Cuentan que una vez había unos muchachos bien traviesos que se
juntaban todas las tardes a jugar en un solar con un burro que tenía el papá de
uno de ellos.
Era un burro bien mansito que se dejaba que lo montaran. Cada vez
que esos chamacos lo montaban, el burro brincaba de gusto. Es que era muy
juguetón también.
Pero no siempre las cosas tienen un final feliz. Resulta que el
burro como que empezó a cansarse de que esos muchachos se le treparan de a
montón. Y es que cada vez eran más los que se le subían al espinazo.
Por eso el burro comenzó a dar como relinchidos, pues le dolía el
lomo de tantos güercos encima de él. Primero eran como tres, luego venía otro,
otro y otros más, hasta que lo montaban como diez o más.
Una tarde, el burro, ya harto de tanto juego brusco de esos malcriados, empezó a crecer y a
crecer, y los muy tontos creyeron que eso era más divertido porque así se
podían subir más en él.
Pero el burro creció tanto que de repente hasta le empezaron a
salir cuernos y la cabeza se le puso bien fea. También empezó a apestar
bastante, como a azufre.
Resulta que el Diablo se había metido en el burro y comenzó a
hacer de las suyas. Los muchachos ni cuenta se daban porque traían un
merequetengue con el burro en sus juegos.
Pero ya cuando el burro era tan largo pero tan largo, incluso
comenzó a balbucear cosas horribles, y fue entonces cuando los chamacos se
percataron de que era el Diablo. Corrieron despavoridos.
El burro los siguió y los siguió. Ellos se metieron a la casa de
uno y cerraron la puerta, pero el burro la rascaba, rebuznando como demonio,
hasta que tumbó la puerta y se metió.
Era tanto el miedo de esos güercos que no les quedó de otra que
hincarse y ponerse a rezar.
Pasó mucho rato hasta que, después de tanta oración, el burro se
empezó a encoger y volvió a su tamaño normal. Desde entonces, esos muchachos se
portaron bien y jamás volvieron a molestar al animal.
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