Una mancha de sangre en la
nieve. Eso era todo lo que había quedado después de que mí compañero hirió de
un disparo al oso, y éste escapó. Pero aquella cacería no podía terminar allí,
así es que nos reunimos en el bosque para tomar una decisión.
—¿Qué es más conveniente?
—les preguntamos a los cazadores de osos—. ¿Esperar unos días hasta que la
fiera regrese a su guarida o ir de inmediato en su búsqueda?
—En este momento sólo
lograríamos asustarlo. Hay que dejar que se tranquilice
—opinó un anciano montero,
que llevaba muchos años persiguiendo la caza en los montes.
—Yo no veo inconveniente en
perseguirlo ahora —rebatió Demian, y la discusión siguió.
—Con toda la nieve que ha
caído, no podrá ir muy lejos —dije—. Lo alcanzaré esquiando.
Mi compañero no estuvo de acuerdo conmigo y aconsejó esperar. Pero yo estaba impaciente:
Mi compañero no estuvo de acuerdo conmigo y aconsejó esperar. Pero yo estaba impaciente:
—No discutamos más. Hagan lo
que quieran y yo me iré con Demian siguiendo las huellas del oso. Será
magnífico si logramos acorralarlo, y si no lo conseguimos no perderemos nada.
Tal como lo afirmé lo
hicimos. Mientras mi compañero y los demás hombres subieron a los trineos para
regresar a la aldea, Demian y yo revisamos bien las escopetas y, alzando el
cuello de nuestras chaquetas forradas en piel, nos adentramos en el bosque.
El tiempo era apacible y
frío, pero resultaba difícil avanzar con los esquíes, ya que la nieve estaba
blanda y esponjosa. A poco andar encontramos las huellas del oso, que en
algunos trechos daba la impresión de haberse hundido hasta la barriga. Más
adelante, las huellas se internaban en una espesura formada por abetos.
—No conviene ir tras estas huellas —dijo Demian, deteniéndose—. Pienso que el oso va a refugiarse aquí, y es mejor que demos un rodeo. Tratemos de no hacer ruido para no asustarlo.
—No conviene ir tras estas huellas —dijo Demian, deteniéndose—. Pienso que el oso va a refugiarse aquí, y es mejor que demos un rodeo. Tratemos de no hacer ruido para no asustarlo.
Dimos vuelta hacia la
izquierda, deslizándonos sigilosamente, y más o menos cincuenta pasos más
adelante tropezamos nuevamente con las huellas. Nos miramos sorprendidos. Ahora
éstas desembocaban en un sendero. Nos paramos allí para ver en qué dirección
debíamos seguir; y observamos que en algunos lugares se notaban las huellas del
animal muy marcadas en la nieve, y en otros sólo se distinguían las de un
rústico calzado de corteza de abedul, propio de un campesino.
Recorrimos cerca de dos kilómetros, guiados por las huellas del oso, y éstas se alejaron del bosque y fueron en sentido contrario.
Recorrimos cerca de dos kilómetros, guiados por las huellas del oso, y éstas se alejaron del bosque y fueron en sentido contrario.
—¡Son de otro oso! —grité.
—No, señor; son del mismo
—replicó Demian, examinando las patas marcadas en la nieve
—Se desvió del
camino, y nos ha engañado andando hacia atrás.
Me resultaba muy difícil aceptar esa teoría; sin embargo, comprobé que era verdad. El oso había dado más de setenta pasos al revés, y de pronto volvió a caminar de frente.
Me resultaba muy difícil aceptar esa teoría; sin embargo, comprobé que era verdad. El oso había dado más de setenta pasos al revés, y de pronto volvió a caminar de frente.
—Lo acorralaremos. El
pantano es su único escondite —aseveró Demian.
Nos adentramos en un tupido bosque de abetos. Yo principié a cansarme, a tropezar con algunos troncos o arbustos, y los esquíes se me torcían. Los de Demian, en cambio, daban la sensación de deslizarse solos, sin enredarse jamás. Así rodeamos el pantano, hasta que él se detuvo, haciendo señas de que me acercara.
Nos adentramos en un tupido bosque de abetos. Yo principié a cansarme, a tropezar con algunos troncos o arbustos, y los esquíes se me torcían. Los de Demian, en cambio, daban la sensación de deslizarse solos, sin enredarse jamás. Así rodeamos el pantano, hasta que él se detuvo, haciendo señas de que me acercara.
—Observé esa urraca —me
indicó—. Sus graznidos anuncian la proximidad del oso. Las urracas perciben su
olor desde lejos.
Recorrimos otros dos
kilómetros y reencontramos la antigua pista. Esto significaba que habíamos dado
vueltas alrededor del sitio donde el oso se escondía. Por fin nos detuvimos, y
yo me desabotoné la chaqueta y me despojé de mi gorro. Me sentía acalorado y
sudoroso.
Es necesario descansar
—aconsejó Demian, enjugándose la transpiración de la cara; sus mejillas estaban
rojas.
Nos sentamos sobre los
esquíes y sacamos el pan que llevábamos en los morrales. A través de los
árboles se filtraba la puesta de sol. Comimos un poco de nieve, y luego el pan,
que me pareció lo mejor que había comido en muchos años. Poco después bajaron
las sombras del anochecer.
—¿Estaremos muy lejos de la
aldea? —pregunté.
—Más o menos a unos
dieciocho kilómetros.
Demian improvisó un lecho
con ramas de abeto y nos tendimos allí, con las manos bajo la cabeza en
reemplazo de las almohadas. Ignoro el momento en que me dormí, y caí en un
sueño tan profundo que al despertar no supe en qué lugar me hallaba.
Vi que todo deslumbraba alrededor, y entre los ramajes, que formaban una bóveda por encima de mí, titilaban pequeñas luces multicolores. Pasado un rato me acordé de que estábamos en el bosque, y que eran las estrellas las que resplandecían en lo alto.
Vi que todo deslumbraba alrededor, y entre los ramajes, que formaban una bóveda por encima de mí, titilaban pequeñas luces multicolores. Pasado un rato me acordé de que estábamos en el bosque, y que eran las estrellas las que resplandecían en lo alto.
Desperté a Demian y sin
pérdida de tiempo reanudamos la marcha. El silencio era tan denso, que
únicamente se oía el sonido de nuestros esquíes resbalando por la nieve, y el
leve golpe de una rama, o el crujido de un árbol, retumbaba por el bosque
entero. De repente percibí un movimiento muy próximo y pensé que era el oso.
Pero sólo descubrimos las pequeñas huellas de una liebre.
Ya en el camino, nos
quitamos los esquíes y los arrastramos. Se deslizaban fácilmente, sin que
hiciéramos ningún esfuerzo. Plumillas muy finas de escarcha flotaban sobre
nuestras caras, y cientos de estrellas parecían bajar hacia nosotros,
encendiéndose y apagándose, dando la sensación de un constante vaivén en el
cielo.
Al llegar a la casa que habitábamos en la aldea, mi compañero estaba en cama, disponiéndose a dormir. No dejé que lo hiciera sin antes contarle la persecución del oso y dar órdenes para que nos reuniéramos todos a primera hora del nuevo día. Después, Demian y yo cenamos y me fui a acostar.
Al llegar a la casa que habitábamos en la aldea, mi compañero estaba en cama, disponiéndose a dormir. No dejé que lo hiciera sin antes contarle la persecución del oso y dar órdenes para que nos reuniéramos todos a primera hora del nuevo día. Después, Demian y yo cenamos y me fui a acostar.
Me sentía tan agotado, que
habría dormido la mañana íntegra si mi compañero no me hubiese despertado. Él
ya se había vestido y estaba preparando su escopeta.
—Demian ya se fue al bosque
y se llevó a los monteros —me comunicó—. Lo dispuso todo para acorralar al oso.
Me lavé y me vestí con
prisa, cargué mis escopetas, y nos instalamos en el trineo.
Anduvimos casi cinco kilómetros y divisamos la columna de humo que surgía desde la parte baja del bosque, y al grupo de hombres y mujeres armados de estacas. Nos bajamos del trineo y nos acercamos. Demian estaba con ellos, y asaban unas papas, mientras conversaban alegremente. Al vernos, todos se pusieron de pie y Demian dio las instrucciones. Se trataba de ir componiendo un círculo alrededor del terreno que nosotros habíamos recorrido el día anterior. Unas treinta personas, hombres y mujeres, asintieron, y se internaron en el bosque en una larga fila. Mi compañero y yo fuimos detrás de ellos.
Anduvimos casi cinco kilómetros y divisamos la columna de humo que surgía desde la parte baja del bosque, y al grupo de hombres y mujeres armados de estacas. Nos bajamos del trineo y nos acercamos. Demian estaba con ellos, y asaban unas papas, mientras conversaban alegremente. Al vernos, todos se pusieron de pie y Demian dio las instrucciones. Se trataba de ir componiendo un círculo alrededor del terreno que nosotros habíamos recorrido el día anterior. Unas treinta personas, hombres y mujeres, asintieron, y se internaron en el bosque en una larga fila. Mi compañero y yo fuimos detrás de ellos.
No era fácil avanzar de este
modo por aquel sendero. No obstante, caminamos así más de dos kilómetros. De
pronto vi a Demian que se aproximaba esquiando, haciendo gestos para que nos
reuniéramos con él. Obedecimos, y entonces nos señaló nuestros respectivos
puestos.
Ocupé el lugar indicado y
miré en torno a mí. Hacia mi costado izquierdo se extendía una arboleda de
abetos muy altos, pero no tupidos, entre los cuales era posible observar hasta
una gran distancia. Allí divisé a uno de los cazadores. Delante de mí había un
bosquecillo de abetos nuevos, no más altos que un hombre de regular estatura;
sus débiles ramas se doblaban bajo el peso de la nieve. En medio de ese
bosquecillo descubrí un senderito angosto, que venía a desembocar precisamente
donde yo estaba. A mi derecha, los abetos formaban una espesura, detrás de la
cual había una pradera, y allí se hallaba mi compañero.
Calmadamente revisé mis escopetas, les quité los seguros, y busqué el lugar preciso donde ubicarme. A pocos pasos vi un pino enorme y decidí colocarme junto a él. Hundiéndome en la nieve, caminé hasta el árbol y en seguida aplané el suelo bajo mis pies, preparando mi pequeño fuerte de batalla. Sostuve una de las escopetas en la mano y la otra la dejé apoyada contra el pino. Luego, desenvainé y envainé mi puñal, comprobando que, de ser necesario, podría hacer estos movimientos sin la menor dificultad. Repentinamente escuché los llamados de Demian: —¡Alerta! ¡Alerta...! ¡Todos alerta!
Calmadamente revisé mis escopetas, les quité los seguros, y busqué el lugar preciso donde ubicarme. A pocos pasos vi un pino enorme y decidí colocarme junto a él. Hundiéndome en la nieve, caminé hasta el árbol y en seguida aplané el suelo bajo mis pies, preparando mi pequeño fuerte de batalla. Sostuve una de las escopetas en la mano y la otra la dejé apoyada contra el pino. Luego, desenvainé y envainé mi puñal, comprobando que, de ser necesario, podría hacer estos movimientos sin la menor dificultad. Repentinamente escuché los llamados de Demian: —¡Alerta! ¡Alerta...! ¡Todos alerta!
De inmediato se oyeron las
voces que contestaban:
—¡Alerta! ¡Alerta todos!
El oso se encontraba dentro
de aquel extenso círculo, del que brotaban voces y gritos. Yo continuaba
sosteniendo la escopeta, inmóvil, en silencio, sintiendo latir mi corazón y un
escalofrío que recorría mi espalda. Pensaba: "lo veré aparecer y apuntaré,
apretaré el gatillo... y se desplomará..."
Fue entonces cuando oí un
ruido sordo, como si se hubiera producido un derrumbe en la nieve. Dirigí la
mirada hacia los abetos más altos, y entre la arboleda, a unos cincuenta pasos,
distinguí un bulto negro de gran tamaño. Esperé a que se aproximara un poco más
y apunté. La mole giró en ese minuto, mostrándose de lado. Era un oso de
estatura impresionante. Le disparé, pero la bala hizo blanco en un árbol, y a
través del humo logré ver al animal que corría a esconderse en la espesura. Me
desanimé. Pensé que había desperdiciado mi mejor oportunidad, ya que el oso no
regresaría allí y lo cazarían los monteros. Sin embargo, cargué otra vez la
escopeta. De pronto, cerca del sitio que ocupaba mi compañero, escuché los
gritos de una mujer:
—¡Aquí..! ¡Está aquí!
¡Apúrense...!
Miré hacia allá y vi a
Demian que corría por el senderito hasta llegar junto a mi compañero. Le
señalaba una dirección con un bastón de los esquíes. Él disparó hacia el punto
indicado. Pensé: "Si no lo mata ahora, el oso regresará a su guarida y no
lo sacaremos de ahí". En aquel momento, intempestivamente, percibí el
jadeo de la fiera. Se precipitaba por un caminillo entre los abetos, igual que
un torbellino, levantando remolinos de nieve. Venía directamente hacia mí, con
una mancha roja en su inmensa cabeza y los ojos extraviados, enceguecidos de
terror. Disparé teniéndolo casi encima, e inexplicablemente no di en el blanco.
El animal siguió en su enloquecida carrera y yo incliné mi escopeta y volví a
disparar.
Lo había herido. El oso
irguió la cabeza y mostrándome los dientes saltó sobre mí. Pero yo alcancé a
coger la otra escopeta antes de que me derribara y traté de incorporarme.
Cuando hice este esfuerzo comencé a ahogarme. Estaba aplastado por un peso
terrible, y percibía un vaho caliente y un olor intenso a sangre. El animal
tenía mi cara entre sus fauces, y las patas delanteras se apoyaban en mis
hombros, inmovilizándome. Sentí que me hundía los dientes de arriba en la
frente, en el nacimiento del pelo, y los inferiores debajo de los ojos, y que
los iba apretando. Tuve la sensación de que me estaban cortando la cabeza con
varios cuchillos, y pensé que era inútil luchar, que llegaba mi fin. Y
repentinamente el tormento cesó. El oso había escapado.
—¿Qué pasó? —pregunté,
confundido.
Me explicaron que cuando
Demian y mi compañero vieron que la fiera me atacaba, acudieron a socorrerme.
Mi amigo tropezó y cayó, y Demian, que no llevaba escopeta, llegó sin más arma
que un bastón de los esquíes, gritando:
—¡El oso atacó al señor!
¡Vengan todos! ¡El oso atacó al señor!
Igual que si hubiera
entendido, el animal me soltó y emprendió la fuga.
Ayudado por Demian, me puse
de pie. En la nieve había un charco grande de sangre. Mi compañero me examinó
las heridas y las cubrieron con nieve.
—¿Hacia dónde escapó?
—averigüé.
—¡Aquí...! ¡Aquí está! —fue
la respuesta.
En efecto, la fiera volvía,
sin duda con la intención de atacarme otra vez. Pero al ver a tanta gente se asustó,
y desapareció sin darnos tiempo para disparar. Pensé en continuar la cacería,
pero empezó a dolerme mucho la cabeza, y la determinación unánime fue regresar
a la aldea.
Un médico me curó y sané
rápidamente, así es que pasado un mes partimos a cazar al mismo oso. Sin
embargo, pese a mi obstinación, no logré matarlo. Fue Demian quien lo hizo.
Era un oso enorme, con una
piel magnífica. Todavía lo conservo, disecado, en mi biblioteca. De mis heridas
sólo quedan algunas marcas en mi
frente.
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