En mi casa, la religión no revestía
de ninguna solemnidad. Se reducía a
rezar por la noche todos juntos.
Mi hermana mayor, Alejandra,
era la que dirigía la oración. Para que los más pequeños no nos aburriéramos aceleraba
a veces el ritmo, al grado que maltrataba o se comía algunas palabras.
Entonces intervenía mi padre
y le ordenaba severamente:
-Comienza de nuevo- así
aprendí que a Dios hay que hablarle co respeto.
* * *
Mi padre, al rezar, se
arrodillaba en el piso, apoyaba sus codos en una silla, y se cubría el rostro
con las manos. No se movía, ni nos miraba, entonces yo pensaba:
“Debe ser muy grande Dios,
si mi padre cuando le habla se pone de rodillas. Dios debe de ser también muy
bueno, si mi padre le habla sin quitarse su ropa de trabajo”
* * *
Por las noches mi madre
rezaba, pero no arrodillada, estaba tan cansada. Ella tomaba asiento entre
nosotros, teniendo entre sus brazos a mi hermano, el más pequeño.
A la hora de rezar, mi madre
se ponía un delantal negro, que le cubría hasta los pies y dejaba su cabello
suelto sobre sus hombros. Mi madre rezaba todas las oraciones sin perderse una
sílaba, pero siempre en voz baja. Al mismo tiempo no dejaba de mirar a todos,
sobretodo a los más pequeños.
Nos miraba, pero no nos
decía nada, ni siquiera cuando los más pequeños la molestaban, o cuando afuera
había tormenta, o cuando el gato cometía alguna travesura.
Yo pensaba: “Debe de ser muy
sencillo Dios, si mi madre puede hablarle cubierta con ese delantal y teniendo
un niño entre sus brazos”
Y también pensaba: “Dios
debe de ser un personaje muy importante, si mi madre cuando le habla, ya no le
hace caso ni al gato, ni a la tormenta.
Las manos de mi padre y los
labios de mi madre me enseñaron mucho más que el mejor libro de catecismo.
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