En
Puerto Ayora, hay una casa verde donde no vive nadie. A unos doscientos metros
de la casa, hay un muro de rocas, un rompeolas. Sobre las rocas anda un hombre
descalzo. El hombre es como un niño, escarba los bichitos que viven entre las
rocas, caracoles minúsculos y conchitas rosadas y los devuelve al mar. Casi
nadie camina por esa playa.
La playa es de las iguanas. Una que otra tortuga sale de entre los árboles que
rodean la casa, pero solo de vez en cuando. Una familia de pingüinos y otra de
lobos marinos la visita una vez al año. Los colores del mar cambian con la
marea y con las estaciones. Azul intenso, verde claro o amarillo el mar que
rodea la isla nunca es el mismo. Solo el hombre es el mismo.
Los
pájaros del mar, pelícanos, gaviotas y alcatraces, van sobre Puerto Ayora,
llevan y traen historias y noticias. Las voces de los pájaros solamente las
entienden los isleños.No es raro encontrárselos hablando, los hombres y los
pájaros.
-
Sigue ahí, aunque nadie lo ha visto.
-
¿Y la cola, dónde la guarda?
-
Un día de estos me animo. Me le meto a la casa.
-
Fíjese bien, que el tesoro lo tiene en una tabla.
Quién
dice cada cosa es lo de menos. Lo que en verdad importa es que un día llegó a
la isla un extranjero. Pálido y enjuto, ojos celestes y cabello rojizo. Su
barco había encallado no sabía dónde. Después de algunos días a bordo de una
balsa, tuvo la suerte de llegar a la isla, arrastrado por la corriente
fría que venía del sur, cargada de pingüinos y algas septentrionales. El
extranjero nunca dijo nada: cuál era su país, si tenía familia, o qué clase de
nave era su barco. Los isleños, que en esa época eran pocos, pensaron que era
un náufrago y nada más. No quisieron decirse que era un corsario o un
prófugo de la justicia de su país por haber intentado asesinar a un príncipe.
Esas no eran razones dignas de crédito.
John
Stuart Smith llegó para quedarse. Construyó una casita en el lugar más
recóndito dela isla y la pintó de verde. Después se dedicó a dar largos paseos
por la playa. Era frecuente hallárselo, muy serio, observando las costumbres de
las especies propias de esos parajes.
Pronto
se convirtió en un experto. Sabía de todo, qué clase de animales habitaban
allí, en qué épocas del año llegaban los visitantes, cuáles eran sus costumbres
y los modos que tenían de aparearse.
La
primera vez que los isleños escucharon decir que un cordón de fuego atravesaba
el mar fue de labios del extranjero. En todo caso, sus investigaciones llegaron
hasta ese punto.
Luego
de algunos años, fueron pocos los que volvieron a verlo. Se decía que estaba
escribiendo un libro y que únicamente salía en las noches, a caminar un poco y
mirar el cielo. Pero otras personas, las más audaces, afirmaban que John Stuart
Smith se había construido un submarino, que buscaba tesoros en el fondo del mar
y que, en las noches claras, era posible hallárselo abrazado a la espuma que el
mar dejaba en la puerta de su casa.
Un
día apareció en la isla un hombre extraño. Nadie supo su nombre, ni cómo había
llegado. Lo vieron desde lejos, caminando hacia la casa de Smith. Días más
tarde, lo vieron alejarse en un bote sin remos. Remaba con los dedos de las
manos. Nadie más volvió a verlo. Tampoco a Smith volvieron a verlo. Algunos se
acercaron hasta su casa, recorrieron la playa de las iguanas y los lugares que antes visitaba, incluso
lo buscaron en las islas cercanas, pero no lo encontraron. Y sin embargo no lo
dieron por muerto, prefirieron creer que se había ido así, sin previo aviso,
tal como había venido.
Mucho tiempo después, un carbonero que venía por la playa, vio pasar a su lado
una cola de iguana.
-Lo
extraño era la cabeza, contaba a su familia el carbonero.
Otras
personas también vieron lo mismo. Por las noches, en la cantina de la isla
empezaron a oírse voces como ésta:
-Pasó
junto a nosotros. Iba rápido, el rostro levantado revelaba un intenso
sufrimiento. Movía los brazos sin rozar la tierra y se impulsaba hacia adelante
con gran esfuerzo. Una cola de iguana le salía de la espalda. Eso fue todo. Iba
muy rápido. Cuando nos dimos cuenta había desaparecido entre los árboles. Pero lo más extraño, -decían
exaltados-, era la cara...
Después
de aquella noche, la historia anduvo sola. Entre los niños que jugaban a la
pelota, delante de las mujeres que lavaban, sobre los tendederos donde secaban
la ropa, junto a los pescadores que arreglaban sus redes en la playa, por todas
partes, veían a la iguana.
Pero siempre pasaba muy rápido y no era posible
verle la cara. Y se armó un gran revuelo.
Desde
las otras islas llegó gente que había escuchado la noticia. Propios y extraños
deambulaban por Puerto Ayora a la caza de noticias sobre la iguana.
-La cosa es simple, -dijo entonces un alcatraz a quien no le gustaba tanto
alboroto -, no sé si se acuerdan de Smith. Ustedes no lo saben, y tampoco
tendrían por qué saberlo, pero él se encontró un tesoro en el fondo del mar. El
dueño del tesoro, el Rey del Mar, supo que nuestro amigo lo había
hallado. Llegó hasta aquí bajo la forma de un hombre cualquiera, se encerró con
Smith tres días y tres noches, pero todo fue en vano. Smith le dijo que el
tesoro era de él, pues él solito lo había recuperado. El Rey del Mar lo miró
muy enojado.
-Nunca
saldrás de aquí.
Esas
fueron sus últimas palabras. Después Smith lo vio alejarse por la playa. Cuando
finalmente desapareció en lontananza, Smith caminó lentamente hasta la orilla y
anduvo un largo rato por ahí, hablando solo, como era su costumbre, o
escuchando las olas que se acercaban. Pensaba en la tabla que se había
encontrado. Smith la había hallado una mañana. Ni siquiera había tenido que ir
a buscarla. El propio mar se la había llevado hasta su casa. La tabla era muy
rara: a cada lado tenía siete cuadritos, todos pintados de distintos colores y
en el centro de la tabla los cuadritos se repetían, siete cuadritos a cada
lado, siete cuadritos a cada lado y así indefinidamente...
-Es
absurdo, decía Smith cuando se acordaba, cada vez que empezaba a contarlos los
cuadritos empezaban a repetirse...
El
alcatraz mira a la gente que lo rodea y calla por un momento. Cuando vuelve a
hablar, el viento de las islas lleva su voz hasta los pájaros que descansan
entre las rocas. Ya había anochecido cuando Smith cerró la puerta de su casa.
Se durmió pensando en la extraña visita y, no supo por qué, soñó toda la noche que aquella tabla era el
calendario del Rey del Mar.
Amaneció
con una picazón en la espalda. Por la tarde, luego de un largo baño en el mar,
volvió a casa con las piernas muy pesadas y ya en la noche, cuando iba a
acostarse, vio una cola de iguana en el espejo que tenía junto a la cama. Smith
pensó que alguna de ellas se había entrado por la ventana y se agachó con
la intención de ayudarle a salir. Entonces vio que la cola era de él. Quiso
gritar, pero la voz no le salió. Solo algo como un llanto, finito, finito, le
fue saliendo.
Las
iguanas que dormían cerca de allí escucharon el llanto y se miraron
desconcertadas. John Stuart Smith siempre les había parecido un hombre fuerte.
Se acercaron con gran cuidado hasta la casa y pudieron ver todo. Sintieron mucha
pena por el hombre, ellas sabían lo que era ser iguanas. A todo el mundo le
gustaban los pingüinos, había quienes tenían tortugas en sus casas, pero a
nadie, de eso estaban seguras, se le habría ocurrido enamorarse de una iguana.
Las pobrecitas trataron de consolarlo, quisieron explicarle que no era tan malo
eso de ser iguana, que las iguanas eran gente tranquila, que había lugares en
donde amaban a las iguanas, etcétera, etcétera...
-No
seremos bonitas, -dijo una que parecía la más vieja de todas-, pero no hacemos
daño. Llevamos una vida amable y ordenada.
Olvidado
de él mismo, Smith se calmó un poco. Pensaba en las iguanas. Nunca habría creído
que ellas hablaran el lenguaje de los humanos. O, lo que le parecía más
sorprendente, que él pudiera entender el lenguaje de las iguanas. Las iguanas
no estaban sorprendidas, le ofrecieron cuidarlo y así fue. Los días posteriores
fueron de mucha calma.
Ni bien abría los ojos y el hombre ya tenía listo su desayuno. La mesa bien servida, la ropa limpia. No le faltaba nada. Pero, además, las iguanas le hacían compañía, le hablaban de otras islas, de los mares cercanos y le contaban historias muy divertidas. De más está decir que, con el tiempo, la voz de las iguanas llenó los días y las noches de esa playa.
Ni bien abría los ojos y el hombre ya tenía listo su desayuno. La mesa bien servida, la ropa limpia. No le faltaba nada. Pero, además, las iguanas le hacían compañía, le hablaban de otras islas, de los mares cercanos y le contaban historias muy divertidas. De más está decir que, con el tiempo, la voz de las iguanas llenó los días y las noches de esa playa.
Entonces
ocurrió lo que ocurre siempre, afirmó el alcatraz. Los cazadores llegaron hasta
ese sitio. Se escondieron detrás de unas rocas y se quedaron quietos, esperando
a sus víctimas. Al poco rato llegaron las iguanas. Tendidas bajo el sol,
respirando bajito, disfrutaban del calor y la tranquilidad de la playa.
-Miren
la casa de Smith, -susurraban los cazadores-, la sorpresa que va a llevarse
cuando regrese.
Las
colitas de las iguanas asomaban por las ventanas, trepaban por las paredes y
colgaban del techo de la casa. Una iguana, mucho más grande que las otras,
avanzó hacia la playa.
De
inmediato se produjo un movimiento, algo así como un reordenamiento
sincronizado de todas las iguanas. Y fue allí, en ese movimiento, que los
hombres alcanzaron a ver a Smith. Entonces se armó el despelote: los hombres
empezaron a disparar, asustados y las pobres iguanas a correr y
esconderse. Casi todas las iguanas se escaparon, incluido Smith.
Pero
otras se quedaron en la playa, muertas o malheridas. Los hombres también huyeron.
Corrieron sin mirar hacia atrás. No quisieron, siquiera, acercarse a la casa.
Las
iguanas nunca volvieron a esa playa. Los abuelos de ustedes, los antiguos
isleños, no volvieron a verlas... Pero, ahora, Smith ha regresado.
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