Una vieja
leyenda cuenta la historia de un hombre y una mujer que vivían en una islita al
oeste del Canadá. Se encontraban muy solos, pues no tenían hijos y en la isla
no vivía nadie más.
Una
tarde que el cielo adquirió un color semejante al de las plumas de la gaviota,
la joven esposa se sentó a la orilla del mar y miró hacia el horizonte.
"Si tuviéramos hijos, podrían
jugar conmigo en la arena y no me sentiría tan sola", pensó.
Ocurrió que un martín pescador, con
sus pequeñuelos, zambullía su pico en el río que desembocaba en aquel lugar.
-“¡Oh, martín pescador!”- exclamó la
joven –“desearía tener hijos como tú”-
Con gran asombro oyó que el martín
pescador le respondía.
-“¡Mira las caracolas! ¡Mira en el
interior de las caracolas!”-
A la tarde siguiente su marido salió a
pescar y la joven volvió a sentarse en la playa, fijó su mirada en el mar y vio
que una gaviota se mecía sobre las olas junto a sus pequeños.
-“¡Oh, gaviota!”- susurró la joven –“quisiera
tener hijos como tú”-
La
gaviota le respondió: -“¡Mira las caracolas! ¡Mira en el interior de las
caracolas!”-
De
repente, oyó un llanto tras sí. Provenía de una gran caracola depositada en la
arena. La mujer la recogió, miró en su interior y allí vio a un niño muy
pequeño que lloraba desconsoladamente.
Llevó al bebé a su casa y lo cuidó
hasta que se convirtió en un muchachito fuerte y sano. Un día, el niño dijo a
la joven:
-“Necesito un arco hecho con el
brazalete de cobre que llevas en el brazo”-
La mujer sonrió y, para complacerle,
le hizo un pequeño arco y dos flechas.
Al día siguiente, el niño salió a
cazar con sus flechas y su arco. Y así continuaría haciendo todos los días.
Cazaba gansos, patos y toda clase de aves de mar.
Al crecer, el rostro del muchacho fue
adquiriendo un tono dorado, más brillante aún que el resplandor de su pequeño
arco. Y cuando se sentaba en la playa, mirando hacia el mar, todo se serenaba y
unas extrañas luces resplandecían en la superficie del agua.
Un día, una gran tormenta se abatió
sobre el mar y el agua estaba tan agitada que el pescador no pudo salir con su
barca. La tormenta duró varios días y se quedaron sin pescado para comer.
Entonces
el niño dijo:
-“Aventúrate en el mar y déjame ir en
la barca contigo, padre; quiero conquistar el Espíritu de la tormenta”-
El hombre no quería embarcar con el
mar tan agitado, pero el muchacho insistió tanto que al final aceptó.
Juntos se enfrentaron a la fuerte
marejada. No tuvieron que remar mucho para encontrar al Espíritu de la tormenta
que soplaba desde el suroeste, allí donde habitan los grandes vientos.
El Espíritu de la tormenta soplaba y
soplaba como un monstruo salvaje y zarandeaba la pequeña embarcación de un lado
para otro. Pero su furia huracanada no lograba hacerla volcar. El niño la
dirigía en medio de las olas y pronto a su alrededor el mar se calmó.
Entonces el Espíritu de la tormenta
llamó a su amiga la Niebla marina, para que bajara a esconder el agua; sabía
que si la niebla se extendía, el hombre y el niño estarían perdidos.
Cuando el hombre vio que la niebla se
adueñaba del mar se quedó aterrado; era su enemiga más temida.
Pero el niño dijo:
-“No te asustes. La niebla no te hará
daño mientras yo esté contigo”-
Y
así fue, porque cuando vio al niño sonriente, sentado en la proa de la
barquita, desapareció tan pronto como había venido. Convencido de su
impotencia, el Espíritu de la tormenta se marchó enfadado, y el mar recobró su
calma.
Mientras volvían a casa, el niño
enseñó a su padre una canción mágica, y la cantaron a los peces. Estos, al
oírla, nadaron hacia las redes. En unos momentos llenaron la barca de pescado.
-“Dime cuál es el secreto de tu poder”-
dijo el padre.
-“Aún no puedo decírtelo”- contestó el
niño.
Al día siguiente, el muchacho salió
con su arco y sus flechas de cobre y cazó muchos pájaros. Cuando llegó a casa,
los desplumó y los puso a secar.
Luego se vistió con las plumas de un
avefría, se elevó en el aire y voló por encima del mar. El océano tenía un
color grisáceo, semejante al de sus alas.
Después de volar en torno a la isla,
se quitó las plumas de avefría, se vistió con las plumas azules, que seleccionó
de algunos arrendajos, y de nuevo se elevó por los aires. Debajo de él, el mar
se volvió inmediatamente del mismo azul que sus alas. Al terminar su segundo
viaje alrededor de la isla, se vistió con las plumas de los petirrojos, de un
bello color oro rojizo. Mientras volaba muy alto sobre el mar, las olas
reflejaban el color del fuego.
Brillantes resplandores de luz aparecían sobre
el océano y el cielo al oeste se teñía de un rojo dorado.
Cuando volvió a la playa, el muchacho
dijo a su madre:
-“Soy el hijo del Sol. Ahora debo irme
y abandonar esta isla para siempre. Pero me apareceré a menudo ante vosotros,
al oeste del cielo cuando el sol cae sobre el horizonte. Cuando el cielo y el
mar del atardecer tengan el color dorado de mi rostro, sabréis que al día
siguiente el tiempo será bueno y no habrá viento ni tormenta. Y aunque ahora
tenga que dejarte, te voy a otorgar un poder. Lleva puesto este... vestido
mágico y si me necesitas para algo, me lo haces saber con sólo mandarme
pequeñas señales blancas que podré ver desde mi casa del oeste”-
El muchacho dio el vestido mágico a su
madre y voló hacia el oeste, dejando al pescador y a su mujer muy entristecidos.
Desde aquel día, cuando la mujer se sienta en la arena y afloja su vestido
mágico, el viento se pone a soplar y el mar se agita. Cuanto más lo afloja, más
crece la tormenta.
Pero en otoño, cuando la niebla se
extiende por el mar y el cielo se cubre de nubes, ella recuerda la promesa del
niño. Arranca las finas plumitas blancas de los pechos de los pájaros y las
arroja al viento.
Transformadas
en copos de nieve, vuelan hacia el oeste para llevar un mensaje al muchacho que
le recuerda: "¡Hijo del Sol, el mundo está gris y solitario! ¡Déjanos ver
tu rostro dorado!
Entonces, antes del anochecer, aparece
él y cielo y mar se cubren de una luz dorada.
Y
la gente en la Tierra sabe que no habrá viento al día siguiente y que el tiempo
será bueno. Tal como lo prometió el hijo del Sol un día a su madre.
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