Una mañana se levantó y fue
a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando
volvió, le dijo la madre:
-El amigo se murió.
-Niño, no pienses más en él
y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el
quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas.
«Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el
camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo
no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño
no quería entrar a cenar.
-Entra, niño, que llega el
frío -dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el
niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el
camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca,
la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó
buscándole toda la noche.
Y fue una larga noche casi
blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el
niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños
son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada».
Lo tiró todo al pozo, y
volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo:
«Cuánto ha crecido este niño,
Dios mío, cuánto ha crecido»
Y le compró un traje de
hombre, porque el que llevaba le venía muy corto. .
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