Una
noche, en un antiguo palacio de Japón rodeado de un gran jardín, un hombre se
tumbó en la terraza a tomar el aire porque hacía mucho calor y no podía dormir.
Por
fin concilió el sueño, pero al rato oyó unos pasos ligeros y se despertó. Junto
a él había un hombrecillo de menos de un metro de estatura que se acurrucó a su
lado y le miró durante unos instantes.
El
hombre no se movió, fingiendo que seguía dormido, y el hombrecillo extendió una
mano y empezó a tocarle la cara. Tenía los dedos fríos como los de un cadáver y
además estaban resbaladizos y mojados.
"Debe
ser el espíritu de un muerto que viene a por mi", pensó el hombre,
aterrorizado. Pero por suerte el hombrecillo se levantó y se marchó lentamente,
siguiendo el sendero que llevaba al viejo lago.
El
hombre le vio desaparecer en silencio y después corrió a llamar a su mujer y a
sus hijos, que fueron con antorchas y se pusieron a buscar al hombrecillo. Sin
embargo, por mucho que se esforzaron, no lograron encontrarle.
La
noche siguiente, el hombre y sus hijos montaron guardia. Quería ver si el
pequeño personaje aparecía de nuevo, y sobre todo quería saber quién era y de
donde venía.
Su
hijo mayor que era muy fuerte, y no tenía miedo, se tumbó en la terraza con una
cuerda gruesa junto a él y esperó, fingiendo que dormía, pero manteniendo un
ojo abierto y el otro cerrado.
Sin
embargo, después de medianoche se quedó dormido de verdad, casi sin darse
cuenta, y no se despertó hasta que algo frío le rozó la cara: eran lo gélidos
dedos del hombrecillo que le tocaban con delicadeza. Entonces el hombre se puso
en pie, atrapó al intruso y le ató a la barandilla antes de que pudiese decir
ni media palabra.
Luego
llamó a los demás, que llegaron con las antorchas en la mano, y por fin se
descubrió que el prisionero era un viejo bajito y tan pálido que daba miedo,
con aspecto enfermo, vestido con un larga túnica amarilla mojada que goteaba,
como si acabara de salir del agua.
Le
hicieron un montón de preguntas, pero él les miraba extrañado y no respondía.
Al
final, sin embargo, preguntó:
-“¿Podríais
traerme un cubo de agua, por favor?”-
Aunque
no entendían para qué lo quería, se lo llevaron y el hombrecillo primero se
puso a mirar el reflejo de su cara en el agua, y después se tiró de cabeza al
cubo, derramando el agua.
Del
viejo no se encontró ni rastro. Parecía que se hubiera disuelto en el líquido y
lo único que flotaba en el agua era la cuerda.
Al
final todos entendieron en el misterioso visitante nocturno debía ser un espíritu
del agua que de vez en cuando daba un paseo por el jardín.
Luego
se llevaron el cubo y lo vaciaron en el lago, entre algas y hierbas acuáticas,
y del hombrecillo no se oyó nunca más.
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