Todo era alegría y excitación aquel día
en el Reino. Nadie escapaba a ese sentimiento de regocijo y honda emoción que
hacía latir con descompasado golpeteo todos y cada uno de los corazones de los
habitantes del hasta ahora conocido como el Reino de la Princesa Triste.
-¿Qué sucede?, preguntaba un recién
llegado que se regalaba la vista con las idas y venidas de las más preciosas
doncellas que jamás hubiera visto, todas exultantes de alegría, riendo sin
parar y cuyos pequeños piececitos aceleraban el paso cuando el desconocido
posaba su mirada en ellas.
-¿Qué sucede, qué sucede?, repitió en
esta ocasión agarrando del brazo a un anciano que en ese momento también
corría, a su manera, intentando zafarse del molesto inquisidor.
-¡Ven a Palacio y lo verás con tus
propios ojos!, le contestó.
El Rey, un venerable anciano, había
perdido a su esposa hacía ya 20 años, cuando, ésta, al dar a luz a una preciosa
niña, había muerto en el alumbramiento. El monarca, profundamente enamorado de
la reina, había dedicado desde entonces su vida al cuidado de su reino y de su
queridísima hija. Sin embargo, desde hacía muchos años, se enfrentaba a un
problema al que no encontraba solución posible: la Princesa languidecía de
tristeza. Su padre intentaba con todos los medios posibles a su alcance, hacer
que su preciosa niña fuera feliz; sin embargo, la Princesa no reía, no sonreía
jamás, y esto entristecía terriblemente a su adorado padre que había utilizado
todas las estrategias posibles, hasta las más inverosímiles, para hacer
que la princesita sonriera al menos una vez.
-¡Si al menos mi dulce niña sonriera
una vez, sólo una vez para así endulzar mis últimos día...!, suspiraba el
monarca.
Sus tristes ojos verdes miraban el
mundo con indiferencia y desinterés. Sin energía y desmotivada, pasaba los días
encerrada en su habitación. Echada en la cama lloraba y suspiraba sin cesar. No
quería ver a nadie, ni siquiera a sus mejores amigas.
El Rey estaba desesperado, temeroso de
perder a su hija si la situación no mejoraba.
Un día que se encontraba más abatido
que de costumbre, sentado al lado de la ventana abierta que daba al jardín, la
cabeza apoyada en sus manos, triste, resignado a su mala suerte, el corazón
desgarrado por la tristeza de su adorada hija,... un sonido angelical llegó a
sus oídos: ¡un ruiseñor cantaba su amor al mundo entero!. Abrió sus ojos,
levantó la cabeza y miró a través de la ventana a ese pequeño ser maravilloso
que producía un sonido mágico que era como una caricia para su cansado corazón.
Entonces comprendió de repente. Una luz
de esperanza se abría paso en la oscuridad. Ahora sabía como hacer que la risa
iluminara la cara de su niña: ¡Organizaría una fiesta! Una espléndida fiesta
donde todo el mundo podría intentar hacer que Ella volviera a la vida,
utilizando todos los medios posibles sin restricción alguna. Todo estaba
permitido para alcanzar el objetivo que no era sino “¡Hacer que la Princesa
riera!”.
Las órdenes oportunas fueron cursadas
con celeridad. La idea fue acogida con júbilo por los cortesanos. La fecha para
el evento fue fijada inmediatamente, y toda la corte se puso a trabajar en los
preparativos de forma tal que, una vez que todo hubo estado organizado, no
había alma que durmiera por la noche cavilando estrategias y más estrategias
para hacer reír a la Princesa. Por las noches se podía “oír” pensar y trabajar
los cerebros de todos los habitantes del reino.
El tan deseado día llegó al fin. La
multitud se arremolinaba a las afueras de Palacio, que estaba repleto de
cortesanos ataviados con sus mejores galas para la ocasión.
El Rey estaba sentado en su trono. La
Princesa a su lado, con los ojos rojos como de haber estado llorando toda la
noche. Sin embargo, estaba preciosa. El vestido de seda color turquesa
resaltaba sus bellos y tristes ojos azul cielo. Los bucles de cabello rubio
caían en cascada sobre sus hombros. Los labios rojos que antaño hablaran,
cantaran, acariciaran, besaran... ahora permanecían inmóviles, faltos de
expresión. La figura frágil, femenina, y el cuello de cisne... ¡una diosa!
La fiesta comenzó. Los participantes,
algunos de los cuales eran Príncipes y caballeros de alta alcurnia que venían
de países lejanos, comenzaron a desfilar anunciados por el estruendo de las
trompetas. Utilizaban todos los recursos posibles para provocar la risa de la
Princesa o, al menos, una leve sonrisa.
Uno cantó...
Otro bailó...
Otro contó historias graciosas..
Otro realizó increíbles saltos
acrobáticos...
Otro realizó juegos de magia que
embelesaron a todos los allí presentes...
Todo fue en vano. La Princesa miraba lo
que sucedía con sus bellos ojos que reflejaban una mirada fija, vacía, ausente,
inexpresiva, sin vida.
Con el paso del tiempo y el transcurrir
de los participantes, algunos de los cuales eran excepcionales en sus
ejecuciones, el Rey iba perdiendo la esperanza. La fiesta llegaba a su fin. El
anciano monarca, ya completamente abatido, dio la orden al último participante
para que procediera.
El último participante, que no era sino
el joven extranjero que aguardaba pacientemente para ver a la Princesa triste,
avanzó con paso firme y decidido entre la multitud. Los semblantes de los
súbditos, que antes reflejaban alegría, esperanza, regocijo..., ahora mostraban
decepción y tristeza.
-¡Éste es el último, éste es el
último!, se decían los unos a los otros.
El joven, ataviado con ropas simples,
parecía venir de tierras lejanas y haber hecho un largo viaje. Nada denotaba en
él una buena cuna. Tan simple era su atuendo que algunos de los que se
apartaban para dejarlo pasar cuchicheaban entre sí:
-Mira... ¡Qué pinta! ¡Al menos debía
haber cuidado un poco su indumentaria si lo que pretende es agradar a nuestra
Princesa!
Sin embargo, él avanzó con paso seguro,
firme.
Al fin llegó ante la Princesa.
El Rey dijo: “Procede...”
El joven habló: “Majestad, ¿puedo
acercarme a la Princesa?”
-“Puedes...”, dijo el Rey que ya había
perdido toda esperanza y que sólo esperaba que acabara el acto para que así su
hija pudiera retirarse a descansar a sus aposentos.
El joven se acercó a la Princesa:
-Señora, le dijo, ¿podría usted
descalzarse por favor?
Ante esta impertinencia, la Princesa lo
miró extrañada. El Rey se levantó de su trono dispuesto a dar las órdenes
oportunas para que se llevaran al osado extranjero de su presencia. Sin
embargo, lo miró a los ojos, y vio en ellos una dulzura inmensa que le
suplicaban le dejara continuar. Así lo hizo, se volvió a sentar y dejó que el
extraño caballero continuara.
La Princesa accedió a la petición y se
descalzó. Entonces el joven sacó una pluma azul del bolsillo de su pantalón,
una pluma que se expandió creciendo mágicamente hasta adquirir unas
proporciones considerables, y despacio, muy despacio la acercó a la planta del
pie de la joven diciendo “¡tickle tickle tickle!”. La Princesa dio un grito que
hizo que los guardias reales empuñaran sus armas alarmados. Hubo un revuelo
generalizado en la gran sala.
Nadie sabía lo que sucedía. Acto seguido el
silencio expectante, sepulcral, y de nuevo otros grititos, pero esta vez más
seguidos, más agudos y al fin una gran risotada.
-¿Qué sucede?, ¿Qué sucede? Se
preguntaban todos.
Y entonces todos comprendieron. ¡La
Princesa se estaba riendo! ¡Y qué risa! Una risa contagiosa que hizo que todos,
a su vez, empezaran a reír y reír y reír, hasta que nadie, ni uno solo, podían
retener las carcajadas.
El Rey, una vez se hubo calmado un
poco, quiso saber quién era ese apuesto extranjero que había conseguido el milagro.
-Majestad, dijo, vengo de unas tierras
lejanas en las que ejercía como médico. Mi especialidad es la curación mediante
las cosquillas.
-Luego... ¿no es magia lo que acabas de
hacer?- preguntó el monarca
-No Majestad, ¡es ciencia!
-Quiero cumplir la promesa que hice de
conceder la mano de mi hija a quien la hiciera reír. Ahora, veo que eres un
joven culto y atento. Si mi hija y tú estáis de acuerdo, en este preciso
momento te concedo su mano- dijo el Rey.
Los dos jóvenes se miraron y no hubo la
menor duda: sus ojos hablaron por ellos, no hubo necesidad de palabras. La
bella Princesa había encontrado el amor en aquel joven galante, apuesto, y que
le había devuelto la vida que creía perdida para siempre.
Los preparativos para la boda
comenzaron.
Los preparativos fueron hechos con
celeridad ya que los Príncipes no podían esperar ni un día más para desposarse.
La ceremonia de casamiento se realizó a la semana siguiente.
La Princesa Risueña, su esposo el
doctor, y su padre el Rey, se convirtieron en el paradigma de la familia
feliz. El reino fue desde entonces conocido en el mundo entero como “el Reino
de las Cosquillas”, o “Ticklekingdom”, como lo denominaba el Príncipe, que
hablaba muchas lenguas entre ellas una muy extraña llamada Inglés.
El Príncipe fue desde entonces no sólo
el esposo de la Princesa, sino “el Doctor Real”, que curaba a los pacientes con
dosis de cosquillas que debían ser administradas, según prescripción
facultativa, mañana, tarde y noche.
El reloj de Palacio marcaba la hora a
la que, cada mañana, y como medida de prevención, cada súbdito debía hacer
cosquillas a su pareja, para así asegurar la salud del Reino. Para aquellos
casos en los que las personas vivieran solas y no tuvieran a nadie que
los despertara por la mañana con su dosis de cosquillas, había un grupo de
médicos o “Tickle Doctors”, como se llamaban en la jerga profesional del
Príncipe, que acudían cada mañana con una colección asombrosa de plumas, de los
más vistosos colores y texturas maravillosas, visitando casa por casa a los
solitarios necesitados.
Los Príncipes fueron felices, el
Monarca fue el hombre más feliz de la tierra, y los súbditos los más risueños y
sanos que en reino alguno pudieran encontrarse.
El doctor Tickle, otrora denostado por
su pobre atuendo, fue el Príncipe más amado de la tierra: recibió el
cariño, el respeto y el agradecimiento de todos.
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