Allá donde empiezan los
primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del
mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de
profundas quebradas y bosques impenetrables. En un aislamiento casi absoluto,
lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano,
vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de
árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtense en pequeñas
carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.
Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las
quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que
hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel. Dos veces en el
mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y
avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las
montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la
anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas
boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los
artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días,
en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos
abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos
semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la
silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en
la montaña. Además del despacho del fundo, pueden los dueños de las boletas
canjearlas por mercaderías en el negocio de El Chispa, ubicado en el cruce de
dos caminos en el corazón mismo de la sierra. El propietario, un hombre fornido
y membrudo, de atezado rostro y ojos de mirada astuta, había sido un famoso
cuatrero que por mucho tiempo fue el terror de los pobladores de Nahuelbuta,
donde el temible personaje estableciera su guarida.
Un día, una noticia
sensacional se esparció por los campos devastados por las depredaciones del
bandido. Súpose que éste había abandonado sus criminales actividades para
ganarse honradamente la vida. Lo que quedó ignorado fueron los móviles que lo
indujeron a tomar esta resolución, pues el interesado guardaba al respecto la
más absoluta reserva. Sólo unos pocos conocieron la causa, que no era otra que
un acuerdo, o mejor dicho, un tratado de paz y amistad celebrado entre el
cuatrero y el dueño del fundo más importante de la región. Por este convenio el
primero garantizaba al segundo, mediante su autoridad e influjo con los del
oficio, la integridad y seguridad de los ganados de la hacienda. Ningún
atentado se cometería contra ellos, obteniendo en cambio de este servicio un
pedazo de terreno para edificar su vivienda, y el olvido y la impunidad por los
delitos que tenía pendientes con la justicia. Como para poder cumplir con
eficacia el acuerdo era indispensable no perder el contacto con los ex
camaradas en activo ejercicio, la casa de El Chispa pasó a ser el punto de
reunión y de refugio de los ladrones de animales que infestaban aquellas
tierras. Este hecho no lo ignoraba la justicia, pero el protector del bandido
era tan omnipotente y sus influencias tan poderosas, que no había nadie
bastante osado para ponerle a este último la mano encima. Si algún funcionario
policial, exasperado por las denuncias y clamoreo de las víctimas, se decidía a
vigilar la madriguera, muy pronto recibía de su superior jerárquico una orden
terminante y conminatoria para dejar en paz al cuatrero. Los caminantes que
cruzaban la sierra, jinetes, carreteros y conductores de ganado acostumbraban
detenerse en la casa de El Chispa, ya sea para comer y beber o para descansar
de la fatiga de la marcha. Pero los parroquianos más asiduos eran los
madereros, que en su mayoría dejaban ahí el producto íntegro de su trabajo.
Para atraer la clientela organizaba rifas de comestibles y licores con el
acompañamiento obligado del canto y el baile. Mas, la fiesta que mayor éxito
alcanzaba era la celebración del velorio de un angelito. Cuando moría en la
montaña un niño de corta edad, sus padres lo llevaban a casa de El chispa,
quien mediante el pago de algunas monedas quedaba dueño del cadáver hasta el
instante del entierro, que tenía lugar tres o cuatro días después del
fallecimiento. Durante este intervalo se cantaba, se bailaba y se bebía en
torno de la criatura, no interrumpiéndose la orgía sino cuando el estado de
descomposición de los restos hacía indispensable proceder a la sepultación
inmediata.
Al atardecer de un día de
diciembre, cálido y luminoso, la casa de El Chispa rebosaba de gente:
celebrábase con gran pompa el velorio de un angelito. En la pieza contigua al
negocio, sobre una mesa cubierta con profusión de flores de papel, y alumbrado
por cuatro velas de sebo sujetas al gollete de otras tantas botellas vacías,
estaba extendido el cadáver de un niño de dos años. Tenía las manos cruzadas
sobre el pecho, encima de la blanca mortaja, adornada con cuentas de vidrio,
cintas y dibujos hechos con finas hojas de papel metálico llamado esmalte.
Aunque la tela por el prolongado uso ostentaba un tinte amarillento, la
funeraria prenda era el orgullo de El Chispa y la admiración de todos por la
verdad y riqueza de sus ornamentos.
Desde temprano las cuerdas
del arpa y la guitarra no habían cesado de resonar bajo la presión de los dedos
nudosos de las cantoras viejas, de rostros secos y apergaminados, que con sus
voces chillonas entonaban la canción del angelito que se va glorioso al cielo.
El humo de los cigarros y el polvo que levantaban los bailarines, zapateando
briosos en el suelo de tierra apisonada, oscurecían la atmósfera de la
habitación que se hacía estrecha para contener a los numerosos asistentes al
velorio. Enormes vasos de licor circulaban de mano en mano, y a medida que los
efectos de la embriaguez iban acentuándose, la animación y el bullicio crecían
en proporción ascendente.
Cuando estallaba alguna
disputa y el ruido y la algazara subían de punto, acudía presuroso El Chispa,
bastando las más de las veces su sola presencia para apaciguar los ánimos exaltados.
De carácter autoritario y violento, siempre reprimió con mano de hierro todo
conato de desorden dentro de su vivienda. Además, el prestigio que le daban sus
hazañas era tan considerable, que nadie se atrevía a protestar de su rudeza ni
de los medios expeditivos que ponía en práctica para zanjar las discordias
entre sus parroquianos.
Entre los concurrentes a la
fiesta llamaba la atención, por la bulliciosa alegría que exteriorizaba, un
joven maderero de estatura mediana, ojos verdes y cabellos castaños que
contrastaban con el oscuro tinte del rostro requemado por el sol. Llamábanle El
Chucao por la perfección con que imitaba a esta vocinglera avecilla de la
montaña. Vestía blusa y pantalones de burda tela y cubríase el busto con la
inseparable manta rayada de verde, de azul y de encarnado. Ese mozo que tan
alegre se mostraba era el padre del angelito y en su calidad de tal gozaba de
ciertos derechos sancionados por la costumbre. Uno de los más importantes era
beber gratuitamente, y de tal manera había usado de esta franquicia que, al
caer la noche, el alcohol ingerido en exceso produjo un cambio notable en la
naturaleza tímida y apática del maderero. Su carácter huraño y silencioso se
tornó con la embriaguez pendenciero y alborotador, y de tal modo estorbó con su
actitud agresiva la armonía del jolgorio que el dueño de casa, cansado de la
acción perturbadora del ebrio, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta la
carretera donde lo derribó, aturdido, de un puñetazo.
La luna brillaba en el cielo
tachonado de estrellas cuando El Chucao recobró el conocimiento. Se incorporó
con el rostro vuelto hacia la casa, que destaca su techumbre de totora y sus
paredes de barro bañadas por el suave y lechoso resplandor que fluía de lo
alto. Los sones del arpa y la guitarra y las roncas y cansadas voces de las
cantoras resonaban en el silencio de la noche, despertando lejanos ecos en lo
hondo de las quebradas.
El sitio de la fiesta había
cambiado de ubicación, trasladándose la concurrencia a la ramada construida detrás
del edificio. Alrededor de la rústica mesa, iluminada por algunos faroles de
papel, los asistentes al velorio comían y bebían con gran algazara, atendidos
por El Chispa y algunas mujeres que servían con diligencia a los comensales.
El bullicio y el olor de las
viandas despejaron el cerebro entorpecido del maderero. El recuerdo de la
injuria que acababa de sufrir concluyó de aclarar sus ideas, y levantándose
trabajosamente caminó dando traspiés en dirección de la casa. En el fondo de su
conciencia un sentimiento confuso, mezcla de miedo y de terror, comenzaba a
dominarle, impulsándolo hacia adelante. Sin hacer ruido, apoyándose en la
pared, llegó hasta la puerta del cuarto donde se velaba el angelito; empujóla
despacio y asomó su cabeza al interior. Un gran silencio reinaba en la
habitación, interrumpido apenas por el chisporroteo de las velas que iluminaban
la mesa donde yacía la criatura, abandonada en ese instante por sus celosos
guardadores.
El maderero aguzó el oído y escudriñó
todos los rincones del cuarto. Por la puerta entreabierta que daba al patio se
oía el ruido de las voces de los que estaban en la ramada. En las verdes
pupilas del labriego fulguró una llama repentina. Acababa de germinar en su
cerebro, excitado por el alcohol, una idea audaz y descabellada que puso en
práctica al instante. Avanzó de puntillas hacia la mesa y cogiendo el cadáver
del pequeñuelo lo colocó bajo la manta, deslizándose en seguida fuera de la
pieza, rápido y silencioso como una sombra. A cincuenta metros de la casa
abríase la ancha sima de una profunda quebrada. Cuando el fugitivo llegó al
borde se dejó escurrir por la pendiente hasta tocar el fondo cubierto por la
espesa maraña de las quilas, a través de las cuales se deslizaba la rumorosa
corriente de un arroyo. Siguiendo la ruta descendente del agua, el montañés,
con la expedición queda el hábito, anduvo un largo trecho bajo la espesura. De
pronto percibió un lejano clamoreo. Se detuvo indeciso y temeroso, pues
comprendió que aquellos gritos significaban que el robo había sido descubierto
y que muy pronto atraería sobre su persona la encarnizada persecución del
cuatrero y sus amigos, que no le perdonarían jamás haberles aguado la fiesta de
tan extraña manera. Pero muy pronto se tranquilizó: la quebrada en plena noche
era un asilo inviolable y sería, a esas horas, una locura buscarle allí.
Al desembocar en un claro
tenuemente iluminado por los rayos de la luna, que se filtraban a través del
follaje, se detuvo para descansar. Sacó de debajo de la manta el rígido cuerpecillo
de la criatura, lo puso en el suelo y se tendió a su lado sobre la mullida
hierba. Un minuto más tarde dormía profundamente con el sueño pesado de la
fatiga y de la embriaguez.
El sol estaba bastante alto
en el horizonte cuando el maderero se despertó. Su primer impulso fue bajar
hasta el cauce y sumergir en el agua fresca y cristalina el afiebrado rostro.
Cuando hubo apagado la sed ardiente que le abrasaba las fauces, sus ojos se
fijaron con sorpresa y temor en la criatura.
Lentamente fue recordando y,
a medida que los detalles de las escenas iban precisándose en su memoria,
mayores eran su desconcierto y su inquietud. La sustracción del cadáver fue un
acto ejecutado sin premeditación, un impulso súbito de venganza llevado a cabo
sin pensar en las consecuencias. Ahora comprendía claramente que se había
metido en un malísimo negocio del cual era conveniente zafarse a la brevedad
posible. Pero, la necesidad ineludible de arrostrar la ira de El Chispa, tan
gravemente ofendido, llenaba su alma de temor y vacilación.
Un largo cuarto de hora torturó su cerebro buscando la manera de salir del paso
y sólo encontraba una solución aceptable: presentarse ante El Chispa y poner en
sus manos la criatura. Recibiría, sin duda, algunos golpes, pues el cuatrero no
era hombre de dejar sin castigo tamaño desacato, pero también estaba seguro de
que el bandido vería con buenos ojos esta devolución que iba a permitirle
reanudar la fiesta que tan espléndidas ganancias le producía.
Cuando, después de pesar el
pro y el contra, hubo adoptado esta resolución, su vista se posó con fría
indiferencia en el blanco objeto que yacía sobre la yerba. Transcurrió un
instante de muda contemplación y, de pronto, sus miradas se animaron con un
fulgor repentino. El menudo y pálido rostro donde la muerte había impreso su
honda huella, estaba circundado por una aureola de sedosos y ensortijados rizos
de color de oro. En sus ojos cerrados por el eterno sueño y en sus manitas
cruzadas sobre el pecho, había una tan dulce y serena quietud que el maderero
sintió que algo confuso se removía en lo más recóndito de su ser. Como un
torrente que desborda su cauce, una oleada de recuerdos asaltó su mente. Su
vida oscura de siervo desfiló entera por su imaginación. Trabajo y miserias,
injusticias y expoliaciones componían el monótono panorama. Sólo un rayo de luz
presentado por un niño rubio y rosado interrumpía la nota gris de esas
reminiscencias. Entre las escenas y detalles agradables que acudían a su
memoria, recordó la alegría que había experimentado cuando el pequeño empezó a
balbucir palabras. Entonces sus callosas manos alzábanlo del suelo como un
objeto precioso y frágil, lo sentaba sobre sus rodillas y dejaba que sus
deditos regordetes le tirasen del bigote y de la barba. Como sus labios torpes eran
incapaces de modular los vocablos mimosos con que se arrullaba a los
pequeñuelos, contentabas con sonreírle y silbarle imitando el canto de algún
pájaro de la montaña. El trabajo era duro, numerosas las privaciones, pero
cuando en la tarde, con el hacha al hombro, fatigado y sudoroso regresaba al
rancho, la presencia del pequeño que salía a su encuentro, alzando hacia él sus
bracitos, hacíale olvidar el cansancio y las negras ideas que se apoderaban de
su ánimo apenas el término de la labor ponía en reposo sus músculos
infatigables. Una sensación honda y dulcísima borraba entonces hasta el último
vestigio de fatiga y pesimismo, cual si un bálsamo maravilloso calmara de
pronto las torturas morales y físicas de su espíritu y de su carne.
Un día el niño amaneció
enfermo: su cuerpecito ardía como un ascua de fuego, y lloraba pidiendo agua
con insistencia que partía el alma. Tres días después, a pesar de los
medicamentos que le recetara una famosa médica, el pequeñuelo falleció.
Cuando lo vio inmóvil en el
lecho con los puntos crispados y los ojos en blanco, vueltos hacia arriba, sintiese
dominado por una rabia sorda contra el adverso destino que no se cansaba de
hostigarlo. El llanto de su mujer acabó de exasperarlo, y para no oír sus ayes
angustiosos abandonó el rancho y se internó en la montaña. El silencio del
bosque y la serenidad del cielo donde brillaba resplandeciente el sol de la
montaña, aflojaron la tensión de sus nervios y calmaron el desorden que reinaba
en su mente. Mas, apenas hubo pasado la crisis, su alma sórdida de labriego
recobró sus características ancestrales.
La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la
defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos,
celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen
el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la
montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa,
encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más
cercana.
Ese mismo día el cuerpo aún
tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba
a la choza, llevando atada en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la
venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a
la celebración del velorio.
Luego desfilaron por su
cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte
tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía
devolviendo al niño.
Al llegar aquí en sus
recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una
voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía
ser grato a los ojos de Dios. Además, ese objeto de profanación era su hijo, la
carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su
atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje,
hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera. Con los ojos cerrados,
quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el
campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado
su memoria no era sino una pesadilla provocada por el alcohol. Algo sensible se
desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel
rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña
perturbación se apoderó del labriego. En la ruda corteza de su alma se había
abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad. Y
entonces vislumbró lo monstruoso de aquellas prácticas que la gente de su clase
se obstinaba en mantener, a pesar de que muchos repugnaban ya esos actos
abominables. No, su hijo no serviría de pretexto para que aquellos hechos
vergonzosos se repetiesen. Y de nuevo se puso a meditar para resolver este otro
aspecto del problema. Pronto halló la solución: ocultaría en la quebrada el
cadáver; bajaría al llano y solicitaría del capataz de las obras un anticipo en
dinero para pagar la sepultura en el cementerio de la aldea, dando de pasada
aviso al panteonero para que cavase la fosa. Al regreso sacaría el cuerpo de su
escondite y lo trasladaría al campo santo, donde le aguardaba para rematar la
fúnebre tarea su amigo el sepulturero. A El Chispa le devolvería su lujosa
mortaja y el dinero que de sus manos había recibido.
Sin perder tiempo se puso a
buscar el escondrijo que necesitaba, pero, temiendo que durante su ausencia las
alimañas o aves de rapiña atacasen el cadáver, decidió abrir ahí mismo una fosa
y sepultarlo en ella provisoriamente. Con la ancha hoja de su cuchillo cavó en
la tierra blanda y esponjosa un hoyo poco profundo, y cuando estuvo terminado,
revistió el fondo y las paredes con hojas de helecho, planta que crecía en gran
profusión bajo la sombría espesura en la improvisada tumba. Como madre que
contempla amorosamente al hijo dormido en su regazo, así el maderero fijó los
ojos en el semblante del pequeñuelo y notando en él algunas partículas de
tierra, se inclinó y sopló aquel polvo adherido prematuramente a las mejillas
de la criatura. Luego puso fin a la penosa labor cubriendo los restos con un
manojo de helechos y colocando encima gruesas piedras para evitar el ataque de
algún animal silvestre. Antes de marchar, escuchó con atención los ruidos de la
quebrada, y no encontrando en ellos nada sospechoso, lanzó una última mirada
sobre el pequeño túmulo y se alejó, desapareciendo en breve en la espesa maraña
de la selva.
Una hora escasa habría
transcurrido después de la partida del maderero, cuando desembocó en el claro,
con la nariz pegada a la tierra, un diminuto can de sucio y largo pelaje color
canela. Detrás del animal apareció El Chispa, seguido de cerca por un mocetón
que llevaba entre sus manos una escopeta de dos cañones. Al divisar el túmulo,
en torno del cual el perrillo daba vueltas, olfateando con ardor el suelo
removido, el cuatrero masculló una sórdida imprecación.
-Mira Vicente -exclamó
dirigiéndose a su acompañante-, ya ves cómo Sultán dio con el rastro, pero si
el maldito ladrón lo enterró aquí, temo que se haya estropeado la mortaja. ¡Una
prenda que me cuesta tanta plata! ¡Sólo en papel de esmalte llevo ya gastado un
peso cincuenta!
El de la escopeta no
contestó. Había soltado el arma, y arrodillado en tierra apartaba las piedras
que defendían la sepultura. Cuando quitadas las hojas de helechos que cubrían
el cadáver, éste apareció pulcramente intacto, El Chispa lanzó un gruñido de
satisfacción.
Momentos más tarde,
alegres gritos partían de la casa del cuatrero al mismo tiempo que una voz de
mujer, aguda y desafinada, cantaba con acento estentóreo: Cuán dichoso el
angelito Que se va glorioso al cielo
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