En las
últimas horas de la tarde, un joven zorro paseaba irreflexivamente por los
bosques cuando, ¡zas!, pisó una trampa de acero y quedó atrapada en él su
peluda cola. Hizo todo lo posible por zafarse, pero cuanto más tiraba, con
mayor fuerza lo retenía el cepo.
Oscurecía,
y un par de veces creyó oir ladrar a los perros. Luego, de pronto, tuvo la
seguridad de que los oía… y adivinó que llegaba el cazador para ver qué había
atrapado su trampa.
El
infortunado zorro pensó con rapidez. No cabía duda. Debía perder la vida ?o su
hermosa cola. Sólo disponía de unos pocos minutos para huir. Acaso no podría
zafarse. Tiró con todas sus fuerzas, se revolcó por el suelo y se retorció
hasta que, con un tirón final, quedó libre, dejando su preciosa cola en la
trampa. En el preciso instante en que se acercaba, a la carrera, el primero de
los salvajes perros, el zorro se internó en el bosque, tambaleándose
penosamente. Cruzó un río, para hacer perder el rastro a sus perseguidores y se
encaminó hacia su guarida.
El zorro
estaba tan contento de estar vivo que, durante algún tiempo, no se preocupó
mucho por la pérdida de su cola. Pero al día siguiente, cuando se inclinó sobre
el arroyo para beber, miró el agua y vio la terrible verdad. Su hermosa cola
había desaparecido. ¡Qué raro y feo estaba! Meneó la cabeza tristemente, y al
imaginar cómo se burlarían de él los demás animales, sobre todo los zorros, se
internó en el solitario bosque y se ocultó entre la espesa arboleda.
Pero, como
todos los zorros, era taimado y, después de trazar varios planes y de urdir
diversas tretas, se le ocurrió una idea brillantísima. Estaba seguro de ello.
Apenas
amaneció el día siguiente, se unió audazmente a un grupo de hermanos y primos
suyos y, antes de que pudieran decir una sola palabra sobre su desaparecida
cola, empezó a pronunciar un elocuente discurso.
-No se
imaginan qué agradable, cómodo y práctico es estar sin cola -dijo, con aire
importante-. No sé cómo he podido soportarla durante tantos años. ¡Me siento
tan ligero y ágil sin ella! Es una sensación maravillosa.
-Pero…
¿qué fue de tu cola? -preguntó uno de los zorros, sorprendido.
-¿Qué fue,
dices? -repitió el joven zorro-. Pues que me la corté, naturalmente. Era
demasiado larga y pesada y se arrastraba siempre por el suelo, recogiendo basura.
Ahora me siento cómodo, por primera vez en mi vida, y os aconsejo a todos que
os desembaracéis de vuestras estúpidas e inútiles colas inmediatamente.
-¿Y
supones que vamos a creer que te la cortaste? -preguntó tranquilamente un viejo
zorro.
-¿Por qué
no? -replicó el zorro joven, con un poco más de aspereza que la natural-. Mi
fastidiosa cola se me enredaba a cada momento en esto y lo otro y…
Al oírlo,
una vieja abuela contrajo sus zorrunos ojos y se echó a reír. Al cabo de un
momento, todos los presentes reían… con mayor fuerza cada vez. Esto resultó
insoportable al joven zorro, y si hubiese tenido una cola que meter entre las
patas, por cierto que lo habría hecho, cuando se fue, enojado, a refugiar en el
bosque.
-Al dolor
le gusta la compañía -dijo la vieja y sabia zorra.
Pero los
demás reían aún Y probablemente no la oyeron.
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