Y el silencioso crepúsculo se
arrebujaba entre la dulce meditación en que la llanura solía extasiarse. Las
aves herían con su alegre sinfonía la quietud majestuosa de la tarde. Lejos
donde el sol parece arder entre el candente pebetero de la lejanía, un grupo de
garzas va copiando sus finísimos plumajes en los colores maravillosos de los
exóticos paisajes, en cuyos celajes hay tintes de presagio de penas
melancólicas. Todo el ambiente parece guardar instantes de santa meditación, y
en las copas floridas de los centenarios árboles, el viento arrecuesta sus
erizados cabellos.
Es verano. Y toda la llanura está
reseca y solitaria, con aquella triste melancolía. Ha sido un atardecer
maravilloso, y pronto sus poéticas bellezas devorarán la noche que pronto
llegará. Allá, en el corredor de la Hacienda, el Viejo Patrón lee con devota
atención el periódico del día, volando de cuando en cuando bocanadas de humo de
pipa.
Son pasadas las seis de la tarde; este
busca tomar un poco de aire fresco. En los corrales, el ganado espera entrar en
reposo y de cuando en cuando óyense los últimos gritos de los sabaneros que
arrean una punta de ganado de ordeño. La peonada se ha concentrado en la cocina
y sentados al contorno de una mesa tosca y ennegrecida saborean con apetito la
merienda del día.
Los congós con sus notas de órgano no
cesan de cantar el allegro grandioso.
Todo el llano se puebla de sombras y en
los corredores de la inmensa casona de la hacienda los candiles lanzan su luz
cobriza. Patricia, la hija mayor del Patrón, se ha acercado hasta su lado un
poco nerviosa, pues Rosendo, uno de los sabaneros acababa de contar una
narración, de las que suelen contarle cuando termina el trajín.
-¿Qué te pasa hija mía? Preguntó aquel
viejo, apartando un rato su pipa de su boca, con aquella seriedad de hombre
respetable.
-Vieras papá, que Rosendo estaba
contando en la cocina que aquí asustan, que llega todas las noches hasta el
corredor un jinete sin cabeza.
Una sonrisa picaresca dejó escaparse de
entre su tupido bigote.
-No temas hijita, son supersticiones;
son leyendas que estos hombres suelen contarse en sus ratos de ocio, para pasar
el tiempo.
-Pero papá, dijo la chiquilla, ¿a qué
viene esto?
-Yo te lo contaré, escúchame.
-Siendo yo bastante joven, me contaba
mi abuela que en aquellos dorados tiempos cuando la hacienda contaba con todas
las comodidades del caso, se celebraba con gran pompa la fiesta del nacimiento
del Niño Dios, por supuesto que era una fiesta preparada, donde nadie de la
numerosa concurrencia se iba con el estómago vacío. Pues bien, Luciano,
muchacho de buenos sentimientos, hijo del Patrón de la hacienda, tenía una
novia, la cual quería mucho, por lo cual estaba haciendo preparativos para la
boda, cuya fecha fijada sería el 25 de diciembre, en que se casaría con Carmelita,
una preciosa chiquilla, la flor del llano, que había entregado la fragancia de
su perfume a un corazón enamorado.
José, sabanero dotado de malos
sentimientos, que trabajaba en una de las haciendas cercanas a esta, estando
también enamorado de Carmelita y lleno de celos, al saber que ésta pronto se
casaría con Luciano, decidió una tarde irlo a espiar al cruce del camino de la plazuela, y
así saciar su criminal y cruel instinto.
En efecto Luciano sin saber nada de lo
que ocurría, volvía alegremente a la hacienda, cuando al pasar por el lugar,
José sin masticar palabra alguna se lanzó encima del desafortunado muchacho
descargando su arma criminal y cortándole la cabeza.
El criminal se dio a la fuga y no se volvió
a saber más de su paradero. Por eso hija mía cuando en las noches de luna y
calma, y el llano duerme entre misterios o secretos, se escucha el trotar
lejano de un caballo que viene acercándose a la hacienda, luego se oye que
desmonta alguien, entra al corredor después de pasearse largo rato, vuelve a
montar, y se aleja por el llano.
Cuentan los que han visto que es un
jinete sin cabeza, es el mismo que en otros tiempos fue víctima de aquella
tragedia pasionaria; es el alma de Luciano que busca entre el misterio de la
muerte y la realidad de la vida, la linda mujer de sus sueños perdida en
vísperas de su boda.
-Ya ves, hijita, esta es la leyenda que
Rosendo quiso contarles a los compañeros. Ahora, anda tranquila a dormir, que
yo te seguiré, y olvida esa superstición, y que Dios te acompañe.
Patricia después de oír aquel relato,
dio un beso a su padre y paso a paso sumida entre un profundo silencio, fue en
busca del descanso. En el zaguán sillero, un sabanero al compás de una vieja
guitarra, rumiaba sus penas en las dolientes notas de una canción, triste y
sentimental, canción que lleva y vuela en la fría brisa de los llanos a ser
posadas en las copas florecidas de los árboles centenarios, canción que hace
llegar hasta el blando lecho, donde duerme la amada mujer, de sus sueños.
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