Un día llegó a una fonda de Lerdo un
forastero de gran talle, corpulento y fuerte, con centellantes ojos negros y
rostro cubierto de larga y espesa barba. Su vestido negro añadía algo de
siniestro a su apariencia.
—¡Mesero!—gritó en voz alta,—tengo
mucha hambre y me estoy muriendo de sed. Tráigame algo que comer y una botella
de vino. ¡Pronto!
El mesero, medio espantado, corrió a la
cocina, y pocos minutos después sirvió una buena comida y una botella de vino
al extranjero. Este se sentó a la mesa y comió y bebió con tanto gusto que en
menos de diez minutos había devorado todo.
Una vez terminada su comida, le preguntó
al mesero: —¿Hay en este pueblo un buen barbero que pueda afeitarme?
—Ciertamente, señor, —contestó el
mesero, y llamó al barbero que vivía no lejos de la fonda.
Con su estuche en una mano y el
sombrero en la otra, entró el barbero, y haciendo una profunda reverencia
preguntó: —¿En qué puedo servir a usted, señor?
—Aféiteme usted. —gritó el forastero
con voz de trueno. —Pero le advierto que tengo la piel muy delicada. Si no me
corta le daré cinco pesetas, pero si me corta le mataré sin piedad. Ya he
matado más de un barbero por esa causa; ¡con que tenga cuidado!—añadió por vía
de explicación.
El pobre barbero que se había espantado
al oír la aterradora voz de su cliente, ahora temblaba como la hoja de un árbol
agitada por el viento otoñal.
El terrible hombre había sacado del
bolsillo de su levita un grande y afilado cuchillo y lo había puesto sobre la
mesa. Era muy claro que la cosa no era para bromas.
—Perdone usted, señor,—dijo el barbero
con voz trémula,—yo soy viejo y me tiembla la mano un poco, pero voy a enviar a
Vd. a mi ayudante, que es joven. Puede Vd. fiarse de su habilidad.
Diciendo esto, salió casi corriendo de
la fonda. Cuando estuvo fuera, dando gracias a Dios de haber escapado, decía
para sí: —Ese hombre es malo como un demonio; no quiero tener negocios con él.
Tengo una esposa y ocho niños y debo pensar en ellos. Es mejor que venga mi
ayudante.
A los diez minutos se presentó el
ayudante en la fonda. —Mi maestro me ordenó que viniera aquí para...—Sí, su
maestro dice que es usted. un hombre hábil y espero que tenga razón,—le
interrumpió el forastero con voz ronca.—Le advierto que tengo la piel muy
delicada. Si me afeita sin cortarme le daré cinco pesetas, pero si me corta, le
mataré con este cuchillo tan cierto como mi barba es negra.
Al oír esto el ayudante palideció un
poco, pero recobrando el ánimo replicó: Ciertamente, señor, soy muy hábil y
tengo una mano muy segura. Tendría mucho gusto en afeitarlo, pero Vd. tiene una
barba muy espesa y necesito una navaja muy afilada. Desgraciadamente no tengo
ninguna en mi estuche ahora, pero afortunadamente el aprendiz afiló sus navajas
esta misma mañana. Le voy hacer venir al instante.
Con esto escapó precipitadamente
diciendo para sí: —¡Cáspita! ¡Ese barbón se parece al mismísimo diablo! Lo que
es a mí, no me mata. Que vaya el aprendiz, que es joven. Aquí tiene una buena
ocasión de aprender algo.
Por fin vino el aprendiz. Era un muchacho de unos diez y seis años, con ojos
vivos y cara inteligente.
—¡Ola!—gritó el forastero, soltando una
carcajada que hizo retemblar las paredes.
—¿Te atreves tú a afeitarme? Pues bien,
muchacho. ¡Mira! Aquí tienes esta pieza de oro y este cuchillo. La moneda de
oro vale cincuenta pesos y será tuya si me afeitas sin cortarme; pero como eso no
es muy fácil, porque tengo la piel muy delicada, te advierto que si me cortas
te mataré con este cuchillo.
Y miró al pobre aprendiz con unos ojos
que parecían salir chispas centellantes.
Mientras tanto, el muchacho
reflexionaba de esta manera:—¡Cincuenta pesos! Eso es más de lo que gano en un meses. Con esa suma me puedo comprar un traje nuevo para la feria y, además, un
nuevo estuche. Con que me voy a atrever. Si este bruto mueve el rostro y lo corto,
ya sé lo que debo hacer.
Con gran calma saca todo lo necesario
de su estuche; sienta al forastero en una silla, y sin el menor miedo pero con
mucho cuidado termina el muchacho felizmente la operación.
—Aquí tienes tu dinero, dijo el
terrible matasiete.—¡Chispas, niño! tú tienes más valor que tu maestro y su
asistente, y a la verdad mereces el oro. Pero dime: ¿no tenías miedo?
—¿Miedo? ¿Por qué? Vd. estaba
enteramente en mi poder. Tenía yo las manos y mi más afilada navaja en la
garganta de Vd. Supongamos que Vd. se mueve y yo le corto. Usted. intenta asir
el cuchillo para matarme. Yo lo impido y con una sola tajada lo degüello. Eso
es todo. ¿Entiende Vd. ahora?
Esta vez fue el forastero el que se
puso pálido.
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