Había
una vez en una tierra muy lejana, un granjero que era muy avaro. Un día decidió
vender todas las cosechas y productos de la granja para comprar un gran tesoro
de oro, aunque su familia le rogó que no lo hiciera, que no podrían sobrevivir
durante el invierno sin las cosechas, la carne y leche que habían producido los
animales, pero sin hacerles caso, lo vendió todo y las monedas que le dieron
las enterró en un gran cofre al lado de una vieja pared, e iba a verlo a
diario. Uno de sus vecinos observó extrañado sus frecuentes visitas al lugar y
decidió observar sus movimientos para intentar descubrir por qué hacía eso.
Pronto descubrió el secreto del tesoro escondido del avaro, y
aprovechando que se fue a descansar se puso a cavar con mucha fuerza hacia
abajo, hasta que llegó al tesoro, “que grande, este oro tiene que ser para mi”
y se lo robó.
El avaro, en su siguiente visita, se encontró el hueco vacío y
comenzó a gritar, patalear, tirarse del pelo y decir todos los insultos
que le venían y la cabeza, para al final ponerse a llorar desconsoladamente.
Un vecino, al verlo se acercó para intentar ayudar a superar su
dolor y le dijo: -“No llore usted por la pérdida de ese oro que sólo
contemplaba, coja usted una piedra grande y bonita, la coloca en el
agujero en el mismo sitio donde estaba el cofre del tesoro, y se hace la
ilusión de que esa piedra es el oro, pues le hará exactamente el mismo
servicio, porque cuando el oro estaba ahí, usted no hizo el menor uso del mismo
y le da igual tener allí un gran tesoro o cualquier otra cosa"-
Y diciendo esto se alejó dejando al avaro pensando en la razón que
tenía su vecino.
El avaro estaba desolado ya que su familia no tenía nada para
alimentarse, entonces dijo el menor de sus hijos, que era el más pillo:
-“¡Guardé algunos animales en un lugar alejado de la granja para
que no pudieras venderlos!”-
Y con estos animales y volviendo las cultivar las tierras,
pudieron sobrevivir, y el avaro entendió su gran error.
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