Un viejo matrimonio era tan pobre que
con gran frecuencia no tenía ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca.
Un día se fueron al bosque a recoger
bellotas y traerlas a casa para tener con qué satisfacer su hambre.
Mientras comían, a la anciana se le
cayó una bellota a la cueva de la cabaña; la bellota germinó y poco tiempo
después asomaba una ramita por entre las tablas del suelo. La mujer lo notó y
dijo a su marido:
-Oye, es menester que quites una tabla
del piso para que la encina pueda seguir creciendo y, cuando sea grande,
tengamos bellotas en casa sin necesidad de ir a buscarlas al bosque.
El anciano hizo un agujero en las
tablas del suelo y el árbol siguió creciendo rápidamente hasta que llegó al
techo. Entonces el viejo quitó el tejado y la encina siguió creciendo,
creciendo, hasta que llegó al mismísimo cielo.
Habiéndose acabado las bellotas que
habían traído del bosque, el anciano cogió un saco y empezó a subir por la
encina; tanto subió, que al fin se encontró en el cielo. Llevaba ya un rato
paseándose por allí cuando percibió un gallito de cresta de oro, al lado del
cual se hallaban unas pequeñas muelas de molino.
Sin pararse a pensar más, el anciano
cogió el gallo y las muelas y bajó por la encina a su cabaña. Una vez allí,
dijo a su mujer:
-¡Oye, mi vieja! ¿Qué podríamos comer?
-Espera -le contestó ésta-; voy a ver
cómo trabajan estas muelas.
Las cogió y se puso a hacer como que
molía, y en el acto empezaron a salir flanes y pasteles en tal abundancia que
no tenía tiempo de recogerlos. Los ancianos se pusieron muy contentos, y
cenaron suculentamente.
Un día pasaba por allí un noble y entró
en la cabaña.
-Buenos viejos, ¿no podrían darme algo
de comer?
-¿Qué quieres que te demos? ¿Quieres
flanes y pasteles? -le dijo la anciana.
Y tomando las muelas se puso a moler, y
en seguida salieron en montón flanes y pastelillos.
El noble los comió y propuso a la mujer:
-Véndeme, abuelita, las muelas.
-No -le contestó ésta-; eso no puede
ser.
Entonces el noble, envidioso del bien
ajeno, le robó las muelas y se marchó.
Apenas los ancianos notaron el robo se
entristecieron mucho y empezaron a lamentarse.
-Esperen -les dijo el Gallito-; volaré tras él y lo alcanzaré.
Echó a volar, llegó al palacio del
noble, se sentó encima de la puerta y cantó desde allí:
-¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor!
¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!
En cuanto oyó el noble el canto del
gallo ordenó a sus servidores:
-¡Muchachos! ¡Cojan ese gallo y tírenlo
al pozo!
Los criados cogieron al gallito y lo
echaron al pozo; dentro de éste se le oyó decir:
-¡Pico, pico, bebe agua!
Y poco a poco se bebió toda el agua del
pozo. En seguida voló otra vez al palacio del noble, se posó en el balcón y
empezó a cantar:
-¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor!
¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!
El noble, enfadado, ordenó al cocinero
que metiese el gallo en el horno. Cogieron al gallito y lo echaron al horno
encendido; pero una vez allí, empezó a decir:
-¡Pico, pico, vierte agua!
Y con el agua que vertió apagó toda la
lumbre del horno.
Otra vez echó a volar, entró en el
palacio del noble y cantó por tercera vez:
-¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor!
¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!
En aquel momento se encontraba el noble
celebrando una fiesta con sus amigos, y éstos, al oír lo que cantaba el gallo,
se precipitaron asustados fuera de la casa. El noble corrió tras ellos para
tranquilizarlos y hacerlos volver, y el Gallito, aprovechando
este momento en que quedó solo, cogió las muelas y se fue volando con ellas a
la cabaña del anciano matrimonio, que se puso contentísimo y vivió en adelante
muy feliz, sin que, gracias a las muelas, le faltase nunca qué comer.
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