No es corriente descargar
los seis tiros de un revólver con toda precipitación, cuando uno sólo habría
sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que
no eran corrientes. No es habitual, por ejemplo, que un médico recién salido de
la universidad se vea obligado a ocultar los motivos que le impulsan a elegir
determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el caso de Herbert West.
Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de Medicina de la Universidad
Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalándonos como
facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en ocultar que habíamos
elegido nuestra casa por su aislamiento y su proximidad al cementerio.
Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es
natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un
trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan solo; pero por
debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más grande y
terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las
negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir
el secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del
cementerio. Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre
ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales
elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un
lugar de enterramientos anónimos.
West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que simpatizó
con sus espantosos experimentos. Gradualmente me había convertido en su
ayudante inesperado, y ahora que abandonábamos la Universidad teníamos que
seguir juntos. No era fácil que dos doctores encontraran salida juntos; pero
finalmente, por influencia de la universidad, se nos proporcionó una consulta
en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las
fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus
operarios políglotas no han sido jamás pacientes gratos para los médicos de la
localidad. Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, y adoptamos finalmente
un edificio ruinoso, próximo al final de Pond Street, a cinco números de
nuestro vecino más cercano. Y separada del cementerio tan sólo por una
extensión de pradera cortada por una estrecha franja de espeso bosque que hay
al norte. Dicha distancia era mayor de lo que hubiéramos deseado; pero no
encontramos una casa más cerca, a menos que nos hubiésemos instalado en el otro
lado del prado, lo que quedaba muy retirado del distrito industrial. Pero no
estábamos demasiado descontentos ya que no teníamos vecinos, entre nosotros y
nuestra siniestra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero
podíamos transportar nuestros mudos ejemplares sin que nadie nos molestase.
Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio mismo... lo
bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores, y
lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para aquellos
estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los trabajadores de las
fábricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además de sus numerosas
necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y
pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente acaparaba
nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el sótano:
un laboratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las
primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo las diversas soluciones
de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa común. West
experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de
nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que
llamamos muerte; pero chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución
debía tener una composición especial según los distintos tipos: la que servía
para los conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada clase
requería sensibles modificaciones. Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente
frescos, dado que una ligera descomposición del tejido cerebral hacía imposible
que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el mayor problema estaba en
conseguir cadáveres suficientemente frescos... West había tenido experiencias
horribles durante sus investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres
de dudosa calidad. Las consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran
mucho más horrendas que los fracasos totales, y los dos teníamos recuerdos
pavorosos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión demoníaca en
la granja deshabitada de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de sentir una
secreta amenaza; y West, aunque en casi todos los sentidos era un autómata
frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba a menudo, con un
estremecimiento, que le parecía que era víctima de una furtiva persecución.
Tenía la impresión de que le seguían; ilusión psíquica debida a sus nervios
trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador de que al
menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aun seguía vivo: se trataba de
un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una celda
acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca
llegamos a saber.
Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los de
Arkham. Aún no hacía una semana que estábamos instalados, cuando nos apoderamos
de una víctima de accidente la misma noche de su entierro, y conseguimos que
abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida, antes de que fallara
la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuerpo integro, quizá
hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero
efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un
claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor:
se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural. Luego vino un periodo de
mala suerte; descendió el número de entierros, y los que se efectuaban eran de
ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar nosotros.
Seguíamos la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas
ocurrían con un cuidado sistemático.
Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar que no
provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía prohibida
la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas consecuencias. Los
combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente, y de vez en
cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa categoría. Esa noche
de finales de invierno habían celebrado un combate de este tipo, evidentemente
con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacos
asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que atendiésemos un
caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un cobertizo abandonado,
donde todavía quedaba un grupo de espectadores extranjeros, observando
asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el suelo. En el combate se
habían enfrentado Kid O'Brien (un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz
ganchuda muy poco irlandesa), y Buck Robinson, «El Betún de Harlem». El negro había
sido noqueado; y tras un breve examen, nos dimos cuenta de que no se
recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos brazos
anormalmente largos que me parecían de manera inevitable patas anteriores, y
una cara que irremediablemente hacía pensar en los secretos insondables del
Congo las llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió de
tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene muchas fealdades. Aquella
gente despreciable estaba asustada, ya que no sabía que podía exigirles la ley,
si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar
de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en
secreto... puesto que conocía muy bien sus intenciones.
Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el
cadáver, y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el
campo, del mismo modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche
en Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por
la puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro
experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable,
aunque habíamos calculado nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el
guardia que hacía ronda por aquel distrito.
El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra
presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su
negro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer,
hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la
franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo
enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa
no era demasiado honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel
que se había levantado y había proferido un grito. A la luz de nuestras
linternas oscuras, lo cubrimos cuidadosamente con hojas y ramas secas, seguros
de que la policía no lo descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso. Al
día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia de que
se sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto alguien. West
tenía otro motivo de preocupación: por la tarde le habían llamado para que
atendiese un caso que acabó de forma amenazadora. Una italiana se había puesto
histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años,
que había desaparecido por la mañana y no había vuelto para comer, y presentaba
síntomas sumamente alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo
estúpido, ya que el chico se había escapado más de una vez; pero los campesinos
italianos son extraordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía tan
angustiada por los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde
la mujer falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado
en matar a West, a quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida.
Los amigos le sujetaron cuando le vieron sacar un cuchillo; pero West se marchó
en medio de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de venganza. En su
último dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había
regresado, entrada ya la noche. Se habló de buscarle en el bosque; pero la
mayoría de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante
marido. Total, la tensión nerviosa a que se vio sometido West fue sin duda
tremenda. El pensar en la policía y en el italiano loco le agobiaba tremendamente.
Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton
contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo
pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si llegaba
a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestro
trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los
rumores que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el
resplandor de la luna me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar
su persiana. Luego sonaron unos golpes enérgicos en la puerta de atrás.
Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta.
Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna
eléctrica. Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado
italiano que en la policía. Será mejor que bajemos los dos susurró. No estaría
bien no contestar; quizá sea un paciente... sería muy propio de uno de esos
idiotas llamar por la puerta de atrás. Así que bajamos los dos sigilosamente,
con un temor en parte justificado, y en parte debido sólo al misterio de las
primeras horas le la madrugada. Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al
llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de par en par; y al
revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante. West hizo algo muy
extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas la
temida investigación policial (cosa que felizmente evitamos por el relativo
aislamiento de nuestra casa), mi amigo, súbita, excitada e innecesariamente,
vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante.
Porque no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente
contra la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo
en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro
patas, cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual
mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca
como la nieve, que terminaba en una mano diminuta.
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