En todo el barrio del Pacífico era
conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y
los furiosos chasquidos de su tralla.
Los vecinos de la gran casa en cuyo
bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y
malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!
Pepe el carretero hacía méritos
diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le
llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo
Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los
nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así
que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por
arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no
profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más
censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles con
blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para
escucharle con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable
del maestro.
Los vecinos, molestados a todas horas
por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de
ellas.
Acudían al del piso principal, un viejo
avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.
—No hagan ustedes caso—contestaba—.
Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de
urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin
retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.
A la mujer del maldito blasfemo la
compadecían en toda la casa.
—No lo crean ustedes—decía riendo la
pobre mujer—; no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo,
pero ¡ay hija! Dios nos libre del agua mansa... Es de oro; alguna copita para
tomar fuerzas, pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas
frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y
eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.
Pero la pobre mujer no lograba
convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En
presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la
cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos
sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos
de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo
ocupase el lugar del cerebro.
A nada concedía respeto. Trataba de
reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos
de descanso se sentaba a la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con
vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los
papeles más abominables que se publicaban en Madrid, y que algunas señoras
miraban desde arriba con el mismo terror que si fuesen máquinas explosivas.
Aquel hombre, que ansiaba cataclismos y
que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía por ironía en el barrio del
Pacífico.
La más leve cuestión de su mujer con
las criadas le ponía fuera de sí, y abriendo el saco de las amenazas prometía
subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas
que cayesen en su patio desde las galerías bastaban para que de su bocaza
infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de
horripilantes profecías para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres
subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.
Pero su odio sólo se limitaba a los
mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por
cerca de él, acogíale con una sonrisa semejante al bostezo del ogro, y
extendiendo su mano callosa pretendía acariciarlo.
Como se había propuesto no dejar en paz
a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre Loca, una gata vagabunda que
ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los
vecinos porque con ella no quedaba rata viva.
Parió aquella bohemia de blanco y
sedoso pelaje, y obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole,
escogió el patio del ogro, burlándose tal vez del terrible personaje.
Había que oír al carretero. ¿Era su
patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de
la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de
veras, ¡pum! de la primera patada iban la Loca y sus cachorros a estrellarse en
la pared de enfrente.
Pero mientras el ogro tomaba fuerzas
para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la prole
felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos
y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando
irónicamente las amenazas del carretero: ¡Miau! ¡Miau!
¡Bonito verano era aquel! Trabajo,
poco, y un calor de infierno que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir
en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por
su boca.
La gente de posibles estaba allá lejos,
en sus Biarritces y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se
tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto
parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin
enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus
reverendos, a no ser que echase mano de sus aves de corral, que era el nombre
que daba a la Loca y a sus hijuelos.
Fue en Agosto cuando, a las once de la
mañana, tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.
¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo
y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de
las aceras.
—¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú,
Loca?
Y mientras arreaba sus machos, alejaba
con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse
bajo las ruedas.
—¿Pero qué quieres, maldita? ¡Atrás,
que te va a reventar una rueda!
Y como quien hace una obra de caridad,
largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón,
gimiendo de dolor.
Buena hora para trabajar. No podía
mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el
viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía
incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor,
revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de
los animales en busca de frescura.
El ogro estaba cada vez más irritado
conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas,
animaba con el látigo a los machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza
baja, casi rozando el suelo.
¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la
creación. Éste sí que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda,
como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero
tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del
andamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche usted
rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran
como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que
se divertían en las playas de moda.
Y recordando a tres segadores andaluces
muertos de asfixia, según había leído en uno de sus papeles, intentaba en vano
mirar de frente al sol y le amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino!...
¡Reaccionario!... ¡Lástima que no estés más abajo el día de la gorda!
Cuando llegó al depósito de mercancías,
detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las
manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar.
Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con
el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías,
abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa, pero
aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo Nuncio, no iba. ¡Qué
había de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo
pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquel calor.
—¡Vaya! Menos historias y a trabajar.
Y levantó la tapa del gran capazo de
esparto atado a los varales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero
su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo
débiles arañazos en su callosa piel.
Los gruesos dedos hicieron presa, y
salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas,
el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau
ñau, como quien pide misericordia.
La Loca, no contenta con convertir su
patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para
resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?...
Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos, los arrojó en
montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡voto a esto y lo de
más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.
Y mientras soltaba sus juramentos,
sacábase de la faja el pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel
montón de pelos y maullidos, y atando las cuatro puntas echó a andar con el
envoltorio, abandonando el carro.
Se lanzó a todo correr por aquel camino
de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la
cuesta que minutos antes no quería subir, aunque se lo mandase el Nuncio.
Algo terrible preparaba. La
voluptuosidad del mal era sin duda lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba
subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de
gatos.
Pero se dirigió a su casa, y en la
puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, olisqueando el hinchado
pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.
—Toma, perdida—dijo jadeante por el
calor y el cansancio de la carrera—; aquí tienes tus granujas. Por esta vez
pase, te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el
carretero. Pero otra vez... ¡hum!... a la otra...
Y no pudiendo decir más palabras sin
intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fue corriendo en busca de su
carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los
pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había
refrescado interiormente.
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