Sidón.
“El primer día vinieron a
comprar los sacerdotes, al segundo los nobles, y al tercero los artesanos y los
esclavos.
"Permanecimos allí toda
una luna hasta que, hastiado, me puse a vagar por las calles de la ciudad. Así
llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes vestidos de amarillo, paseaban
silenciosos entre los árboles verdes, y sobre un pavimento de mármol negro se
levantaba el palacio rosado que sirve de mansión al dios.
"Uno de los sacerdotes, me preguntó qué deseaba.
"Le respondí que quería
ver al dios.
"—El dios ha ido de
cacería —dijo el sacerdote mirándome con sus ojos oblicuos.
"—Dime a qué selva ha
ido, pues quiero cabalgar con él —repuse.
“El sacerdote peinó los
flecos de su túnica con las uñas puntiagudas, y respondió:
"—El dios está
durmiendo.
"—Dime en qué lecho, y
velaré su sueño —respondí.
"—El dios está en la
fiesta —gritó el sacerdote.
"—Si el vino es dulce,
beberé con él, y si es amargo beberé también —respondí.
"El sacerdote,
asombrado, me cogió de la mano y me condujo al templo.
"En la primera cámara
había un ídolo sentado en un trono de jaspe. Era de ébano tallado y de la
estatura de un hombre. Tenía un rubí en la frente y sus pies estaban
enrojecidos por la sangre de un cabrito recién degollado.
"Le pregunté al
sacerdote:
"—¿Es éste el dios?
"Y él me respondió:
"—Este es el dios.
"—Enséñame el dios
—grité—, o te mataré sin vacilar.
"Y le toqué la mano,
que se marchitó enseguida.
"El sacerdote me
imploró diciendo:
"—Cure mi señor a su
siervo, y le mostraré al dios.
"Le soplé en la mano
que se curó de inmediato. Temblando me condujo a un segundo aposento, donde
había un ídolo, en pie sobre un loto de jade. Era todo de marfil y del doble de
la estatura de un hombre. Tenía un crisólito en su frente, y sus pechos estaban
ungidos de mirra y cinamomo.
"Yo interrogué al
sacerdote:
"—¿Es éste el dios?
"Y él me respondió:
"—Este es el dios.
"—Enséñame el
dios—rugí—, o te mataré sin vacilar.
"Y le toqué los ojos,
que quedaron ciegos.
"El sacerdote me
suplicó diciendo:
"—Cure mi señor a su
siervo, y le mostraré el dios.
"Le soplé en los ojos,
y la vista volvió a ellos. Temblando de pavor, el sacerdote me llevó entonces a
una tercera estancia. Allí, ¡oh maravilla!, no había ídolo ni imagen alguna,
sino solamente un espejo redondo de metal, colocado encima de un altar de piedra.
"Y dije al sacerdote:
"—¿Dónde está el dios?
"Y él me contestó:
"—No hay más dios que
este Espejo, que es el Espejo de la Sabiduría. Todas las cosas del cielo y de
la tierra las refleja, excepto el rostro de quien se mira en él. No lo refleja
para que el que mire pueda ser sabio. Todos los demás espejos son espejos de la
opinión. Sólo éste es el Espejo de la Sabiduría. Quienes poseen este Espejo, lo
saben todo, y no hay nada oculto para ellos. Y quienes no lo poseen, no
adquieren la Sabiduría. Este es el dios que adoramos nosotros.
"Miré el espejo, y era
tal como él me había dicho.
"Hice entonces una cosa
muy singular... No viene al caso que te lo diga, pero en un valle que está a
sólo un día de camino, tengo escondido el Espejo de la Sabiduría. Permíteme que
vuelva a entrar en ti, para servirte, y serás más sabio que todos los sabios, y
tuya será la Sabiduría. Permíteme entrar en ti, y no habrá nadie tan sabio como
tú.
El joven Pescador se puso a
reír.
—El amor es mejor que la
sabiduría —exclamó— y la sirenita me ama.
—Te equivocas, no hay nada
mejor que la sabiduría —dijo el alma.
—El amor es mejor —repitió
el joven Pescador, y volvió a sumergirse en las honduras del mar, mientras el
alma se alejaba llorando a través de las marismas.
Cuando el segundo año hubo transcurrido, llegó el alma a la orilla del mar y
llamó
al joven Pescador. Una vez
más, éste subió de las profundidades, y pregunto:
—¿Para qué me has llamado?
Y el alma repuso:
—Acércate más, para poder
hablar contigo, porque he visto cosas maravillosas.
Y él se acercó a la orilla, y echado sobre el agua, escuchó con la cabeza
apoyada en la mano.
El alma dijo entonces:
—Cuando nos separamos, miré
hacia el Mediodía, y caminé hacia allá. Del Mediodía viene todo lo que hace Riqueza.
Seis días caminé por las sendas que conducen a la ciudad de Aster, y al
amanecer del día séptimo divisé a mis pies la ciudad, en el fondo de un valle.
"En los muros de la
ciudad hay nueve puertas, y en cada una de ellas hay un caballo de bronce que
relincha cuando los beduinos bajan de la montaña. Sus murallas están cubiertas
de cobre y en cada una de sus torres hace guardia un arquero. Cuando sale el
sol, disparan una flecha contra un gong, y al ponerse el sol tocan una bocina
de cuerno.
"Quise entrar, y los
centinelas me preguntaron quién era. Repliqué que era un derviche en camino
hacia la Meca, donde está la roca Kaaba y sobre ella hay un velo negro con El
Corán bordado en letras de oro por mano de los ángeles. Ellos quedaron
maravillados y me rogaron que entrara.
"Dentro de esa ciudad,
es todo un bazar. ¡Lástima que no estuvieras conmigo! Los mercaderes se sientan
en el umbral de sus tiendas sobre tapices de seda. Tienen barbas negras, y
turbantes cubiertos de broches de oro. Algunos venden gálbano y nardo, y
extraños perfumes de las Indias, y aceite de rosa, y jugo cristalizado de las
hojas de un árbol, y florecillas de clavero de olor. Otros venden brazaletes de
plata incrustados de turquesas azules, y colgantes de perlas, y garras de tigre
engarzadas en oro, y arracadas de esmeralda, y anillos de jade. De las casas de
té llega el sonido del laúd, y los fumadores de opio, con sus blancos rostros
sonrientes, miran pasar a los viandantes.
“Es una lástima que no
estuvieras conmigo. Los vendedores de vino llevan grandes pellejos negros a la
espalda. Casi todos venden vino de Chiraz, que es dulce como la miel. Y lo
sirven en tacitas de metal, con pétalos de rosas. Un día, vi pasar por allí un
elefante. Llevaba el cuerpo pintado con bermellón y cúrcuma. Se paró frente a
una de las tiendas, y se puso a comer naranjas mientras el dueño reía. ¡Qué
gente tan extraña! Cuando están contentos, van donde un vendedor de pájaros,
compran un centenar de ellos y los dejan libres, para aumentar su alegría; y cuando
están tristes, se azotan con espinos, para que su tristeza sea mayor.
“Es de verdad una pena que no estuvieses conmigo. En la fiesta de la Luna Nueva
el joven Emperador salió de su palacio para ir a rezar a la mezquita. Llevaba
la barba y los cabellos cubiertos con pétalos de rosas, y las mejillas
cubiertas con oro pulverizado.
"Salió de su palacio al
amanecer con una vestidura de plata; y al atardecer, volvió con otra vestidura
de oro. La gente se arrojaba al suelo, ocultando sus rostros; excepto yo, que
no quise imitarlos. Me mantuve de pie, junto al mesón de un vendedor de
dátiles, esperando.
"Al verme, el Emperador
se detuvo. Pero yo continué inmóvil, sin rendirle homenaje. La gente se
maravilló de mi audacia, y me aconsejaron que huyera de la ciudad. Pero no les
hice caso, y fui a sentarme con los vendedores de dioses extranjeros, que por
su oficio, son abominados. Cuando les dije lo que había hecho, me regalaron
dioses, pero me suplicaron que me alejase de ellos.
"Aquella noche,
mientras dormía entre almohadones, en una casa de té que hay en la calle de las
Granadas, entraron los guardias del Emperador y me llevaron al palacio. Apenas
entré cerraron las puertas y las aseguraron con cadenas. Al interior había un
vasto patio, los muros eran de alabastro blanco, adornados con azulejos verdes
y azules. Las columnas eran de mármol verde, y el pavimento de un mármol color
damasco. Nunca había visto nada similar.
"Cuando atravesé el
patio, dos mujeres veladas me maldijeron desde una galería. Los guardias
abrieron una puerta de marfil labrado, y me encontré en un patio dispuesto en
siete terrazas. Estaba lleno de maceteros con tulipanes, girasoles y áloes. Al
centro se abría un surtidor de agua rodeado de cipreses que eran como antorchas
apagadas, y en cada uno de ellos cantaba un ruiseñor.
"Al acercarnos a un pequeño pabellón que se levantaba al extremo del
jardín, salieron dos eunucos a encontrarnos. Sus cuerpos obesos se balanceaban
al caminar, y me miraban de soslayo, con ojos de párpados amarillentos.
"Entonces, el capitán
de la guardia me indicó la entrada del pabellón. Entré apartando la cortina.
"El joven Emperador
estaba reclinado sobre un lecho cubierto de pieles de león. Detrás de él se
erguía un nubio, desnudo hasta la cintura, con turbante de bronce y pesados
aretes. Encima de una mesa, al lado del lecho, descansaba un gran alfanje de acero.
"Cuando me vio el
Emperador frunció el ceño, y me dijo:
"—¿Cuál es tu nombre?
¿Acaso no sabes que soy el Emperador de esta ciudad?
"Pero yo no le contesté.
"Entonces el Emperador
señaló la cimitarra con el dedo, y el nubio la empuñó y abalanzándose sobre mí,
me asestó un tajo terrible. La hoja pasó zumbando a través de mi cuerpo, pero
no me hizo daño alguno. El verdugo rodó por tierra, y al levantarse sus dientes
castañeteaban de terror. Corrió a protegerse tras el lecho.
"El joven Emperador se
levantó, tomó una lanza, y la arrojó contra mí. Pero yo la cogí al vuelo y la
quebré en dos pedazos. Entonces él me disparó una flecha, pero levanté las
manos y la detuve en el aire. Luego desenvainó una daga, y apuñaló la garganta
del nubio, para que no pudiese contarle a nadie la afrenta que había recibido.
El esclavo se retorció como una serpiente, y la roja espuma roja le salió a
borbotones entre los labios.
"Al verlo ya muerto, el
Emperador se volvió hacia mí, y después de secarse el sudor con una toalla de
seda carmesí, me dijo:
"—¿Eres acaso un
profeta, que no puedo herirte, o el hijo de un profeta, que no puedo dañarte?
Te ruego que salgas de mi ciudad esta noche, porque mientras estés aquí, yo ya
no seré el Señor.
"Y yo le respondí:
"—Quizás acepte
marcharme, pero a cambio de la mitad de tus tesoros. Dame la mitad de tus
tesoros y me iré de tu ciudad.
"El Emperador me cogió
de la mano y me guió fuera del jardín. Cuando me vio el capitán de la guardia,
se maravilló. Cuando los eunucos me vieron, les tiritaron las rodillas y
cayeron al suelo.
"Hay en el Palacio una
habitación que tiene ocho paredes de pórfido rojo, y un techo artesonado de
bronce, del que cuelgan las lámparas. El Emperador tocó una de las paredes y
ésta se abrió. Bajamos entonces por un corredor iluminado por antorchas. En
nichos, a uno y otro lado, había grandes cántaros, llenos hasta el borde de
monedas de plata. Cuando llegamos al centro del corredor el Emperador dijo la
palabra que no puede ser dicha, y giró una puerta de granito. El se cubrió el
rostro con las manos, por temor a que sus ojos quedaran deslumbrados.
"No puedes imaginarte
qué sitio tan maravilloso. Había grandes conchas de tortuga rebosantes de
perlas, y selenitas de gran tamaño amontonadas con rubíes rojos. El oro estaba
almacenado en arcas de piel de elefante, y el oro en polvo en botellas de cuero
de bestias marinas. Había ópalos y zafiros; los primeros en copas de cristal,
los segundos en copas de jade. Ordenadas en bandejas de marfil había esmeraldas
verdes, y en un rincón grandes sacos de seda, unos con turquesas y otros con
berilos. Y aún no he podido decirte ni la décima parte de lo que allí había.
Cuando el Emperador apartó las manos de su rostro, me expreso:
"—Este es mi tesoro, y tal como te prometí, la mitad de él es tuya. Y te
daré camellos y camelleros para que lleves tu parte a cualquier lugar del mundo
que se te antoje. Y todo quedará hecho esta misma noche, pues no quiero que el
Sol, que es mi padre, vea que en mi ciudad hay un hombre al que no puedo matar.
"Pero yo le respondí:
"—El oro que hay aquí
es tuyo, y también es tuya la plata, y tuyas las piedras preciosas. No los
necesito para nada, ni aceptaré otra cosa tuya que ese anillo que llevas en el
dedo.
"Y el Emperador frunció
el ceño y exclamó:
"—Es una sortija de
plomo, sin ningún valor. Toma la mitad del tesoro y vete.
"—No —repliqué—, sólo
aceptaré ese anillo de plomo, porque sé muy bien lo que hay escrito por dentro,
y con qué fin.
"Y el Emperador tembló,
y me imploró, diciendo:
"—Toma el tesoro
entero, pero ándate de mi ciudad. La mitad mía también será tuya.
"Y entonces hice una
cosa muy singular... Pero no importa lo que hice, porque en una gruta, que está
sólo a un día de camino, tengo escondido el Anillo de la Riqueza. Un día de
marcha nada más. Quién posee ese anillo es más rico que todos los reyes de la
tierra. Ven, tómalo, y todas las riquezas del mundo serán tuyas.
Pero el joven Pescador se
echó a reír:
—El amor es mejor que la
riqueza —exclamó—, y la sirenita me ama.
—No, no hay nada mejor que
la riqueza —insistió el alma.
—El amor es mejor—replicó el
joven Pescador.
Y volvió a hundirse en las
profundidades, mientras el alma partía llorando a través de las marismas.