Don Narices era un perro honrado. Lo que no se ha
podido averiguar es por qué le llamaban don Narices, pues las que tenía eran
como las de los otros perros de su casta, sin cosa alguna que las hiciese
notables o siquiera diferenciarse en algo de las de los demás canes. Verdad es
que al que no tiene pelo le llaman pelón, y rabón al que no tiene rabo, pero
esto nada tiene que ver con Don Narices, cuyo pelo era muy lustroso; y como a
su dueño no se le había ocurrido la tonta idea de cortarle el rabo y las orejas
cuando nació, conservaba aquél y éstas.
Hemos dicho que Don Narices tenía el pelo lustroso,
lo que equivale a confesar que le lucía el pelo, que a su vez vale tanto como
declarar que comía bien. Si alguien lo dudase bastaría una mirada al cuerpo
redondeado y a los muslos rollizos del perro para desvanecer la duda. Comía
bien el can, y, además de buena, la comida era abundante. Aseguro que Don
Narices era un perro privilegiado. ¡Vaya si lo era! Sépase que aún no se sabe
todo; y no se sabe todo porque no se ha dicho. Este perro tenía por morada la
mejor de las moradas que a un can puede darse: una cocina. ¿Se concibe dicha
superior a la de D. Narices? ¡Cuántos perros vagabundos se quedaban como
clavados en el suelo, el cuello a medio torcer y las fosas nasales abiertas
aspirando el tufo que de la cocina se desprendían! Y Don Narices comía lo que
sus errantes compañeros sólo podían oler. En invierno tenía buena lumbre; y al
llegar la noche siempre encontraba una silla, una estera o un trapo que le
sirviera de cama. Confesemos que no podía desear mayor felicidad perruna.
Pues bien: Don Narices no estaba contento. ¿Por
qué? No se lo hubiera podido explicar. Ganaba el pan que comía, mejor dicho,
las tajadas y los huesos que en abundancia se le daban, pues hay que añadir que
la cocina donde estaba empadronado era la de una fonda. En cambio del buen
trato que recibía, debía dar vueltas al asador cuando le tocaba, y aún entonces
trabajaba por cuenta propia, pues sabía que algo había de corresponderle de
aquellos pollos, capones y pavos que se estaban dorando al amor de la lumbre.
Un día Don Narices dejó el asador, que se quedó sin
movimiento; y los pollos, más bien que a asarse, comenzaron a tostarse de sólo
un lado, con gran desesperación del jefe de la cocina cuando lo notó. Si el
perro hubiese estado al alcance de su mano, le hubiera arrimado un palo, pero
Don Narices había echado a correr y estaba ya en la calle. Una vez en ella se
miró de soslayo y comenzó a dar saltos y a describir círculos con el propósito
de cogerse la cola. Cuando estuvo cansado, se quedó parado; aspiró el aire
tibio de un hermoso día de primavera; y como su satisfacción fuese grande
porque no trabajaba y era completamente dueño de sus acciones, pues podía ir,
venir, correr, saltar, tenderse al sol; en una palabra, hacer lo que mejor le
acomodara, expresó su satisfacción dando desaforados ladridos.
En mala ocasión lo hizo, pues a su lado estaban
hablando dos caballeros; y como el que más cerca de Don Narices estaba se
asustara a los ladridos, creyendo que iba a morderle, con su bastón arrimole un
fuerte golpe en los lomos; con lo cual el perro salió escapado y lanzando
lastimeros quejidos, que hubieran partido el corazón de Rosita si los hubiese
oído.
¿Quién era Rosita? Una niña muy re monona a quien
una amiga había regalado el perrito cuando sólo tenía un mes. Pero como Rosita
se pasase el día jugando con el perrito y a veces se entretuviera en enfadarle,
su mamá, que sabía que los perros rabian y que cuando están hidrófobos y
muerden a una persona ésta suele morirse, no quiso exponer la vida de su hija
al capricho de tener perro; y como se dijera que más segura está la que no los
tiene en su casa que la que en ellas los guarda, lo dio al fondista, en cuya
cocina vivió tranquilamente Don Narices hasta recibir el palo que le propinó
aquel caballero.
Parose el perro cuando estuvo muy lejos; y
entonces, sin miedo al bastón, que ya no podía alcanzarle, ladró al que le
había pegado; y luego, muy satisfecho, como si hubiese obtenido una gran
victoria, continuó su camino. Vio un compañero que estaba sentado delante de un
pobre ciego que pedía limosna. Don Narices se acercó al perro; se saludaron
encogiendo los hocicos y enseñando los dientes, y el de la fonda preguntó al
del ciego:
-¿Qué haces aquí?
-Trabajo.
-¡Vaya una manera de trabajar, sentado!
-Cada cual trabaja a su manera en este mundo. Yo
guío a mi amo, que pide limosna, y con lo que le dan, come él y como yo.
-¿Por qué no le abandonas?
-Porque sería una mala acción, pues como no ve no
podría volver a su casa y no tendría quién le guiara.
Fuese Don Narices y llegó a una plaza donde tropezó
con un perro perdiguero. Acercose a él y le saludó exclamando:
-Tú lo entiendes.
Mirole con sorpresa el perdiguero, como diciéndose:
-¿Qué quiere ése? -y le preguntó:
-¿Qué es lo que entiendo yo?
-La manera de vivir, pues no eres tan tonto como un
amigo que he encontrado, que pasa la existencia trabajando.
-¿Acaso crees que yo no trabajo? Mi amo me saca al
monte cuando va de caza y me paso todo el día corriendo detrás de las perdices.
-Pues también tú perteneces al número de los
necios, porque trabajas pudiendo vivir como otros perros, y como yo me he
propuesto, sin hacer nada.
Lanzole el perdiguero una mirada de desprecio y
pagole Don Narices con otra de desdén, dando a continuación media vuelta y
marchándose de allí. Al poco rato encontró otro perro junto a una puerta, y
como deseaba hallar quien aprobara su plan, que consistía en vivir sin
trabajar, le preguntó:
-¿Cómo va, compañero?
-Se ha pasado mala noche.
-¿Y eso?
-Querían robar el almacén que guardo, pero como
estoy alerta, con mis ladridos he ahuyentado a los ladrones y despertado a los
amos.
-¿Por qué te has molestado?
-¡Vaya una pregunta! ¿Acaso no he de servir al que
me da de comer?
-Conque, ¿también tú trabajas?
-¡Claro está que sí! ¿Quién no trabaja?
-¡Qué tontos! ¡Qué tontos! ¡Qué tontos! pensó Don
Narices. Yo he visto perros que no trabajan, y pudiendo vivir sin hacer nada,
no comprendo por qué se esclavizan.
Así discurriendo y dando vueltas por calles y
plazas, llegó la hora de la comida, y entonces comenzó a reflexionar que la
vida de holgazanería tenía algunos inconvenientes, pues si bien había
correteado a su gusto, en cambio se encontraba sin aquellos abundantes huesos
que tanto tenían que roer, y restos de tajadas, para él tan sabrosos. El olor
de la carne le atrajo hacia el mercado, y antes de entrar en él se le juntó un
compañero, cuya vecindad hizo poca gracia a Don Narices, porque su pelo estaba
lleno de polvo y barro y tenía más patas que cuerpo, pues éste era tan delgado
que parecía debía venirse al suelo de un momento a otro la armazón de costillas
que lo sostenía. Además, el incesante movimiento de su cabeza cuando dirigía el
hocico al lomo, al pecho y a las patas, royendo como si quisiera comerse los
pocos restos de carne que le quedaban, indicaba que de él se habían apoderado
las pulgas. Don Narices hubiera deseado marcharse, pero como el hambre
apretaba, entraron juntos en el mercado.
-¿Tú serás de los míos? preguntó el perro flaco.
-¿Quiénes son los tuyos?
-Los que viven de lo que pillan en el mercado.
-Conque, ¿aquí se come?
-¡Qué tonto eres! ¡Pues no se ha de comer! Sígueme
y yo te guiaré. Soy maestro en la materia. Me parece que tu escapatoria es
reciente.
-Hoy he abandonado a mi amo.
-¿Por qué?
-Porque me hacía trabajar.
-Has hecho bien. ¿Qué necesidad tenemos de trabajar
pudiendo vivir sin hacer nada?
-Eso digo yo. ¿Tú no trabajas?
-¡Qué he de trabajar!
Don Narices le miró, y al fijarse de nuevo en
aquellos huesos que parecía querían agujerear la piel, se dijo:
-Será verdad que no trabajas, pero también debe
serlo que comes poco y mal.
Luego, añadió:
-¿Tiene inconvenientes esa manera de vivir?
-Ninguno. Hago lo que me da la gana, me acuesto
cuando quiero, me levanto cuando me acomoda...
-¿Cuándo comes?
-Ahora: aquí hay huesos.
El perro vagabundo comenzó a roer uno muy sucio que
estaba en el suelo. D. Narices no quiso probar aquella comida y pensó en la de
la fonda.
-¡Muy delicado eres! le dijo en son de mofa su
compañero. Sígueme y verás con qué prontitud nos proporcionamos sabrosas
tajadas aprovechando el descuido de algún carnicero.
Don Narices fue tras él, pero no muy tranquilo,
pues si veía piernas de carnero, también veía cuchillos y pesas y pensaba en el
efecto que unos y otras habían de producir en contacto con su cuerpo. El perro
vagabundo, mientras tanto, fijose en un cortante que estaba distraído hablando
con el dueño de la mesa vecina, y de un salto ¡zas! apoderose de una magnífica
tajada, echando luego a correr y haciendo otro tanto Don Narices, quien se dijo
que la vida de holganza no era tan mala como había supuesto. Pero pronto cambió
de modo de pensar, pues el cortante comenzó a gritar:
-¡Ah pillo, tunante!
Y uniendo a la palabra la acción, tiró una pesa al
perro vagabundo, con tan mala suerte para éste que le dio en mitad de la
cabeza, cayendo muerto. Tan grande fue el susto de Don Narices, que comenzó a
ladrar desaforadamente como si él hubiese recibido el golpe, y, perdido el
tino, pegó tal salto que fue a caer dentro de un barreño donde había bacalao en
remojo. Cayó el barreño y chilló la vendedora sin darse cuenta de lo que había
ocurrido; escapó Don Narices; se alborotaron las verduleras; una le tiró
patatas, otra un banasto, quién un tomate, una cuarta el taburete; de suerte
que no hubo manos quedas ni objeto que no se convirtiera en proyectil contra el
perro; y por si algo le faltaba, el municipal que estaba de servicio en la
plaza sacó el sable y echó a correr en su persecución.
Por fortuna Don Narices salió con vida, pero
sazonado con tomates, pimientos y cebollas.
Al verse libre de sus perseguidores
se dirigió cabizbajo a la fonda, convencido de que para vivir hay que trabajar
y de que quien mal anda mal acaba, como el perro vagabundo. Mohíno y el rabo
entre piernas Metióse en la cocina; se fue al asador, comenzó a darle vueltas e
hizo el firme propósito, que cumplió, de rechazar en adelante toda tentativa de
holgazanería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario