Hace
muchos, muchísimos años, cuando las personas y los animales hablaban todavía el
mismo idioma y el tigre tenía una piel de color amarillo brillante, una tarde
el búfalo regresaba a su casa, después de bañarse en el río. Iba canturreando
una canción, con la nariz bien alta, porque en aquel tiempo aún tenía la nariz
saliente y el labio superior entero. Su hocico apuntaba hacia el cielo y no se
dio cuenta de que el tigre le seguía hasta que oyó a su lado un ronco “buenas
noches”.
El
búfalo hubiera echado a correr muy a gusto, pero no quería parecer cobarde. Así
que siguió su camino mientras el tigre le daba conversación.
-“No
se te ve mucho por el bosque. ¿Sigues trabajando con el hombre?”-
El
búfalo dijo que sí.
-“¡Qué
cosa tan rara! No lo comprendo. ¡Caray!, el hombre no tiene zarpas, ni veneno,
ni demasiada fuerza, y encima es muy pequeñajo. ¿Por qué lo aceptas como jefe?”-
-“Yo
tampoco lo comprendo”- contestó el búfalo. –“Supongo que será por su
inteligencia”-
-“In-te-li…
¿qué?”-
-“Inteligencia
es algo especial que tiene el hombre y que le permite dominarme a mí, y también
al caballo y al cerdo, al perro y al gato”- explicó el búfalo con aire
sabiondo, contento de saber más que el tigre.
-“Interesante,
pero que muy interesante. Si yo tuviera esa inteli lo que sea, la vida me sería
mucho más agradable. Todos me obedecerían sin esas carreras y esos saltos que
ahora tengo que dar. Me tumbaría en la hierba y escogería los bichos más gordos
para mi comida. ¿Tú crees que el hombre me vendería un poco de su
in-te-li-gen-cia?”-
-“No…
no lo sé”- murmuró el búfalo.
-“Se
lo preguntaré mañana. ¡No se atreverá a negarse, digo yo!”- gruñó el tigre, y
desapareció en la oscuridad.
El
búfalo se encaminó lentamente hacia su casa, un poco asustado, temiendo haber
hablado de más. Pero después de la cena se tranquilizó. “El tigre nunca viene a
los arrozales”, pensó antes de dormirse.
A
la mañana siguiente, cuando llegó al campo con su amo, el búfalo vio que había
juzgado mal al tigre, porque ya estaba allí esperando. Incluso había preparado
un discurso para aquel encuentro.
-“No
te asustes, amo hombre”- dijo el tigre amablemente –“He venido en son de paz.
Me han dicho que posees una cosa llamada in-te-li-gencia, y quisiera
comprártela. Desearía hacerlo en seguida, porque tengo mucha prisa. ¡Todavía no
he desayunado!, ¿comprendes?”-
El
búfalo se sintió muy culpable. Pero entonces oyó que el campesino respondía:
-“¡Qué
gran honor! ¡El señor tigre en persona visitando mi humilde campo y dándome la
oportunidad de servir a un animal tan grande y tan hermoso!”-
Y
le hizo una reverencia como si estuviera ante el propio emperador.
El
tigre, lleno de orgullo, respondió:
-“Por
favor, no hagas ninguna ceremonia por una simple criatura como yo. Sólo he
venido a comprar…”-
-“¿Comprar?”-le interrumpió el campesino. –“¡Ni pensarlo!
Insisto en regalártela, para que sea un recuerdo de esta grata visita que tanto
honor me hace”-
-“Oh,
qué amable por tu parte. Nunca pensé que el hombre tuviera tan buenos modales”-
dijo el tigre; pero, en realidad, estaba pensando para sus adentros:
-“¡Vaya
día de suerte! Primero me reciben como a un rey, luego me dan la
in-te-li-gencia gratis y después me zampo al campesino para abrir el apetito y
al búfalo para desayunar”-
Los
ojos le brillaban como dos estrellas verdes mientras insistía:
-“Me
la darás ahora mismo, espero”-
-“Lo
haría con mucho gusto, pero siempre dejo la inteligencia en casa cuando salgo a
trabajar”- contestó el campesino, que había advertido el brillo de gula en los
ojos del tigre. –“Ya ves, vale demasiado para que me arriesgue a perderla, y,
además, aquí no la necesito”-
-“Pero
voy corriendo a casa y te la traigo ahora mismo”-
Avanzó
unos pasos, pero se volvió en seguida.
-“¿Has
dicho que todavía no habías desayunado?”-
-“Sí.
¿Por qué lo preguntas?”-
-“Porque
en ese caso no puedo dejar contigo al búfalo. Te lo comerías”-
-“Te
prometo que no me lo comeré. Por favor, ¡date prisa!”-
-“No
dudo de tu promesa, pero si la olvidas y te comes al búfalo ¿quién me ayudará
en mi trabajo? Por otra parte, es tan lento que, si lo llevo conmigo,
tardaríamos horas en ir a casa y volver, y no quisiera hacer esperar a Su
Excelencia. Claro que, si permites que te ate a aquel árbol, el búfalo podría
quedarse aquí sin miedo”-
El
tigre aceptó.
-“Me
los comeré a los dos más tarde”- pensó mientras el campesino le ataba
fuertemente al árbol. Y la boca se le hacía agua sólo con imaginar el sabor del
gran búfalo, del hombrecito moreno y de aquella cosa nueva que se llamaba
in-te-li-gencia.
Al
cabo de un rato el campesino regresó.
-“¿La
has traído?”- preguntó el tigre impaciente.
-“Claro”-
respondió el campesino, enseñándole una cosa que ardía en la punta de un palo.
-“Pues
dámela, ¡aprisa!”- ordenó el tigre.
El
campesino obedeció. Puso la bajo los bigotes del tigre y empezaron a arder. Le
acercó el fuego a las orejas, al lomo, a la cola, y por donde rozaba le dejaba
la piel chamuscada.
-“¡Me
quema, me quema!”- aullaba el tigre.
-“Es
la inteligencia”- dijo con ironía el campesino. –“Ven, búfalo, vámonos”-
Pero
el búfalo no podía irse. Se tronchaba, se moría de risa. Figúrate al señor
tigre, el terror de la selva, dejándose atar a un árbol para luego ser quemado
con una antorcha.
¡Una
escena graciosísima! El búfalo se revolcaba por la hierba, sin poder dejar de
reír, hasta que su hocico chocó contra un tocón de árbol que le partió en dos
el morro y le aplastó la nariz. Y todavía hoy se ven los resultados de este
accidente en sus descendientes.
¿Y
qué pasó con el tigre? Pues que rugió y pataleó, y poco después las llamas
quemaron la cuerda y por fin pudo escapar. Pero la cuerda ardiendo le había
chamuscado tanto su piel amarilla que, por mucho que se lavó, no pudo borrarse
las rayas negras que le quedaron marcadas. Y esa es la razón de que el tigre tenga rayas.
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