Hace
muchos, muchísimos años ya no se sabe cuántos, vivía en Ecuador un campesino
que había ahorrado algo de dinero y se compró un trozo de tierra para
cultivarla.
-“¿Cómo
es posible que un campo tan grande cueste tan poco?”- preguntó su mujer cuando
le enseño su nueva propiedad –“Seguro que aquí hay gato encerrado”-
Pero
el campesino respondió:
-“Nada
de eso. Es una buena tierra y ahora es nuestra y sólo nuestra”-
-“¿Vuestra?
¡Mía, querrás decir, gusano inmundo!”- gritó a sus espaldas una voz atronadora.
Marido
y mujer se giraron asustados y vieron a pocos pasos a un gigante de cabellos
largos, el más feo que jamás hubiera rozado las nubes: tenía brasas en lugar de
ojos, la nariz roja y llega de verrugas, dos matojos en marañados por cejas, y
unas inmensas orejas puntiagudas que se agitaban al viento.
-“¡Salid
de mi tierra!”- gritó de nuevo el gigante moviendo los brazos como si fueran
las aspas de un molino.
-“¿Qué
has dicho?”- preguntó el campesino con un hilo de voz.
-“Este
campo es mío. Lo heredé de mi padre”- insistió el gigante.
-“¿No
estarás hablando en serio? ¡Lo he comprado y pagado, así que es mío!”- exclamó
el campesino, furioso.
-“¡Que
te he dicho que no!¡Es mío, mío y mío!”- gritó el gigante, y levantó uno de sus
colosales pies con la intención de aplastar el hombrecillo como si fuera el
caparazón de un caracol.
Entonces
la campesina dio un paso adelante, se subió ligeramente la falda para hacer una
elegante reverencia y con una dulce sonrisa en los labios, dijo:
-“¡Por
caridad, señor, no lo haga! En este mundo siempre hay una forma de ponerse de
acuerdo”-
El
gigante se quedó con el pie en el aire y agitó una oreja para escuchar mejor.
Nadie
le había llamado nunca “señor” y por lo que se refería a las reverencias y las
sonrisas, en su vida había visto muy pocas. Por eso plantó el pie en el suelo,
se rascó la cabeza y al final preguntó:
-“¿Qué
quieres decir, insignificante piojo? Venga, habla o te despedazaré”-
-“Mire
señor, esta tierra llena de piedras y malas hierbas seguro que no te da ningún
fruto, pero nosotros podríamos cultivarla para ti y darte la mitad de los
beneficios: así nosotros haremos todo el esfuerzo y para ti todo serán ventajas”-
-“Estoy
de acuerdo”- dijo el gigante. –“Estoy muy, pero que muy de acuerdo. Pero con
una condición: yo me quedaré con todo lo que salga de la tierra y vosotros con
lo que crece bajo ella. ¿Adiós, pequeños, y que se os dé bien!”-
Y
se marchó riéndose, a pasos tan largos que en un instante desapareció tras las
montañas.
-“¡Pues
vaya idea has tenido! se quejó el campesino. Nosotros labramos la tierra, la
cavamos, la sembramos, la regamos, y a cambio recibimos un montón de raíces.
Mujer, creo que no ha sido muy buena idea”-
-“Yo
creo que sí ha sido una gran idea, cabeza de chorlito. Está tan vacía que si la
golpeara, sonaría mejor que un tambor. ¿Es que no has pensado que podríamos
plantar patatas y quedarnos con la mejor parte?”-
Así
pues, marido y mujer labraron y sembraron la tierra, y en el momento de la
cosecha llegó el gigante para pedir su mitad.
Pero
cuando descubrió que sólo le tocaba un motón de hojas, mientras que el
campesino y su mujer se habían quedado con las patatas que crecieron bajo la
tierra, montó en cólera con la fuerza de dos gigantes juntos.
-“¡Ladrones!¡Embaucadores!”-
gritaba.
-“Un
trato es un trato! Toma tus hojas y vete”- dijo el campesino.
Y
mientras el gigante de cabellos largos se alejaba furioso, la campesina le
gritó:
-“¿La
próxima vez qué quieres? ¿Lo que está encima o lo que está bajo tierra?”-
-“¡No
me liéis más!¡Obviamente, quiero las raíces!”- respondió el gigante, y
desapareció tras el horizonte.
-“Ahora
sembraré frijoles”- dijo el campesino frotándose las manos, y así lo hizo.
Cuando
el gigante regresó, el campo estaba todo verde y los frijoles, listos para ser
recogidos.
-“¡Vamos
allá!- dijo el campesino –“¡Para nosotros los frijoles y para ti las raíces!”-
-“Maldito seas, me has engañado de nuevo!”-
vocifero el gigante, pisoteado el suelo de rabia –“¡Te haré papilla!”-
-“Ni lo sueñes-dijo tranquilamente el campesino. Un trato es un trato y debe respetarse”-
-“De
acuerdo, gusano inmundo, has ganado. Pero ahora lo haremos a mi modo o tendrás
problemas. Sembrarás cebada y cuando esté alta, empezaremos a segarla juntos en
partes opuestas del campo. Luego cada uno se quedará con los que haya recogido”-
Desesperado,
el campesino se lo contó a su mujer:
-“¡Esta
vez no hay salida! Con esos brazos tan largos, segará la cebada en un momento y
a nosotros nos quedarán cuatro manojos de espigas”-
Pero
la campesina tenía en la cabeza más ideas que pelos, y no tardó mucho en
encontrar la solución.
-“Nos
las apañaremos, ya verás”- dijo. –“Siembra sorgo en la mitad derecha del campo
y cebada en la mitad izquierda. Las dos plantas se parecen, pero el tallo del
sorgo es tan leñoso que es casi imposible romperlo. Cuando el gigante de
cabellos largos vuelva, debes arreglártelas para que empiece a segar por la
derecha. ¡Te aseguro que tendrá que pararse a afilar la hoja de la guadaña más
de una vez”-
Cuando
llegó la época de la siega, llegó el gigante con una guadaña enorme al hombro y
un gran saco para meter la cebada.
-“¿Estás
listo?- preguntó el campesino. Tú por la derecha y yo por la izquierda. Veremos
quien termina antes”- y empezaron a segar.
La
pequeña guadaña del campesino subía y bajaba, ligera como el viento, y la
campesina se apresuraba a recoger las espigas cortadas y las ataba en gavillas.
En cambio, el gigante chorreaba de sudor y murmuraba:
-“¡Esta
cebada parece de hierro!”-
A
cada momento debía pararse a afilar la guadaña y cuando se dio cuenta de que el
campesino había terminado, mientras que él solo estaba empezando, montó en cólera
y se marchó maldiciendo a los hombres, que en vez de aire respiran engaños y en
lugar de pan comen mentiras.
Desde
ese día no apareció más por allí y durante muchos años la pareja de campesino
les contó a sus hijos y nietos la historia del gigante de cabellos largos.
Y
cada vez que la contaba, el campesino decía:
-“¡Fue
una suerte que el gigante no tuviera una mujer tan inteligente como la mía!”-
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