¿Saben, niños, por qué el sapo tiene
manchas y protuberancias en el lomo? Pues porque se golpeó.
Antes de tal accidente mostraba, sin
duda, una espalda pulida y lustrosa, de la cual se enorgullecería ante los
otros animales acuáticos, pues ya sabemos que el sapo anda siempre hinchado de
vanidad.
Sucedió que el sapo y el urubú, o sea,
el buitre, fueron invitados a una fiesta que se iba a realizar en el cielo de
los animales.
El urubú, después de hacer sus
preparativos, fue donde el sapo con el fin de burlarse de él. Lo encontró entre
los juncos de un charco, croando de la manera más melodiosa que le era posible.
Es que estaba adiestrando la voz.
—Compadre —le dijo el urubú—, me han
contado que irás a la fiesta del cielo.
—Desde luego —contestó el sapo, muy
satisfecho—, saldré mañana temprano hacia allá. Me invitan debido a mi gran
habilidad de cantante…
—Yo también iré —afirmó el urubú, para
que el sapo se dejara de jactancias ante un testigo que lo iba a sorprender
mintiendo.
—¡Magnífico! —exclamó el sapo—, y
espero que estarás ensayando tu instrumento.
Se refería a la guitarra, a la que era
muy aficionado el urubú.
Como éste lo mirara un tanto asombrado,
pues no esperaba tales alardes, el sapo agregó, dándose importancia:
—Sí, compadre, iré. Una ascensión me
será bastante útil para el vigor del cuerpo y el esparcimiento del espíritu,
pues la vida rutinaria me disgusta…
En seguida volvió las espaldas al urubú
y siguió croando a voz en cuello. Al oírlo se estremecían hasta los juncos.
El urubú se quedó convencido de que el
sapo era un gran farsante.
Al otro día, muy de mañana, el urubú
estaba posado en la rama de un arbusto y se alisaba las negras plumas,
preparándose para el viaje, cuando se le presentó el sapo. La guitarra se
encontraba en el suelo, ya lista, pues el urubú la estuvo templando durante la
noche.
—Buenos días —saludó el sapo.
—Buenos días —le contestó el urubú, con
cierto tono de burla.
—Como yo avanzo con mucha lentitud
—exclamó el sapo—, he resuelto irme primero. Así es que ya nos veremos. Hasta
luego…
—Hasta luego —respondió el urubú, sin
mirar al sapo, y pensando que salía con esa propuesta para escabullirse por
allí y no quedar en vergüenza.
Pero lo que hizo el sapo fue meterse, a
escondidas, en la guitarra.
El urubú se pasó el pico por las plumas
hasta que quedaron relucientes y, en seguida, cogió su instrumento y levantó el
vuelo.
Entusiasmado como iba con la
perspectiva de la fiesta, no advirtió que su guitarra tenía más peso que el de
costumbre. Volaba impetuosamente, y pronto dejó tras sí las nubes y luego la
luna y las estrellas.
Al llegar al cielo, que, como ya hemos
dicho, era el cielo de los animales, le preguntaron por el sapo.
—¿Creen que va a venir? —contestó el
urubú—. Veo que ustedes se han olvidado del sapo. Si en la tierra apenas marcha
a saltos, ¿piensan que puede remontarse hasta esta altura? Es seguro que no
vendrá…
—¿Por qué no lo trajiste? —demandó el
pato, que tenía cierta simpatía por el sapo debido a su común afición al agua.
—Porque no acostumbro cargar piedras
—respondió el urubú. Dicho esto, dejó a un lado su guitarra y, esperando que
llegara el momento de la música, se puso a conversar con el loro.
Entonces el sapo salió de su escondite
y apareció de improviso ante la concurrencia, más hinchado y orgulloso que de
costumbre. Como es natural, lo recibieron con gran asombro, en medio de
aplausos y felicitaciones. Al mismo tiempo, se reían del urubú. Alguien contó,
por lo bajo, la forma en que viajó el sapo, y el urubú, al notar que rezongaban
de él, se sentía muy incómodo.
Después comenzó la fiesta.
Repetimos que ése era el cielo de los
animales. Todos estaban allí felices y contentos.
El burro ya no sufría los palos del amo
ni el caballo los espolazos, pudiendo ambos estar quietos o galopando según su
gusto.
El león conversaba tranquilamente con
la oveja, que disfrutaba de un verde prado.
Del mismo modo, el puma se entendía
bien con el venado, y el ñandú corría solamente cuando se le antojaba, pues no
había allí gauchos que lo persiguieran con boleadoras.
Los monos tenían árboles cuajados de
frutos, que compartían con pájaros felices, pues nadie les robaba sus nidos.
En fin, no había animal que se
encontrara triste, por falta de alimentos o por la persecución de otro animal o
del hombre.
Las palomas revoloteaban sobre ese
cuadro de felicidad, llevando en el pico la rama del olivo de la paz con más
éxito que en la tierra.
Para mejor, todos se dedicaban a
cultivar el canto, el baile o el instrumento de su preferencia. Y era
precisamente para lucir sus habilidades que se realizaba la fiesta.
Llegado el momento, el elefante soplaba
el clarinete, los pájaros hacían sonar las flautas, la serpiente de cascabel
agitaba uno muy grande, la jirafa se entendía con el saxófono, el grillo tocaba
su violincito de una sola cuerda y la tortuga golpeaba el bombo con mucha
compostura.
En cuanto a canto, el león rugía una
melodía severa y profunda, el caballo relinchaba un aria, el gato maullaba una
patética serenata, y el gallo, de todos modos, lo hacía mejor que cuando quiso
actuar en Bremen.
No nos hemos olvidado del burro, que
tiene también potente voz, pero haciendo honor a su nombre, no había logrado
perfeccionarse, por lo cual los demás animales le pidieron que no desafinara.
Estaba por allí tocando, discretamente, el triángulo.
La música celestial contaba también con
el silbo, a cargo de la vizcacha, que lo hacía tan bien como el mirlo.
Quien bailaba era el oso, bamboleándose
muy gustosamente, sin tener que obedecer ya el látigo del gitano.
También hacían piruetas los monos, a
quienes fue imposible sujetar, y ni qué decir que las ardillas se movían más
que nunca.
Desde luego que el buitre, invitado
para refuerzo de la orquesta, rasgueaba su guitarra con gran entusiasmo, y el
sapo, que era partidario de formar un orfeón, daba unos “do de pecho” con una
voz de tenor bastante apreciable.
A todo esto, el loro hablaba y lanzaba
vivas en todos los idiomas.
El sapo no las tenía todas consigo
pensando en la vuelta y por eso, aprovechando un momento en que eran mayores la
alegría y el alboroto, se metió de nuevo en la caja de la guitarra.
Terminada la fiesta, nadie notó su
ausencia a la hora de despedirse. Nadie, salvo el urubú, que le guardaba rencor
por haberlo puesto en ridículo.
Éste echó a volar al fin hacia la
tierra y, como ya estaba receloso, advirtió el mayor peso de su instrumento.
Como no residía de firme en el cielo,
tenía aún malos sentimientos, y se propuso vengarse del sapo que, por la misma
razón de no vivir allí, se encontraba aún a merced de las trapacerías de sus
enemigos.
El urubú voló sin hacer ninguna
investigación hasta que le fue posible distinguir el suelo. En ese momento
estaba también bajo la luna y, dando inclinación a la guitarra para que la luz
entrara en la caja, distinguió al pobre sapo acurrucado en el fondo de ella.
—Sal de ahí —gritó el urubú.
—Por favor, no me eches —rogó el sapo,
angustiosamente.
—¿No eres capaz de volar hasta el
cielo? Sal, sal pronto —insistió el urubú.
—No, no puedo salir, porque tú me
arrojarás… —se lamentaba el sapo.
El urubú continuó exigiéndole que
saliera, cosa que no pudo conseguir, pues el sapo, de ningún modo quería
exponerse a caer. Por último, el urubú volteó y agitó la guitarra hasta que
consiguió disparar por los aires al clandestino ocupante.
El sapo movía las patas, cayendo
vertiginosamente.
Por mucha que fuera la velocidad, la
distancia era también muy grande, y el choque demoraba. El pobre sapo tuvo
entonces tiempo para pensar y lamentarse:
—Ojalá no caiga en rocas ni piedras
—decía—. Ojalá caiga en una laguna…, o en arena…, o en blanda yerba…
El urubú, entretanto, le gritaba:
—¡Qué rápido vuelas!... ¡Sin duda fue
un águila tu madre!...
El pobre sapo ni le oía.
En cierto momento le pareció que caería
en una laguna, pero un ventarrón lo alejó, haciéndole perder esa esperanza.
Luego creyó que se precipitaba sobre un
prado, y, por último, sobre un frondoso ombú; mas siguió apartándose de la
dirección de estos lugares.
Ahí estaban unos largos y duros
caminos. Ahí, unos roquedales. Ahí, el patio de una casa.
Descendía dando volteretas, pues el
viento arreció. Por último, cerró los ojos, prefiriendo no ver el sitio en el
cual iba a estrellarse.
Al fin llegó. Se dio contra el suelo,
de espaldas, en un lugar lleno de piedras.
Quedóse sin sentido y, cuando despertó,
andaba rengueando más que nunca, y pasaron muchos días antes que se repusiera
completamente.
Pero el golpe había sido tan fuerte que
la espalda le quedó para siempre manchada y llena de protuberancias.
He ahí, pues, la razón por la cual el
pobre sapo tiene tan fea presencia. También dicen que debido al golpe se le
malogró la voz, pero esto no se puede asegurar.
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