Hace
mucho tiempo, un hombrecillo llamado Inocencio, que era tan bueno y candoroso
como su nombre, trabajaba en los fértiles valles de Pozo Amarillo, en plenos
Andes.
Cerca
de Inocencio, vivía otro hombre de nombre Rufián. Rufián, al contrario de
Inocencio, era un hombre ambicioso y malvado.
Una
tarde que Inocencio volvía de su trabajo, encontró caída junto a una roca a una
pobre india vieja que se quejaba de terribles dolores.
-“¡Pobre
anciana!”- exclamó nuestro hombre, y levantándola del suelo, se la llevó a su
choza, donde la atendió lo mejor que pudo.
Los
ojos de la india se abrieron y se fijaron en Inocencio con gratitud
-“Eres
muy bueno, hermanito”- suspiró, -“¡tú has sido el único hombre que, al pasar
por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu
bondad, mereces ser feliz y tener riquezas que puedas repartir entre los
necesitados! ¡Yo te las daré!”-
-“¿Tú?
Una pobre india…”-
-“Yo
siempre he vivido miserablemente”- contestó la anciana –“mas poseo el secreto
de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego”-
-“¡El
Cóndor de Fuego!”- exclamó Inocencio, con el mayor estupor, al recordar una
leyenda antiquísima que le habían narrado sus padres, -“Dime… ¿Cómo es?”-
-“¡Es
un cóndor enorme y su plumaje es del rojo color de oro, como los rayos del sol!
¡Su guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera!
¡Allí se encierran más riquezas que todas las que hoy existen en el mundo
conocido!”-
-“Esos
tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán caer en manos de un
hombre bueno y generoso. ¡Ese hombre eres tú, Inocencio!”-
-“Entonces…
¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor de Fuego?”- preguntó Inocencio.
-“En
el dedo meñique de mi mano derecha llevo un anillo con una piedra verde”-contestó
la india –“y sobre mi pecho cuelga de una cadena una llavecita de oro. El
anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo y
te guíe hasta la entrada del tesoro… La pequeña llavecita es de un cofre que
está enterrado en las laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide
blanca, dentro de la cual encontrarás el secreto para entrar a los escondidos
sitios donde se halla tanta riqueza. ¡Ya te lo he dicho todo! Me voy tranquila
al lugar misterioso donde me esperan mis antepasado”-
Y
diciendo estas últimas palabras, la vieja india cerró los ojos para siempre.
Mucho
lloró Inocencio la muerte de la anciana, y cumpliendo sus deseos la enterró
junto a su cabaña, después de sacarle el anillo de la piedra verde y la
llavecita que guardaba sobre su pecho.
Al
día siguiente empezó su camino, en busca del Cóndor de Fuego.
Pero
la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Rufián, que había escuchado
tras la puerta de la cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible
sed de riquezas, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso
sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido.
-“¡Ahora
seré yo quien encuentre tanta fortuna!”- exclamó el temible Rufián al ver a
Inocencio tendido a sus pies –“¡Seré inmensamente rico y así podré dominar al
mundo con mi oro, aunque haya de sucumbir la mitad de la humanidad!”-
Rufián
quitó el maravilloso talismán de la piedra verde a Inocencio, pero olvidó
llevarse la pequeña llavecita.
Una
tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó sobre su cabeza el furioso ruido
de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstruoso
cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus ojos llameantes.
-“¡Ahí
está!”- exclamó el malvado.
El
fantástico animal era tremendo. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los
cóndores comunes y su plumaje, rojo oro, parecía sacado de un trozo de sol. Sus
garras enormes y afiladas despedían fulgores deslumbrantes. Su pico alargado y
rojo se abría de cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que
paralizaba a todos los seres vivientes de la montaña.
Rufián
tembló al verlo, pero, repuesto en seguida, alzó la mano derecha y le mostró el
precioso talismán de la piedra verde.
El
Cóndor de Fuego, al contemplar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto
y se quedó como prendido en el espacio. Después voló sobre Rufián y tomándolo
suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos. El Cóndor lo
transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la
caída del sol, descendió a gran velocidad sobre las mismas cumbres de la enorme
montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado.
-“¡Ahí
es! ¡Ya el tesoro es mío!”- gritó el malvado. –“¡Ahora el mundo temblará ante
mi poder sin límites!”-
En
pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa profundidad, pero… se encontró
con que ésta se hallaba cerrada por una gran puerta de piedra.
-“¿Cómo
haré para abrirla?”- se preguntó Rufián impaciente –“¡La haré saltar con la
pólvora de mis armas!”-
Mientras
preparaba los cartuchos, el Cóndor de Fuego lo contemplaba en silencio desde
muy cerca, y sus ojos fulgurantes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la
alhaja.
Rufián,
sin recordar al monstruo e impulsado por su codicia sin límites, prendió fuego
a la mecha y muy pronto una terrible explosión conmovió la montaña.
Miles
de piedras saltaron y la enorme puerta que defendía el tesoro cayó hecha
trizas, dejando expedita la entrada a la misteriosa y oscura caverna.
-“¡Es
mío! ¡Es mío!”- gritó el demente entre espantosas carcajadas. Pero una terrible
sorpresa lo aguardaba.
El
Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros que indicara la india
Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconocía el
secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el espacio, cayó sobre el
intruso y elevándolo más allá de las nubes, lo dejó caer entre los agudos
riscos de las montañas, en donde el cuerpo del malvado Rufián se estrelló, como
castigo a su perversidad y codicia.
Desde
entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en
las nevadas alturas del Aconcagua y allí continuará, custodiado desde los
cielos por el fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del
sol.
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