Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños jugaban en el
jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por la hierba, se
escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los árboles que
cobijaban a muchos pájaros cantores. Allí eran muy felices.
Una tarde, estaban jugando
al escondite cuando oyeron una voz muy fuerte.
-“¿Qué hacen en mi jardín?”-
Temblando de miedo, los
niños espiaban desde sus escondites, desde donde vieron a un
gigante muy
enfadado. Había decidido volver a casa después de vivir con su amigo el ogro
durante siete años.
-“He vuelto a mi castillo
para tener un poco de paz y de tranquilidad”- dijo con voz de trueno. –“No
quiero oír a niños revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra
volver!”-
Los niños huyeron lo más rápido que pudieron.
-“Este jardín es mío y de
nadie más”- mascullaba el gigante. –“Me aseguraré de que nadie más lo use”-
Muy pronto lo tuvo rodeado
de un muro muy alto lleno de pinchos.
En la gran puerta de
hierro que daba entrada al jardín el gigante colgó un cartel que decía "PROPIEDAD PRIVADA. Prohibido el
paso". Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas
de la verja para contemplar el jardín que tanto echaban de menos.
Luego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un camino
polvoriento. Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con una espesa
capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del norte
silbaba alrededor del castillo del gigante y el granizo golpeaba los cristales.
-“¡Cómo deseo que llegue
la primavera!”- suspiró acurrucado junto al fuego.
Por fin, la primavera
llegó. La nieve y la escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la
tierra. Los árboles se llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus
canciones por los campos, excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y la
escarcha seguían helando las ramas desnudas de los árboles.
-“La primavera no ha
querido venir a mi jardín”- se lamentaba una y otra vez el gigante.
–“Mi jardín
es un desierto, triste y frío”-
Una mañana, el gigante se
quedó en cama, triste y abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió
a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y
todos los árboles aparecían llenos de flores.
En cada árbol se hallaba
subido un niño. Habían entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera
los había seguido. Un solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y
lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la
rama más baja del árbol más pequeño.
El gigante sintió
compasión por el niño.
-“¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no
quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo convertiré en un parque para
disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir al árbol”-
El gigante bajó las
escaleras y entró en su jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron
tanto que volvieron a escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos
llenos de lágrimas y no pudo ver acercarse al gigante. Mientras el invierno
volvía al jardín, el gigante tomó al niño en brazos.
-“No llores”- murmuró con dulzura, colocando al pequeño en el
árbol más próximo.
De inmediato el árbol se
llenó de flores, el niño rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.
Cuando los demás niños
comprobaron que el gigante se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo
al jardín por el agujero del muro y la primavera entró con ellos. El gigante
reía feliz y tomaba parte en sus juegos, que sólo interrumpía para ir
derribando el muro con un mazo. Al atardecer, se dio cuenta de que hacía rato
que no veía al pequeño.
-“¿Dónde está vuestro
amiguito?”- preguntó ansioso.
Pero los niños no lo
sabían. Todos los días, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al
hermoso jardín del gigante. Y todos los días el gigante les hacía la misma
pregunta: -“¿Ha venido hoy el pequeño?”- También todos los días, recibía la
misma respuesta:
-“No sabemos dónde
encontrarlo. La única vez que lo vimos fue el día en que derribaste el muro”-
El gigante se sentía muy
triste, porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los
demás niños.
Los años pasaron y el
gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno
estaba asomado a la ventana de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol
precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de
delicadas flores blancas y de frutos plateados, y debajo del árbol se hallaba
el pequeño.
-“¡Por fin ha vuelto!”- exclamó
el gigante, lleno de alegría.
Olvidándose de que tenía
las piernas muy débiles, corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al
llegar junto al pequeño enrojeció de cólera.
-“¿Quién te ha hecho daño?
¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que
esté, mataré a las personas que te hayan hecho esto”-
Entonces el niño sonrió
dulcemente y le dijo:
-“Calma. No te enfades y
ven conmigo”-
-“¿Quién eres?”- susurró
el gigante, cayendo de rodillas.
-“Hace mucho tiempo me
dejaste Jugar en tu jardín”- respondió el niño. –“Ahora quiero que vengas a jugar
al mío, que se llama Paraíso”-
Esa
tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve,
encontraron al gigante muerto, pacíficamente recostado en un árbol, todo
cubierto de llores blancas.
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