Al pie de la Biblia abierta
-donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las
cartas: a su mujer, al juez, a los amigos.
Después bebió el veneno y se
acostó.
Nada. A la hora se levantó y
miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro!
Recargó la dosis y bebió
otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría.
Entonces disparó su revólver
contra la sien.
¿Qué broma era ésa?
Alguien -¿pero quién,
cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos
de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la
Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel,
mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la
cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en
las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su
licitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de
hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas
de la ciudad incendiada.
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