Mi Abuelita es muy vieja, tiene muchas
arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos son como dos estrellas, y
muestran una expresión dulce y bondadosa cuando me miran que me hace mucho
bien.
Lleva un vestido de flores grandes, de
una seda tan tupida que cruje cuando anda. Y además ella puede contar las
historias más maravillosas.
Mi Abuelita sabe muchas, muchísimas
cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda.
Tiene un libro de cánticos con recias
cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia.
En el libro, entre las hojas, hay una
rosa, comprimida y seca; no es tan bonita como las rosas que están en el jarrón
y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a
los ojos. "Me pregunto por qué abuelita mira la rosa marchita en el viejo
libro de esa manera ¿Lo sabes? Por qué, cuando las lágrimas de la abuelita caen
sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa revive y toda la sala se
impregna de su aroma; las paredes desaparecen como en una bruma, y a su
alrededor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol
filtrándose entre el espeso follaje; y abuelita, vuelve a ser joven de nuevo,
una encantadora muchacha, fresca como una rosa, de rubias trenzas y redondas
mejillas coloradas, elegante y graciosa; pero sus ojos, esos ojos dulces y
bondadosos, son los mismos, son los de la abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre,
joven, vigoroso, apuesto; él le da una rosa y ella sonríe.
Mi Abuelita ya no puede sonreír así.
Sí, está sonriendo al recordar aquel
día, y muchos pensamientos y recuerdos del pasado; pero el apuesto joven se ha
ido, la rosa se ha marchitado en el viejo libro, y abuelita está sentada ahí,
vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora mi abuelita se ha muerto.
Había estado sentada en su sillón,
estaba contando una larga y maravillosa historia; y cuando la terminó echó la
cabeza hacia atrás para dormir un poco. Pudimos escucharla respirar suavemente;
poco a poco su respiración se hizo más y mas lenta y tranquila, y en su rostro
se reflejaban la felicidad y la paz; habríase dicho que la bañaba el sol.
Ella sonrió una vez más, y entonces
dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta
en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos!
Pero todas las arrugas habían desaparecido, su cabello era blanco y parecía de
plata, y en su boca se dibujaba una dulce sonrisa.
No sentíamos ningún miedo al mirar su
cadáver, había sido una abuelita tan querida y tan buena.
El libro de cánticos, en el que permanecía
la rosa, fue colocado bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, y entonces
enterraron a la abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del
cementerio, plantaron un rosal; pronto se llenó de rosas, y los ruiseñores se
colocaban entre las flores, y cantaban sobre la tumba.
Desde el órgano de la iglesia sonaba la
música y las letras de los maravillosos salmos que estaban escritos en el viejo
libro colocado bajo la cabeza de la difunta.
La luna enviaba sus rayos a la tumba,
pero la muerta no estaba allí; todos los niños podían ir sin temor, incluso en
la noche, a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho
más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que
nos causaría si volviesen.
Pero son mejores que todos nosotros, y
por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él.
El libro de cánticos, con todas sus
hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo
también.
Pero sobre la tumba siguen floreciendo
nuevas rosas, siguen cantando los ruiseñores, y el órgano suena y sigue vivo el
recuerdo de la vieja abuelita, con los dulces y queridos ojos eternamente
jóvenes. Los ojos no mueren nunca.
Los nuestros verán a la querida
abuelita, joven y hermosa como cuando, por vez primera, besó la fresca, rosa
roja, que ahora es polvo en la tumba.
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