Un zapatero tenía cuatro hijos que deseando buscar
su fortuna por el mundo, dijeron un día a su padre:
—Padre, somos mayores de edad y deseamos viajar por
el mundo y buscar fortuna.
—Muy bien,—dijo el zapatero y dio a cada uno de sus
hijos un caballo y cien duros para la jornada. Los jóvenes, muy contentos, se
despidieron de su padre y partieron en busca de fortuna.
Caminaron los hermanos algún tiempo y al llegar a
una encrucijada, donde partían cuatro caminos, el hermano mayor dijo:
—Hermanos míos, separémonos; cada uno tome un camino,
busque su fortuna y después de un año nos reuniremos otra vez aquí.
Los cuatro caminos conducían a cuatro ciudades muy
hermosas, adonde llegaron los hermanos y cada uno en su ciudad buscó quehacer
inmediatamente. El hermano mayor aprendió a zapatero, el segundo estudió para
astrólogo, el tercero se convirtió en un buen cazador y el hermano menor se
hizo ladrón.
Después de un año los cuatro hermanos se reunieron
de nuevo en la encrucijada.
—Gracias a Dios,—dijo el hermano mayor,—todos
estamos sanos y salvos y cada uno ha aprendido a hacer algo.
Y juntos regresaron a casa. El padre se puso muy
contento al verlos llegar y pidió a sus hijos que le contaran sus aventuras.
Julio, el hijo mayor, dijo que había estado en
Toledo y que había aprendido el oficio de zapatero.
—Muy bien,—dijo su padre, es un oficio honrado.
—Pero yo no soy un zapatero vulgar, respondió
Julio,—remiendo a la perfección, y no tengo más que decir estas palabras:
'¡Remiéndate!' y las cosas viejas quedan como nuevas.
El padre, dudando de lo que decía su hijo, le dio
un par de zapatos viejos. Julio tomó los zapatos, los puso en frente y dijo:
'¡Remiéndate!' Al instante los zapatos se convirtieron en otros relucientes y
casi nuevos. El atónito padre exclamó:—¡Excelente, has aprendido más en Toledo
que en la escuela!
Entonces el viejo zapatero preguntó a su segundo
hijo, Ramón:—Y tú, Ramón ¿qué has aprendido?—Padre mío, estuve en Madrid y
estudié para astrólogo y soy un astrólogo extraordinario. No hago más que ver
el cielo para saber inmediatamente lo que sucede sobre la tierra.
—¡Maravilloso!—exclamó el padre y dirigiéndose a su
tercer hijo Enrique, dijo:—¿Qué oficio has aprendido, Enrique?—Soy cazador,
pero un cazador sorprendente. Cuando veo a un animal no hago más que decir:
'¡Muérete!' y el animal se muere en seguida.
El padre viendo una ardilla le dijo:—Mata aquella
ardilla y creeré lo que dices.—Enrique dijo: '¡Muérete!' y la pobre ardilla
cayó muerta.
Por fin el zapatero preguntó a su hijo menor
Felipe:—¿Qué oficio has aprendido tú?—He aprendido a robar,—respondió
Felipe;—pero no soy un ladrón ordinario; no hago más que pensar en la cosa que
deseo tener, y esta cosa viene por sí misma a mis manos.
Como el padre quería ver la ardilla muerta por
Enrique, dijo al astrólogo:—¿Dónde está la ardilla?—Debajo de aquel
árbol,—respondió Ramón. En seguida Felipe, el ladrón, pensó en la ardilla y
ésta apareció al instante sobre la mesa.
El viejo zapatero estaba muy contento y orgulloso
de las habilidades de sus hijos. Un día los cuatro hermanos supieron que la
princesa Eulalia, la única hija del rey, se había perdido. El rey ofreció su
reino y la mano de su hija al caballero que pudiese hallarla y traerla al palacio.
Los hermanos fueron al palacio, y dijeron al rey que ellos podían hallar a la
princesa. El rey muy contento les repitió su promesa.
Durante la noche el astrólogo miró al cielo y vio
en una isla lejana a la princesa, a quien un dragón tenía prisionera. Los
cuatro hermanos después de un viaje penoso y largo llegaron a la isla. Cuando
el ladrón vio a la princesa que se paseaba por la playa, exclamó:
—¡Deseo a la princesa en nuestro barco!—e
inmediatamente la princesa estuvo en el barco; pero como el dragón vio esto,
con rugido terrible se precipitó sobre el barco. El cazador exclamó al
instante: '¡Muérete!' y el dragón cayó muerto en el agua. Al caer el dragón
chocó con el barco y casi lo hizo pedazos, y cuando ya se hundía el barco, el
zapatero dijo: '¡Remiéndate!' y el barco fue remendado.
Apenas regresaron al reino, empezaron los hermanos
a altercar entre sí.
—Yo he hallado a la princesa,—dijo el
astrólogo,—por lo tanto debe ser mi esposa.
—De ninguna manera,—respondió el ladrón,—la mano de
la princesa es mía, porque yo se la robé al dragón.
—¡Necios!—exclamó el cazador,—yo debo ser el marido
de la princesa porque yo maté al dragón,—a lo que el zapatero replicó
coléricamente:
—La princesa debe ser esposa mía, porque yo remendé
el barco y sin mi ayuda todos Vds. estarían muertos.
Después de mucha discusión, y sin poder arreglar
nada, los hermanos decidieron ir a ver al rey a su palacio.
—Señor,—le dijeron,—Vuestra Majestad decida quien
de nosotros debe casarse con la princesa.
—Muy bien,—dijo el rey,—la cuestión es muy simple;
he prometido la princesa al caballero que la encontrase. Por lo tanto ella debe
casarse con el astrólogo. Pero como cada uno de Vds. ayudó a la salvación de
ella, cada uno debe recibir la cuarta parte de mi reino.
Los hermanos, muy satisfechos con esta
distribución, vivieron felices en sus reinos. Cada vez que nacía un príncipe o
una princesa los tres solteros aumentaban los impuestos para comprar magníficos
regalos para el recién nacido.
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