jueves, 9 de junio de 2016

EL PAVÓN Y LA CORNEJA



A un pavo real la graja vio desplegar su rueda; dijo con gran envidia: "Haré cuanto hacer pueda para ser tan hermosa". Con la idea se enreda; la negra, por ser blanca contra sí se denueda.

Peló todo su cuerpo, y su cara y su ceja; con las plumas de un pavo vistió nueva pelleja, hermosa por lo ajeno, se fue para la iglesia. Algunas hacen eso que hizo la corneja.

La graja empavonada, de pavo real vestida, viéndose bien pintada, estaba enloquecida; a quien vale más que ella fue desagradecida, con los paveznos anda la muy desconocida.

El pavo, de tal hijo espantado se hizo, comprendió el mal engaño y su color postizo, arrancole las plumas, arrojola al carrizo;
¡más negra parecía la graja que un erizo! 

miércoles, 8 de junio de 2016

LA CORNEJA SEDIENTA



Atormentada de sed
Hallábase una Corneja,
Y viendo un cubo con agua,
se bajó a beber de ella.

Por desgracia era aquel cubo
Largo y hondo en gran manera,
Y estaba el agua allá abajo,
Y no era fácil bebería.

La Corneja alargó el cuello
Cuatro o seis veces diversas;
Mas no alcanzó con su pico
Al agua en el fondo puesta.

Visto aquello, procuró
Con porfiada insistencia
Volcar el cubo: mas fue
Inútil también su empresa.

En tal apuro le ocurre
Una magnífica idea,
Y es echar dentro del cubo
Piedras y piedras y piedras.

Con esto sube hasta arriba
El agua que tanto anhela,
Y bebe lo que se llama
Hasta quedar satisfecha.


martes, 7 de junio de 2016

EL PELOTAZO



A un Chiquillo un Chicazo
Le encajó tan tremendo pelotazo,
Que le hizo un gran chichón en el cogote
Mas la pelota, al bote
Volviendo atrás con ímpetu no flojo,
Tornó por donde vino;
Y encontrándose un ojo en el camino,
Al autor del chichón dejó sin ojo. 

lunes, 6 de junio de 2016

EL CAMPESINO, EL OSO Y LA ZORRA



Un día un campesino estaba labrando su campo, cuando se acercó a él un Oso y le gritó:

-¡Campesino, te voy a matar!

-¡No me mates! -suplicó éste-. Yo sembraré los nabos y luego los repartiremos entre los dos; yo me quedaré con las raíces y te daré a ti las hojas.

Consintió el Oso y se marchó al bosque.

Llegó el tiempo de la recolección. El campesino empezó a escarbar la tierra y a sacar los nabos, y el Oso salió del bosque para recibir su parte.

-¡Hola, campesino! Ha llegado el tiempo de recoger la cosecha y cumplir tu promesa -le dijo el Oso.

-Con mucho gusto, amigo. Si quieres, yo mismo te llevaré tu parte -le contestó el campesino.

Y después de haber recogido todo, le llevó al bosque un carro cargado de hojas de nabo. El Oso quedó muy satisfecho de lo que él creía un honrado reparto.

Un día el aldeano cargó su carro con los nabos y se dirigió a la ciudad para venderlos; pero en el camino tropezó con el Oso, que le dijo:

-¡Hola, campesino! ¿Adónde vas?

-Pues, amigo -le contestó el aldeano-, voy a la ciudad a vender las raíces de los nabos.

-Muy bien, pero déjame probar qué tal saben.

No hubo más remedio que darle un nabo para que lo probase. Apenas el Oso acabó de comerlo, rugió furioso:

-¡Ah, miserable! ¡Cómo me has engañado! ¡Las raíces saben mucho mejor que las hojas! Cuando siembres otra vez, me darás las raíces y tú te quedarás con las hojas.
-Bien -contestó el campesino, y en vez de sembrar nabos sembró trigo.

Llegó el tiempo de la recolección y tomó para sí las espigas, las desgranó, las molió y de la harina amasó y coció ricos panes, mientras que al Oso le dio las raíces del trigo.

Viendo el Oso que otra vez el campesino se había burlado de él, rugió:

-¡Campesino! ¡Estoy muy enfadado contigo! ¡No te atrevas a ir al bosque por leña, porque te mataré en cuanto te vea!

El campesino volvió a su casa, y a pesar de que la leña le hacía mucha falta, no se atrevió a ir al bosque por ella; consumió la madera de los bancos y de todos sus toneles; pero al fin no tuvo más remedio que ir al bosque.

Entró sigilosamente en él y salió a su encuentro una Zorra.

-¿Qué te pasa? -le preguntó ésta-. ¿Por qué andas tan despacito?

-Tengo miedo de encontrar al Oso, que se ha enfadado conmigo, amenazándome con matarme si me atrevo a entrar en el bosque.

-No te apures, yo te salvaré; pero dime lo que me darás en cambio.

El campesino hizo una reverencia a la Zorra y le dijo:

-No seré avaro: si me ayudas, te daré una docena de gallinas.

-Conforme. No temas al Oso; corta la leña que quieras y entretanto yo daré gritos fingiendo que han venido cazadores. Si el Oso te pregunta qué significa ese ruido dile que corren los cazadores por el bosque persiguiendo a los lobos y a los osos.

El campesino se puso a cortar leña y pronto llegó el Oso corriendo a todo correr.

-¡Eh, viejo amigo! ¿Qué significan esos gritos? -le preguntó el Oso.

-Son los cazadores que persiguen a los lobos y a los osos.

-¡Oh, amigo! ¡No me denuncies a ellos! Protégeme y escóndeme debajo de tu carro -le suplicó el Oso, todo asustado.

Entretanto la Zorra, que gritaba escondiéndose detrás de los zarzales, preguntó:

-¡Hola, campesino! ¿Has visto por aquí a algún oso?

-No he visto nada -dijo el campesino.

-¿Qué es lo que tienes debajo del carro?

-Es un tronco de árbol.

-Si fuese un tronco no estaría debajo del carro, sino en él y atado con una cuerda.

Entonces el Oso dijo en voz baja al campesino:

-Ponme lo más pronto posible en el carro y átame con una cuerda.

El campesino no se lo hizo repetir. Puso al Oso en el carro, lo ató con una cuerda y empezó a darle golpes en la cabeza con el hacha hasta que lo mató.

Pronto acudió la Zorra y dijo al campesino:

-¿Dónde está el Oso?

-Ya está muerto.

-Está bien. Ahora, amigo mío, tienes que cumplir lo que me prometiste.

-Con mucho gusto, amiguita; vamos a mi casa y allí te daré las gallinas.

El campesino se sentó en el carro y se dirigió a su casa, y la Zorra iba corriendo delante.

Al acercarse a su cabaña, el campesino silbó a sus perros azuzándolos para que cogiesen a la Zorra. Ésta echó a correr hacia el bosque, y una vez allí se escondió en su cueva. Después de tomar aliento empezó a preguntar:

-¡Hola, mis ojos! ¿Qué han hecho mientras yo corría?

-¡Hemos mirado el camino para que no dieses un tropezón!

-¿Y ustedes, mis oídos?

-¡Hemos escuchado si los perros se iban acercando!

-¿Y ustedes, mis pies?

-¡Hemos corrido a todo correr para que no te alcanzaran los perros!

-Y tú, rabo, ¿qué has hecho?

-Yo -dijo el rabo- me metía entre tus piernas para que tropezases conmigo, te cayeses y los perros te mordiesen con sus dientes.

-¡Ah, canalla! -gritó la Zorra-. ¡Pues recibirás lo que mereces! -y sacando el rabo fuera de la cueva, exclamó-: ¡Cómanselo, perros!

Éstos cogieron con sus dientes el rabo, tiraron, sacaron a la Zorra de su cueva y la hicieron pedazos.  

viernes, 3 de junio de 2016

LA PULSERA EN EL TOBILLO



Se dice, entre lo que se dice, que en una ciudad había tres hermanas, hijas del mismo padre, pero no de la misma madre, que vivían juntas hilando lino para ganarse la vida. Y las tres eran como lunas; pero la más pequeña era la más hermosa y la más dulce y la más encantadora y la más diestra de manos, pues ella sola hilaba más que sus dos hermanas reunidas, y lo que hilaba estaba mejor y sin defecto por lo general. Lo cual daba envidia a sus dos hermanas, que no eran de la misma madre.

Un día fue ella al zoco, y con el dinero que había ahorrado de la venta de su lino se compró un búcaro pequeño de alabastro, que era de su gusto, a fin de tenerlo delante con una flor dentro cuando hilara el lino. Pero no bien regresó a casa con su búcaro en la mano, sus dos hermanas se burlaron de ella y de su compra, tildándola de derrochadora y de extravagante. Y muy conmovida y muy avergonzada, no supo ella qué decir, y para consolarse cogió una rosa y la puso en el búcaro. Y se sentó ante su búcaro y ante su rosa y se puso a hilar su lino.

Y he aquí que el búcaro de alabastro que había comprado la joven hilandera era un búcaro mágico. Y cuando su dueña quería comer, él le proporcionaba manjares deliciosos, y cuando ella quería vestirse, él la satisfacía. Pero la joven, temerosa de que le tuviesen más envidia todavía sus hermanas, que no eran de la misma madre, se guardó bien de revelarles las virtudes de su búcaro de alabastro. Y en presencia de ellas aparentaba que vivía como ellas y vestía como ellas, y aún más modestamente. Pero cuando salían sus hermanas se encerraba completamente sola en su cuarto, ponía delante de ella su búcaro de alabastro, lo acariciaba dulcemente, y le decía: "¡Oh bucarito mío! ¡Oh bucarito mío! ¡Hoy quiero tal y cuál cosa!" Y al punto el búcaro de alabastro le proporcionaba cuantas ropas hermosas y golosinas había pedido ella. Y a solas consigo misma, la joven se vestía con trajes de seda y oro, se adornaba con alhajas, se ponía sortijas en todos los dedos, pulseras en las muñecas y en los tobillos y comía golosinas deliciosas. Tras de lo cual el búcaro de alabastro hacía desaparecer todo. Y la joven lo cogía de nuevo, e iba a hilar su lino en presencia de sus hermanas, poniéndose delante el búcaro con su rosa. Y de tal suerte vivió cierto espacio de tiempo, pobre ante sus envidiosas hermanas y rica ante sí misma.

Un día, entre los días, el rey de la ciudad, con motivo de su cumpleaños, dió en su palacio grandes festejos, a los cuales fueron invitados todos los habitantes. Y las tres jóvenes también fueron invitadas. Y las dos hermanas mayores se ataviaron con lo mejor que tenían y dijeron a su hermana pequeña: "Tú te quedarás para guardar la casa". Pero, en cuanto se marcharon ellas, la joven fue a su cuarto, y dijo a su búcaro de alabastro: "¡Oh bucarito mío! esta noche quiero de ti un traje de seda verde, una veste de seda roja y un manto de seda blanca, todo de lo más rico y más bonito que tengas, y hermosas sortijas para mis dedos, y pulseras de turquesas para mis muñecas, y pulseras de diamantes para mis tobillos. Y dame también todo lo preciso para que yo sea la más bella en palacio esta tarde". Y tuvo cuanto había pedido. Y se atavió, y se presentó en el palacio del rey, y entró en el harén, donde había festejos aparte reservados para las mujeres. Y apareció como la luna en medio de las estrellas. Y no la reconoció radie, ni siquiera sus hermanas, de tanto como realzaba su belleza natural el esplendor de su indumentaria. Y todas las mujeres iban a extasiarse ante ella, y la miraban con ojos húmedos. Y ella recibía sus homenajes como una reina, con dulzura y amabilidad, de modo que conquistó todos los corazones y dejó entusiasmadas a todas las mujeres.

Pero cuando la fiesta tocaba a su fin, la joven, sin querer que sus hermanas regresasen a casa antes que ella, aprovechó el momento en que atraían toda la atención las cantarinas, para deslizarse fuera del harén y salir del palacio. Mas, en su precipitación por huir, dejó caer, al correr, una de las pulseras de diamantes de sus tobillos en la pila a ras de tierra que servía de abrevadero a los caballos del rey. Y no advirtió la pérdida de su pulsera de tobillo, y volvió a casa, donde llegó antes que sus hermanas. 

jueves, 2 de junio de 2016

EL SAPO Y EL URUBÚ



¿Saben, niños, por qué el sapo tiene manchas y protuberancias en el lomo? Pues porque se golpeó.

Antes de tal accidente mostraba, sin duda, una espalda pulida y lustrosa, de la cual se enorgullecería ante los otros animales acuáticos, pues ya sabemos que el sapo anda siempre hinchado de vanidad.

Sucedió que el sapo y el urubú, o sea, el buitre, fueron invitados a una fiesta que se iba a realizar en el cielo de los animales.

El urubú, después de hacer sus preparativos, fue donde el sapo con el fin de burlarse de él. Lo encontró entre los juncos de un charco, croando de la manera más melodiosa que le era posible. Es que estaba adiestrando la voz.

—Compadre —le dijo el urubú—, me han contado que irás a la fiesta del cielo.

—Desde luego —contestó el sapo, muy satisfecho—, saldré mañana temprano hacia allá. Me invitan debido a mi gran habilidad de cantante…

—Yo también iré —afirmó el urubú, para que el sapo se dejara de jactancias ante un testigo que lo iba a sorprender mintiendo.

—¡Magnífico! —exclamó el sapo—, y espero que estarás ensayando tu instrumento.
Se refería a la guitarra, a la que era muy aficionado el urubú.

Como éste lo mirara un tanto asombrado, pues no esperaba tales alardes, el sapo agregó, dándose importancia:

—Sí, compadre, iré. Una ascensión me será bastante útil para el vigor del cuerpo y el esparcimiento del espíritu, pues la vida rutinaria me disgusta…

En seguida volvió las espaldas al urubú y siguió croando a voz en cuello. Al oírlo se estremecían hasta los juncos.

El urubú se quedó convencido de que el sapo era un gran farsante.

Al otro día, muy de mañana, el urubú estaba posado en la rama de un arbusto y se alisaba las negras plumas, preparándose para el viaje, cuando se le presentó el sapo. La guitarra se encontraba en el suelo, ya lista, pues el urubú la estuvo templando durante la noche.
—Buenos días —saludó el sapo.

—Buenos días —le contestó el urubú, con cierto tono de burla.

—Como yo avanzo con mucha lentitud —exclamó el sapo—, he resuelto irme primero. Así es que ya nos veremos. Hasta luego…

—Hasta luego —respondió el urubú, sin mirar al sapo, y pensando que salía con esa propuesta para escabullirse por allí y no quedar en vergüenza.

Pero lo que hizo el sapo fue meterse, a escondidas, en la guitarra.

El urubú se pasó el pico por las plumas hasta que quedaron relucientes y, en seguida, cogió su instrumento y levantó el vuelo.

Entusiasmado como iba con la perspectiva de la fiesta, no advirtió que su guitarra tenía más peso que el de costumbre. Volaba impetuosamente, y pronto dejó tras sí las nubes y luego la luna y las estrellas.

Al llegar al cielo, que, como ya hemos dicho, era el cielo de los animales, le preguntaron por el sapo.

—¿Creen que va a venir? —contestó el urubú—. Veo que ustedes se han olvidado del sapo. Si en la tierra apenas marcha a saltos, ¿piensan que puede remontarse hasta esta altura? Es seguro que no vendrá…

—¿Por qué no lo trajiste? —demandó el pato, que tenía cierta simpatía por el sapo debido a su común afición al agua.

—Porque no acostumbro cargar piedras —respondió el urubú. Dicho esto, dejó a un lado su guitarra y, esperando que llegara el momento de la música, se puso a conversar con el loro.
Entonces el sapo salió de su escondite y apareció de improviso ante la concurrencia, más hinchado y orgulloso que de costumbre. Como es natural, lo recibieron con gran asombro, en medio de aplausos y felicitaciones. Al mismo tiempo, se reían del urubú. Alguien contó, por lo bajo, la forma en que viajó el sapo, y el urubú, al notar que rezongaban de él, se sentía muy incómodo.

Después comenzó la fiesta.

Repetimos que ése era el cielo de los animales. Todos estaban allí felices y contentos.

El burro ya no sufría los palos del amo ni el caballo los espolazos, pudiendo ambos estar quietos o galopando según su gusto.

El león conversaba tranquilamente con la oveja, que disfrutaba de un verde prado.

Del mismo modo, el puma se entendía bien con el venado, y el ñandú corría solamente cuando se le antojaba, pues no había allí gauchos que lo persiguieran con boleadoras.

Los monos tenían árboles cuajados de frutos, que compartían con pájaros felices, pues nadie les robaba sus nidos.

En fin, no había animal que se encontrara triste, por falta de alimentos o por la persecución de otro animal o del hombre.

Las palomas revoloteaban sobre ese cuadro de felicidad, llevando en el pico la rama del olivo de la paz con más éxito que en la tierra.

Para mejor, todos se dedicaban a cultivar el canto, el baile o el instrumento de su preferencia. Y era precisamente para lucir sus habilidades que se realizaba la fiesta.

Llegado el momento, el elefante soplaba el clarinete, los pájaros hacían sonar las flautas, la serpiente de cascabel agitaba uno muy grande, la jirafa se entendía con el saxófono, el grillo tocaba su violincito de una sola cuerda y la tortuga golpeaba el bombo con mucha compostura.

En cuanto a canto, el león rugía una melodía severa y profunda, el caballo relinchaba un aria, el gato maullaba una patética serenata, y el gallo, de todos modos, lo hacía mejor que cuando quiso actuar en Bremen.

No nos hemos olvidado del burro, que tiene también potente voz, pero haciendo honor a su nombre, no había logrado perfeccionarse, por lo cual los demás animales le pidieron que no desafinara. Estaba por allí tocando, discretamente, el triángulo.

La música celestial contaba también con el silbo, a cargo de la vizcacha, que lo hacía tan bien como el mirlo.

Quien bailaba era el oso, bamboleándose muy gustosamente, sin tener que obedecer ya el látigo del gitano.

También hacían piruetas los monos, a quienes fue imposible sujetar, y ni qué decir que las ardillas se movían más que nunca.

Desde luego que el buitre, invitado para refuerzo de la orquesta, rasgueaba su guitarra con gran entusiasmo, y el sapo, que era partidario de formar un orfeón, daba unos “do de pecho” con una voz de tenor bastante apreciable.

A todo esto, el loro hablaba y lanzaba vivas en todos los idiomas.

El sapo no las tenía todas consigo pensando en la vuelta y por eso, aprovechando un momento en que eran mayores la alegría y el alboroto, se metió de nuevo en la caja de la guitarra.

Terminada la fiesta, nadie notó su ausencia a la hora de despedirse. Nadie, salvo el urubú, que le guardaba rencor por haberlo puesto en ridículo.

Éste echó a volar al fin hacia la tierra y, como ya estaba receloso, advirtió el mayor peso de su instrumento.

Como no residía de firme en el cielo, tenía aún malos sentimientos, y se propuso vengarse del sapo que, por la misma razón de no vivir allí, se encontraba aún a merced de las trapacerías de sus enemigos.

El urubú voló sin hacer ninguna investigación hasta que le fue posible distinguir el suelo. En ese momento estaba también bajo la luna y, dando inclinación a la guitarra para que la luz entrara en la caja, distinguió al pobre sapo acurrucado en el fondo de ella.

—Sal de ahí —gritó el urubú.

—Por favor, no me eches —rogó el sapo, angustiosamente.

—¿No eres capaz de volar hasta el cielo? Sal, sal pronto —insistió el urubú.

—No, no puedo salir, porque tú me arrojarás… —se lamentaba el sapo.

El urubú continuó exigiéndole que saliera, cosa que no pudo conseguir, pues el sapo, de ningún modo quería exponerse a caer. Por último, el urubú volteó y agitó la guitarra hasta que consiguió disparar por los aires al clandestino ocupante.

El sapo movía las patas, cayendo vertiginosamente.

Por mucha que fuera la velocidad, la distancia era también muy grande, y el choque demoraba. El pobre sapo tuvo entonces tiempo para pensar y lamentarse:

—Ojalá no caiga en rocas ni piedras —decía—. Ojalá caiga en una laguna…, o en arena…, o en blanda yerba…

El urubú, entretanto, le gritaba:

—¡Qué rápido vuelas!... ¡Sin duda fue un águila tu madre!...

El pobre sapo ni le oía.

En cierto momento le pareció que caería en una laguna, pero un ventarrón lo alejó, haciéndole perder esa esperanza.

Luego creyó que se precipitaba sobre un prado, y, por último, sobre un frondoso ombú; mas siguió apartándose de la dirección de estos lugares.

Ahí estaban unos largos y duros caminos. Ahí, unos roquedales. Ahí, el patio de una casa.
Descendía dando volteretas, pues el viento arreció. Por último, cerró los ojos, prefiriendo no ver el sitio en el cual iba a estrellarse.

Al fin llegó. Se dio contra el suelo, de espaldas, en un lugar lleno de piedras.

Quedóse sin sentido y, cuando despertó, andaba rengueando más que nunca, y pasaron muchos días antes que se repusiera completamente.

Pero el golpe había sido tan fuerte que la espalda le quedó para siempre manchada y llena de protuberancias.

He ahí, pues, la razón por la cual el pobre sapo tiene tan fea presencia. También dicen que debido al golpe se le malogró la voz, pero esto no se puede asegurar.

miércoles, 1 de junio de 2016

CÓMO REPARTIÓ EL DIABLO LOS MALES POR EL MUNDO



Voy a contarles, y no lo olviden, porque es cosa que un cristiano debe tener bien presente, esta historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a nuestros hijos con el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose, y nunca se pierda.

Esto ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El hombre ya había pecado y estaba condenado, pero no había variedad de males. Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los había hecho polvo. Había polvos de todos los colores que eran los males: ahí estaban la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí que no había mal que faltara… Y entre esos paquetes había uno chiquito y con polvito blanco, que era el desaliento…

Y así es que la gente iba para comprarle y todita compraba enfermedad, miseria, avaricia y los que pensaban más compraban opulencia y también ambición… Y todo era para hacerse mal entre los mismos cristianos.

El Diablo les vendía cobrándoles buen precio, pero a aquel paquetito con polvito blanco lo miraban, mas nadie le hacía caso…

“¿Qué es, pues, eso?”, preguntaban por mera curiosidad. Y el Diablo se enojaba, pues la gente le parecía demasiado cerrada de ideas. Y cuando de casualidad o por mero capricho alguno lo quería comprar, preguntaba: “¿Cuánto?”, y el Diablo respondía: “Tanto”. Y era pues un precio muy caro, más precio que el de toditos los paquetes, y he aquí que la gente se reía diciendo que por ese paquetito tan chico y que no era tan gran mal no estaba bien que cobrara tanto, insultando también al Diablo diciéndole que era muy Diablo por quererlos engañar así… Y el Diablo tenía cólera y también se reía viendo como no pensaba la gente…

Y es así que vendió todos los males, pero nadie le quiso comprar aquel paquetito, porque era chiquitito y el desaliento no era gran mal. Y el Diablo decía: “Con éste, todos; sin éste, ni uno”. Y la gente más se reía, pensando que el Diablo se había vuelto zonzo. Y he aquí que sólo quedó aquel paquetito, por el que no daban ni un cobre… Entonces el Diablo, con más cólera todavía y riéndose con la misma de un Diablo, dijo: “Esta es la mía”, y echó al viento aquel polvo para que se fuera por todo el mundo.

Desde entonces, todos los males fueron peores, por ese mal que voló por los aires y enfermó a todos los hombres. Sólo, pues, hay que reparar, nada más, para darse cuenta… Si es afortunado y poderoso, pero cae desalentado por la vida, nada le vale y el vicio lo empuña… Si es humilde y pobre, entonces el desaliento lo pierde más rápido todavía… Así fue como el Diablo hizo mal a toda la tierra, pues sin el desaliento ningún mal podría pescar a un hombre…

Es así como está en el mundo, donde algunos más, donde otros menos; siempre nos llega y nadie puede ser bueno de verdad, pues no puede resistir, como es debido, la lucha fuerte del alma y el cuerpo que es la vida…