Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar:
el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el
humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como
su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su
oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse
al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado,
diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír
hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia,
antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más
conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su
verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de
la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas
fúnebres.
Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad:
cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte,
envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio
ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y
sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar
en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no
es tan malo como lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de
visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir
allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el
periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni
tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me
basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy
útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica
en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran
casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se
marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos
ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno
acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y
muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»;
al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse
encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y aserrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas
de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para
conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero vengan
conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están
verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un
libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que
la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo
sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me
he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún
algunos más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal
-hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han
extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada-, reposa un hombre muy
desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o
sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el
mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro
dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el
tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas
colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía
una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el
norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas
cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público
aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante.
-Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche.
Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a
deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se
encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí:
hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de
alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie;
pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto
pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su
sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en
perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el
servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado
de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por
menos que alegrársele las pajarillas.
Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre
que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una
buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea,
verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de
ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me
temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues
suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a
la hora del desayuno - pues de otro modo no producen efecto -, y de que él,
como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a
medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie
se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una
tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche
a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba
su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz
en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía:
«Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su
vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón
empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella
entró en la gloria del matrimonio... Es ésta una historia de todos los días, y
muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el
corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual
manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca
de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella
estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el
periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la
escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única
fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el
gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el
alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en
decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede
continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo
voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se
pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo
consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro
enseguida; y allí se están muertitos e impotentes hasta que resucitan, nuevitos
y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi
libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que
encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo
enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por
el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
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