Juan y María miraban a su padre que cavaba en el jardín. Era un
trabajo muy pesado. Después de una gran palada, se incorporó, enjugándose la
frente.
-“Mira, papá ha encontrado una bota vieja”- dijo María.
-“¿Qué vas a hacer con ella?”- quiso saber Juan.
-“Se podría enterrar aquí mismo”- sugirió el señor Martín –“Dicen
que si se pone un zapato viejo debajo de un cerezo crece mucho mejor”- María se
rió.
-“¿Qué es lo que crecerá? ¿La bota?”-
-“Bueno, si crece, tendremos bota asada para comer”-
Y la enterró. Ya entrada la primavera, un viento fuerte derribó
el cerezo y el señor Martín fue a recoger las ramas caídas. Vio que había una
planta nueva en aquel lugar. Sin embargo, no la arrancó, porque quería ver qué
era. Consultó todos sus libros de jardinería, pero no encontró nada que se le
pareciera.
-“Jamás vi una planta como ésta”- les dijo a Juan y a María.
Era una planta bastante interesante, así que la dejaron crecer,
a pesar de que acabó por ahogar los retoños del cerezo caído. Crecía muy bien;
a la primavera siguiente, era casi un arbolito. En otoño, aparecieron unos
frutos grisáceos. Eran muy raros: estaban llenos de bultos y tenían una forma
muy curiosa.
-“Ese fruto me recuerda algo”- dijo la señora Martín. Entonces
se dio cuenta de lo que era. –“¡Parecen botas! ¡Sí, son como unos pares de
botas colgadas de los talones!”-
-“¡Es verdad! Parecen botas”- dijo Juan asombrado, tocando el
fruto.
-“¿Has dicho botas?”- preguntó la señora Gómez, asomándose.
-“¡Sí, crecen botas!”-
-“Pedrito ya es grande y necesitará botas”- dijo la señora
Gómez. –“¿Puedo acercarme a mirarlas?”-
-“Claro que sí. Pasa y míralas con tus propios ojos”-
La señora Gómez se acercó, con el bebé en brazos. Lo puso junto
al árbol. Juan y María acercaron un par de frutos a sus pies.
-“Aún no están maduras”- dijo Juan. –“Volveremos mañana para ver
si han crecido un poco más”-
La señora Gómez volvió al día siguiente, con su bebé, pero la
fruta era aún demasiado pequeña. Al final de la semana, sin embargo, comenzó a
madurar, tomando un brillante color marrón.
Un día descubrieron un par que parecía justo el número de
Pedrito. María las bajó y la señora Gómez se las puso a su hijo. Le quedaban
muy bien y Pedrito comenzó a caminar por el jardín.
Juan y María se lo contaron a sus padres, y el señor Martín
decidió que todos los que necesitaran botas para sus hijos podían venir a
recogerlas del árbol.
Pronto todo el pueblo se enteró del asombroso árbol de los
zapatos y muchas mujeres vinieron al jardín, con sus niños pequeños. Algunas
alzaban a los bebés para poder calzarles los zapatos y ver si les iban bien.
Otras los levantaban cabeza abajo para medir la fruta con sus pies. Juan y
María recogieron las que sobraban y las colocaron sobre el césped, ordenándolas
por pares. Las madres que habían llegado tarde se sentaron con sus niños. Juan
y María iban de aquí para allá, probando las botas, hasta que todos los niños
tuvieron las suyas. Al final del día, el árbol estaba pelado.
Una de las madres, la señora Blanco, llevó a sus trillizos y
consiguió zapatos para los tres. AI llegar a casa, se los mostró a su marido y
le dijo:
-“Los traje gratis, del árbol del señor Martín. Mira, la cáscara
es dura como el cuero, pero por dentro son muy suaves. ¿No es estupendo?”-
El señor Blanco contempló detenidamente los pies de sus hijos.
-“Quítales los zapatos”- dijo, al fin. –“Tengo una idea y la pondré
en práctica en cuanto pueda”-
Al año siguiente, el árbol produjo frutos más grandes; pero como
a los niños también les habían crecido los pies, todos encontraron zapatos de
su número.
Así, año tras año, la fruta en forma de zapato crecía lo mismo
que los pies de los niños.
Un buen día apareció un gran cartel en casa del señor Blanco,
que ponía, con grandes letras marrones: CALZADOS BLANCO, S.A.
-“Anda el señor Blanco con mucho misterio plantando cosas en su
huerto”- dijo el señor Martín a su familia. –“Por fin lo entiendo. Plantó todos
los zapatos que les dimos a sus hijos durante estos años y ahora tiene muchos
árboles, el muy zorro”-
-“Dicen que se hará rico con ellos”- exclamó la señora Martín
con amargura.
En verdad, parecía que el señor Blanco se iba a hacer muy rico.
Ese otoño contrató a tres mujeres para que le recolectaran los zapatos de los
árboles y los clasificaran por números. Luego envolvían los zapatos en papel de
seda y los guardaban en cajas para enviarlos a la ciudad, donde los venderían a
buen precio.
Al mirar por la ventana, el señor Martín vio al señor Blanco que
pasaba en un coche elegantísimo.
-“Nunca pensé en ganar dinero con mi árbol”- le comentó a su
mujer.
-“No sirves para los negocios, querido”- dijo la señora Martín,
cariñosamente. -“De todos modos, me alegro de que todos los niños del pueblo
puedan tener zapatos gratis”-
Un día, Juan y María paseaban por el campo, junto al huerto del
señor Blanco. Este había construido un muro muy alto para que no entrara la
gente. Sin embargo, de pronto asomó por encima del muro la cabeza de un niño.
Era Pepe, un amigo de Juan y María. Con gran esfuerzo había escalado el muro.
-“Hola, Pepe”- dijo Juan. –“¿Qué hacías en el jardín del señor
Blanco?”-
El niño, que saltó ante ellos, sonrió.
-“Ya verás…”- dijo, recogiendo frutos de zapato hasta que tuvo
los brazos llenos.
-“Son del huerto. Los arrojé por encima del muro. Se los llevaré
a mi abuelita, que me va a hacer otro pastel de zapato”-
-“¿Un pastel?”- preguntó María. –“No se me había ocurrido. ¿Y
está bueno?”-
-“Verás…, la cáscara es un poco dura. Pero si cocinas lo de
dentro, con mucho azúcar, está muy rico. Mi abuelita hace unos pasteles
estupendos con los zapatos. Ven a probarlos, si quieres”-
Juan y María ayudaron a Pepe a llevar los frutos a su abuela, y
todos comieron un trozo de pastel. Era dulce y muy rico, tenía un sabor más
fuerte que las manzanas y muy raro. A Juan y a María les gustó muchísimo. Al
llegar a casa, recogieron algunas frutas que quedaban en el árbol de los
zapatos.
-“Las pondremos en el horno”- dijo María. -“El año pasado aprendí
a hacer manzanas asadas”-
María y Juan asaron los zapatos, rellenándolos con pasas de uva.
Cuando sus padres volvieron de trabajar, se los sirvieron, con nata. Al señor y
a la señora Martín les gustaron tanto como a los niños. Al terminar, el señor
Martín dijo riendo:
-“¡Vaya! Tengo una idea magnífica y la pondré en práctica”-
Al día siguiente, fue al pueblo en su viejo coche, con el
maletero lleno de cajas de frutos de zapato. Se detuvo en la feria y habló con
un vendedor. Entonces comenzó a descargar el coche. El vendedor escribió algo
en un gran cartel y lo colgó en su puesto.
Pronto se juntó una muchedumbre.
-“¡Miren!”-
-“Frutos de zapato a 5 monedas el kilo”-
-“Yo pagué 500 monedas por un par para mi hijo”- dijo una mujer.
Alzó a su niño y les enseñó las frutas que llevaba puestas. –“Miren, por éstas
pagué 500 monedas en la zapatería. ¡Y aquí las venden a 5!”-
-“¡Sólo cinco monedas!”- gritaba el vendedor. –“Hay que pelarlos
y comer la pulpa, que es deliciosa. ¡Son muy buenos para hacer pasteles!”-
-“Nunca más volveré a comprarlos en la zapatería”- dijo otra
mujer.
Al final del día, el vendedor se sentía muy contento. El señor
Martin le había regalado los frutos y ahora tenía la cartera llena de dinero.
A la mañana siguiente, el señor Martín volvió al pueblo y leyó
en los carteles de las zapaterías: “Zapatos Naturales Blanco crecen como sus
niños”. Y debajo habían puesto unos carteles nuevos que decían: ‘Grandes
rebajas, 5 monedas el par!”
Después de esto, todo el mundo se puso contento: los niños del
pueblo seguían consiguiendo zapatos gratis del árbol de la familia Martín, y a
la gente de la ciudad no les importaba pagar 5 monedas por un par en la
zapatería. Y todos los que querían podían comer la fruta. El único que no
estaba contento era el señor Blanco; aún vendía algunos zapatos, pero ganaba
menos dinero que antes.
El señor Martín le preguntó a su mujer:
-“¿Crees que estuve mal con el señor Blanco?”-
-“Me parece que no. Después de todo, la fruta es para comerla
¿verdad?”-
-“Y además”- añadió María –“¿No fue lo que dijiste al enterrar
aquella bota vieja? ¿Te acuerdas? Nos prometiste que cenaríamos botas asadas”-
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