Paseaba cierto día un
nigromante indio por la orilla del Ganges, cuando acertó a volar sobre su
cabeza un búho que llevaba un ratoncito en su corvo y agudo pico.
Asustada el ave, soltó
la presa, y el nigromante, que era hombre de delicados sentimientos, tomó el
magullado ratoncito, y después de curarlo lo transformó en una encantadora
joven.
—Ahora, amiga mía, se
trata de buscaros un esposo. ¿A quién le placería dar vuestra mano? Sabed que
yo soy un gran mago y poseo el don de ejecutar los mayores portentos y
satisfacer todos vuestros deseos.
Mirábale la hija
adoptiva contenta, y sus ojos brillaban de alegría.
—Pues bien: me
gustaría ser la esposa del ser más poderoso del universo— le respondió.
—Nada hay en el mundo
más grande y excelso que el sol— le replicó el encantador. Así, pues, os casaré
con él.
Y el mago suplicó al
sol aceptase la mano de su protegida
—Yo no soy el ser más
poderoso, respondió el sol. Mirad si no cómo basta una nube para cubrirme y velar
mi luz. Ella es más fuerte y su poder sobrepuja al mío.
Acudió el hechicero a
la nube y le ofreció la mano de la joven.
—Hay una cosa más
fuerte que yo— le respondió la nube. El viento me arrastra donde le place.
Pero luego vio el mago
que la montaña era más poderosa que el viento, pues elevándose altiva entre las
nubes detenía los más fieros vendavales.
—Alguien es más fuerte
que yo, dijo la montaña. Mira aquel ratoncillo que me horada y vive en mi seno
contra mi voluntad. Mi poder, que divide las tormentas, no basta para infundir
respeto a esa bestezuela.
Quedó el mago
entristecido por el fracaso de sus tentativas, pensando que su protegida no
consentiría descender a ser la esposa de un ratón. No obstante acababa de
aprender que el ratón era el ser más poderoso del mundo. La convirtió, pues, de
nuevo en una ratita y la casó con el ratón de la montaña, que la hizo feliz,
viviendo ambos dichosos largos años.
Por mucho que
alteremos nuestra, apariencia, en el fondo siempre seremos los mismos.
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