Un día en el mes de julio, al amanecer, en una isla lejana, la
isla de Sri Lanka, salen cuatro monjes desde un templo muy antiguo hacia el río
más cercano. En sus manos llevan cuatro vasijas de metal. Uno de los monjes,
además, lleva una espada que en otros tiempos fue el arma de un guerrero en una
importante batalla contra los demonios destructores del bosque.
Pero hoy es un día muy especial ya que por primera vez iré con mis
padres y con los demás al río.
Es una larga caminata,
pero aunque mi corazón palpita agitadamente, voy hacia el lugar sin detenerme
en el camino. Por fin puedo ver a los monjes liderando nuestro grupo.
Mis padres me contaron
varias veces que el monje mayor llega a un punto en el río que solo él conoce y
en el momento indicado, corta el agua con la espada, como marcando el inicio de
un nuevo año bendiciendo nuestras vidas. Cortar el agua siempre me pareció
imposible pero me dijeron que hay un lugar en el río que sólo los monjes
conocen y que el lugar exacto está marcado por una tienda cubierta de tela
blanca y ramas de árboles por lo que no nadie puede ver el ritual. La gente
tiene que esperar y observar desde donde se encuentren ubicados.
Llegamos y de inmediato la
gente deja de hablar y todos miran hacia el rio con las manos enlazadas en una
oración silenciosa.
Quiero preguntar mil cosas
pero no me dejan hablar. En realidad hubiera sido inútil porque aquellos
momentos son tan especiales para todos que al final tampoco me habrían prestado
atención.
El monje mayor ingresa con
la espada en aquella especie de tienda. El silencio es ahora abrumador y sólo
yo puedo escuchar una voz a lo lejos. Me lo imagino ejecutando una danza con la
espada, en un remolino de cantos mientras un guerrero, el dueño de la espada se
aparecería. El guerrero tendría que luchar contra fantasmas modernos y
antiguos, esos que siguen conspirando para destruirlo que nos rodea y acabar
con el agua que todavía tenemos.
Tengo sed. Me siento
impaciente pero ya sale de la tienda y los otros tres monjes que lo esperaban
entran con sus vasijas de cobre dentro de la tienda.
Al salir las vasijas de
cobre están llenas de agua. En un momento las llevarán de regreso al templo
para cuidarlas hasta el año siguiente donde el mismo ritual se llevará a cabo.
Es el momento de lanzarse
al agua, darse un baño o sumergir los pies. Hay muchos que recogen el agua en
pequeños frascos. Veo a mi madre también llenar uno con devoción.
Entiendo que no es la
espada sino el agua y entonces la ceremonia ancestral tiene sentido. De alguna
forma me transformo en un guerrero y pienso en lo que vi, en lo que significa
no tomar el agua como algo permanente o eterno y que es de propiedad de todos.
Voy a volver al río y
encontrar mi espada en el reflejo de los últimos rayos del sol de aquella tarde
en que el agua fue cortada en dos.
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