Hacía muchos
años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con
esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo
un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió
porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena
y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de
dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la
izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio
privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a
quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo
aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo
en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a
parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.
Hubo quien sacó provecho del olvido del
hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el
privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un
apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían
algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al
bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes
había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de
dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los
insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si
tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les
seguía con la vista y se decía:
-¡Cómo me temen!
Teniendo delante un espejo, se cae en
la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen
en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las
sabandijas del fondo, murmuraba:
-¡Qué diferencia entre ellos y yo!
Juntando todos los insectos, no llegan a la mitad de mi volumen.
Por este estilo discurría, y como no
había quién la contradijera, llegó a deducir que era fuerte, que era bella, que
era temible y no sabemos cuántas otras cosas, pues el vanidoso suele no hallar
límites cuando la presunción le empuja.
A lo dicho hemos de añadir que las
ventanas de la escuela del pueblo daban a la huerta y que la limaza oía las
explicaciones del señor maestro; y a fuerza de repetir éste las descripciones
geográficas, sacó un alumno aprovechado, del cual no tenía noticia; y este
alumno no era otro que la limaza.
¡Lo que son las cosas! Tanto oyó hablar
de mares y ríos y países lejanos y de las bellezas de la naturaleza, que la limaza
resolvió dar la vuelta al mundo; y como los preparativos eran para ella muy
sencillos, pues con poner en movimiento su cuerpo todo estaba listo sin
necesidad de maleta ni dinero, echó a andar; mejor dicho, comenzó a
arrastrarse, describiendo círculos alrededor del pozo, pero siempre subiendo,
pareciéndole que éste era el camino más corto. Como lo único que en realidad
hacía era moverse y fatigarse perdiendo el tiempo y gastando inútilmente sus
fuerzas, empleó veinte días en llegar al brocal; y una vez hubo movido a
derecha e izquierda los dos tentáculos en los que tienen los ojos los animales
de su especie, se dijo muy satisfecha que otro hubiera necesitado triple tiempo
para llegar a donde ella; y se dijo triple, porque no le bastaba en todas las
cosas doblar a los demás seres, pues cuando menos quería triplicarles.
Después de haber tomado algún descanso,
calculó el efecto que su presencia había de producir en el mundo. Pero ¿dónde
está el mundo? se preguntó la limaza. Volvió a mirar, y como de las
explicaciones del señor maestro había sacado en limpio o en turbio que el mundo
era redondo, al ver que lo era el pozo, convenciose de que, dando la vuelta al
brocal, daba la vuelta al mundo.
Ya reposada, arrastrose de nuevo. La
noche anterior había llovido y se había llenado de agua la juntura de dos
ladrillos. La limaza creyó hallarse ante el Tajo, cuya corriente había
ponderado el maestro, admiró el caudaloso río, y al pasarlo convenciose de que
era un animal privilegiado, pues su cuerpo llegó a la opuesta orilla cuando aún
se apoyaba en la otra.
-¡Oh río, tan abundante en aguas como
en profundidad! exclamó; ¿qué eres si conmigo te comparas?
Poco después halló un hoyuelo formado
por la falta de un ladrillo, y como también estuviese lleno de agua, tomole por
el Atlántico. Algunos segundos se entretuvo en su contemplación y convirtió en
poderosos y veleros buques varios fragmentos de hojas de perejil que en el agua
había. Dejó atrás el hoyo, pensando que las cosas están en relación con la
importancia del que las mira, pues el Océano, tan temible para los hombres, era
para ella un juguete, como lo probaba el haberlo atravesado en pocos instantes,
en vez de los muchos días que en igual tarea empleaba un vapor. Una vez hubo
pasado el Atlántico exclamó:
-¡Ya estoy en América!
Se hallaba al lado de un troncho de
col; y como el sol desapareciese en el horizonte, puso fin la limaza a la
primera parte de su viaje de circunnavegación.
Con el alba despertó la limaza, y al
mirar el troncho de col creyó encontrarse a la entrada de uno de aquellos
bosques vírgenes de América y pensó que el señor maestro no había exagerado al
ponderar la esplendidez de la vegetación americana, pues nunca había visto cosa
semejante. Los ladrillos tomados de moho, pareciéronle las inmensas praderas de
la América del Norte; y como su presencia turbase la tranquilidad de varios de
esos bichos que en los parajes húmedos habitan, creyó que eran rebaños de
búfalos. Más allá había un tiesto por entre cuyas rendijas se escapaban gotas
de agua. Detúvose la limaza y exclamó:
-¡Éstas deben ser las cataratas del
Niágara! ¡Oh portento de la naturaleza, jamás igualado!
Un mosquito pasó zumbando por encima
del descalabrado tiesto, y la limaza murmuró:
-Águila es este pájaro que por encima del
Niágara vuela, sin que le imponga pavor tan asombroso salto de agua. Sólo yo y
el águila somos capaces de tanta intrepidez.
Encogió su cuerpo, lo estiró y siguió
su viaje, que interrumpió un agujereado puchero puesto boca abajo, que después
de haber estado convertido por espacio de muchos años en nido de gorriones,
había ido a parar allí porque ya ni para tal uso servía. Al considerar su
elevación, se dijo que aquello debía ser la cordillera de los Andes, y al
recordar que los Andes estaban en la América meridional, acabó de formarse
extraordinario concepto de sí misma, pues en pocas horas se había trasladado
del Niágara a los Andes, tan distantes para los hombres y tan cercanos para la
limaza. Resolvió pasar la noche al pie de la cordillera y así lo hizo.
Al amanecer del siguiente día comenzó
la exploración de los Andes, o sea del puchero, y al llegar a la cima vio
algunas manchas, resto de la capa de cal que antes tenía para inspirar
confianza a los gorriones; y recordando las explicaciones del señor maestro, se
dijo que estaba en el elevado cono de Cuptona, siempre nevado y cuya altura es
de 10,500 pies. El agujero por donde antes se metían los pájaros llamole extraordinariamente
la atención y supuso que debía ser el cráter de algún apagado volcán; y como en
esto el aire moviese el puchero, que no tenía sólido asiento, creyó que había
comenzado un terremoto; temió que el volcán fuese a arder; el miedo le hizo
perder el tino, y tratando de escapar, cayó en el interior del puchero por uno
de los boquetes que en él habían abierto las pedradas. El batacazo no fue cosa,
pero necesitó algunos segundos para reponerse, y al lograrlo pensó que se
hallaba en las entrañas de la tierra. No estaba sola, pues allí tenía su
refugio un enjambre de orugas que con los vaivenes del puchero se agitaron
moviéndose en todas direcciones. En monstruos antidiluvianos les convirtió la
limaza, que de sí misma espantose al ver que a ellos espantaba. En esto entró
un moscardón, que comenzó a revolotear zumbando; y no supo qué clase de animal
era aquél, superior al mosquito, que había tomado por águila. El moscardón se
enredó en la tela de una araña, que hacia él extendió sus largas y vellosas patas,
avanzando su asqueroso cuerpo. La víctima agitose creciendo en intensidad el
zumbido. La araña procuró sujetarla con sus patas, y cuando estaba a punto de
lograrlo, el viento volvió a agitar el puchero; balanceose la araña, logró
desasirse el moscardón y huyó. Buscó escape la limaza en medio del débil
susurro del aire, que para ella era rugido de deshecha tempestad; y al salir
del centro de la tierra recordó los tremebundos espectáculos que había
presenciado, y entre ellos la lucha de aquellas bestias fieras, por los nacidos
no imaginada; de todo lo cual dedujo que otra que no fuera ella hubiera muerto
del batacazo, o comida de aquellos monstruos o bien del susto; siendo el haber
salido ilesa señal evidente de que ni en fiereza, ni en fuerza, ni en resistencia,
a ella podrían compararse ni siquiera los animales antediluvianos.
Las emociones habían sido tantas, que
la limaza creyó conveniente descansar.
En su cuarta jornada vio unas
piedrecitas que apenas mojaba la humedad que aún conservaba el ladrillo en que
las había puesto el hijo del hortelano.
-Estoy en la Oceanía, pensó la limaza.
Atravesó la Oceanía; y como en aquella
parte del brocal faltasen los ladrillos y creciese la yerba, quedose parada
delante de lo que para ella eran espesos bosques, y algo perpleja, pues no
sabía si se hallaba en Asia o en África. Al arrastrar su cuerpo por aquel
continente, vio una hormiga, y la limaza se detuvo exclamando:
-¡Un león!
El león, o sea la hormiga, iba y venía
buscando una salida, y la limaza se dijo que debía tener la calentura. Al
compararse con la hormiga, preguntóse qué era ella si el león era el rey de las
selvas. Y mientras así discurría, vio avanzar con torpes movimientos un
escarabajo.
-Éste debe ser el elefante, el más
colosal de los animales. ¿Qué soy yo entonces, pues su volumen no llega al mío?
Me convenzo de que soy un ser extraordinario. Fiero es el león, fiero el
elefante y estoy cerca de ellos y no tiemblo. ¡Qué lucha tan terrible se
trabará entre esas feroces bestias! Preparémonos a presenciarla.
En efecto, el escarabajo pasó al lado
de la hormiga, y ésta cerca de aquél, y uno y otro siguieron su camino sin que
hubiese nada, emprendiendo de nuevo el suyo la limaza. Encontrose con un gusano
que tomó por serpiente boa; atravesó nuevas tierras y nuevos ríos; y por
último, topó otra vez con el troncho de col y después con la juntura de los dos
ladrillos, que tomó por el Tajo, que así como había marcado el principio,
marcaba el término de su viaje.
-¡He dado la vuelta al mundo! exclamó
llena de vanidad. Hubiera deseado ver un pozo, pues recuerdo que un día el
señor maestro dijo riendo a uno de sus alumnos que el mar era un pozo grande;
pero los pozos deben ser tan pequeños que escapan a mi grandeza.
Dicho esto comenzó a descender; metiose
en su escondrijo, y la vanidad la hinchó tanto, que cuando quiso salir de él no
pudo y murió de vanidad.
No tendría el tonto precio si se pagara
lo necio, mas como no vale nada la necedad sólo enfada, o bien merece
desprecio.
Ser presuntuoso es un vicio que a
muchos saca de quicio: huye de ser presuntuoso que huirás de hacer el oso, y a
más de perder el juicio.
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