Nací debajo del alero de un
tejado. Cuando rompí el cascarón y miré por la abertura del nido, todo me
pareció muy bonito: deseaba llegase el momento de echar a volar, pero mis padres
contuvieron mi impaciencia y la de mis hermanitos con sus buenos consejos. La
alimentación era abundante y sana, y gracias a ella nuestras fuerzas se iban
desarrollando. Por último llegó el momento tan deseado de echar a volar. La
inquietud hacía que mi madre piara quejumbrosamente temiendo un accidente
cualquiera, pero la nota triste convertíase en alegre cuando veía a mis
hermanitos sostenerse en el espacio. Llegome la vez; extendí las alas y...
¿Adivinan lo que me sucedió? Pues voy a decírselo.
No me faltaron las alas; pero la curiosidad, que es causa de tantos males, hizo
que parara el vuelo en un prado en vez de detenerme en un árbol; y como en
aquel prado había chiquillos y me vieron, tras de mí echaron a correr. Yo quise
escapar; pero enredeme entre la hierba, no pude huir por no saber dar con la
salida, que buscaba por todas partes menos donde hubiera debido buscarla, que
era volando otra vez; y como a correr me ganaban los chiquillos, héteme
convertido en su prisionero.
Por fortuna no di en manos de esos niños que tienen
la mala y punible costumbre de martirizar a los pobres pájaros, y mis dueños me
llevaron a su casa. Metiéronme en una jaula, donde colocaron algodón para que
no tuviera frío. He de confesar que no estaba del todo mal. Pusieron pan en
remojo y quisieron que comiera aquellas migas. No me hice de rogar; y como los
niños se empeñaban en que siempre estuviera comiendo, porque les divertía verme
abrir el pico y agitar las alitas, y a mí no me disgustaba atracarme, padecí
una indigestión que por poco me mata; pero logré escapar de ella, si bien
estuve alicaído durante tres días.
Todo marchaba a pedir de boca. A los pocos días me
sacaron de la jaula y me permitieron correr por la casa. No digo volar porque
me cortaron las alas. Esto me disgustó mucho, pero mi contrariedad subió de
punto cuando a uno de los niños se le ocurrió recortar un pedazo de grana,
dándole la forma de cresta y luego me la pegó a la cabeza con engrudo o no sé
qué cosa; y héteme convertido en gallo. Ellos reían, pero a mí me hacía muy
poca gracia su alegría. Traté de quitarme la cresta, pero convénceme de que todos
mis esfuerzos resultarían inútiles, pues en cuanto lograba desprenderme de
ella, me la volvían a poner.
Revestidme de paciencia y formé mi plan, que
consistía en evadirme. Cuando los niños no me veían probaba la fuerza de mis
alas, y cuando creí que las plumas habían vuelto a crecer lo bastante para
sostenerme, eché a volar, salí por la abierta ventana y me detuve en el repecho
de otra para quitarme la cresta, restregando la cabeza contra un rosal que
había en un tiesto. No logré mi propósito, pero en cambio la grana quedó
clavada en una espina del rosal y yo me encontré aprisionado, pues a cada
esfuerzo por librarme, la sujeta cresta tiraba de las plumas de mi cabeza,
siendo tanto el dolor que era irresistible. Comencé a chillar como chillan los
gorriones; y en esto se abrió la ventana, me cogieron y una voz dijo con
dulzura:
-¡Pobrecito! ¡Cómo te han puesto!
Para retirarme del rosal me cortaron con mucho
cuidado las plumas a que estaba adherida la cresta. Luego se cerró la ventana.
Por segunda vez caí prisionero; y como la primera
no me fue del todo mal, he de confesar que no me asusté gran cosa. Cuando me di
cuenta de mi situación, me hallé encima de una mano blanca, tan fina que
parecía de terciopelo, mientras la otra me estaba acariciando alisándome las
plumas. Sobre la mano cayó una gotita, y como tenía sed, la bebí. No puede
imaginarse bebida más dulce. Una vez los niños me dieron miel y creí que era lo
más dulce que había, pero era amarga la miel comparada a aquella gota. Después
supe que era una lágrima, y no hay que añadir que era una lágrima de amor, de
ángel, porque las que hace derramar la envidia o el orgullo o el odio, estas
son lágrimas del demonio y, por lo tanto, son amargas.
Quise saber quién era mi dueña y la miré. Vi una
joven morenita, de ojos grandes, con dos pupilas que brillaban como dos luces,
una frente que me pareció el pedazo de cielo que veía por el agujero de mi nido
y unos labios que asemejaban el color de la aurora, que a mí me gustaba tanto
contemplar, que todas las mañanitas despertaba antes de salir el sol, y
asomando la cabeza por debajo del ala, con la que me abrigaba mi madre, me
extasiaba viendo cómo las nubes se teñían de rojo. Los cabellos de la joven
eran negros como la noche, que a mí me daba miedo; pero aquella cabellera no me
asustaba. Hubiera jugado con ella.
La joven se llamaba Manuelita. A la primera lágrima
siguió otra; y yo, al verla llorar, agité las alas y sentí no saber cantar como
los ruiseñores, porque hubiera deseado consolarla. Ella comprendió mi intento,
pues aproximó la mano a sus labios y me dio un beso.
-Hermanita, murmuró una voz más melodiosa que la
del jilguero.
La joven al oírla saltó de su asiento y corrió
hacia la cama donde había una niña de cuatro a cinco años que en aquel momento
acababa de despertar.
-Buenos días, Conchita, le dijo dándole un beso.
Mira qué pajarito tan mono.
-¡Qué lindo es! exclamó la niña. Quiero tenerlo.
-Cuidado con hacerle daño.
-¡Pobrecito! Le querré mucho.
Manuelita me puso encima de la cama y su hermanita
me acarició. Yo salté sobre su hombro; después pasé a la almohada, y luego me
coloqué sobre su cabeza. Conchita estaba loca de contento.
-Ahora a vestir, le dijo Manuelita.
Cuando estuvo vestida se arrodilló sobre la cama y
rezó guiándola su hermana. «Señor, dijeron: dignaos conceder la gloria del
Paraíso a nuestra madre.» Los ángeles debieron recoger aquella plegaria y
llevarla al cielo, porque de ángeles procedía.
Voy a contar la historia de Manuelita. Su padre era
marinero y navegaba en un buque que debía dar la vuelta al mundo. Hacía dos
años que estaba ausente, y durante este tiempo habían pasado muchas cosas y muy
tristes. La casa donde el marinero tenía depositada la pequeña cantidad, fruto
de sus ahorros para que su mujer y sus hijas estuviesen a cubierto de la
miseria, quebró; y la miseria llamó a la puerta del modesto hogar y moviendo su
lengua de hielo, dijo:
-¡Aquí estoy!
Manuelita abrazó a su madre para dominar con el
fuego de su amor el frío de la desgracia y murmuró besándola:
-Madre, Dios es bueno y nos protegerá. Yo
trabajaré.
Trabajó Manuelita mucho para que su madre no
tuviera que trabajar tanto. Tenía la casa muy aseada y cuidaba a su hermanita
con cariño. Procuraba sonreír siempre. A veces había lágrimas detrás de las
sonrisas, pero cuidaba de que su madre no la viera, porque la pobre se hubiera
puesto triste; y Manuelita se reservaba la tristeza para ella: la alegría era
para aquellos seres tan queridos.
Vivieron con algunas privaciones, alentándoles la
resignación que nacía de su confianza en Dios. Los días pasaban y aún faltaban
muchos para el regreso del marinero. Hubieran deseado empujar el tiempo, pero
el tiempo es un caballero que por nadie ni por nada sale de su paso y cuya
presencia debe aprovecharse, porque en cuanto se ha ido ya no vuelve aunque le
llamemos con lágrimas de desesperación.
Mientras esperaban al padre llamó a la puerta la
enfermedad y dijo con su acento que abate:
-¡Aquí estoy!
Manuelita se sentó al lado de la cama de su madre.
Tantos fueron los sufrimientos y tantas las penas de la hija, que si los
ángeles no la hubiesen visitado hubiera acabado por sentirse abatida. Siguió
sonriendo para impedir que su madre llorara. Un día ya no contuvo las lágrimas,
porque la muerte llamó a la puerta de la casa y dijo con su voz de tristeza:
-¡Aquí estoy!
La madre dio a Dios su alma cristiana. Conchita
tuvo otra madre: Manuelita, que quedó sola en el mundo. No quedó sola, porque
también ella tenía su madre: la Virgen, que lo es de todos los afligidos.
Manuelita olvidó su orfandad para que no la
sintiera Conchita. Pasaba todo el día trabajando y algunas veces parte de la
noche, pero con el dinero que ganaba nada faltaba a su hermanita, que iba muy
aseada; y ella, aunque se veía privada de todas las distracciones de su edad, se
daba por muy satisfecha cuando Conchita la recompensaba con sus caricias.
Cuando los días festivos, Manuelita llevaba a su hermana a paseo al salir de
misa, la gente se detenía a mirarlas y todos pensaban:
-¡Qué buena es!
Yo procuré distraer a Manuelita y creo que más de
una vez contribuí a que sonriera. Pude recobrar la libertad, pero sólo la
aproveché para permitirme unos cuantos paseos por el espacio, con descansos en
las ramas de los árboles del paseo vecino. Al volver al lado de mis amas me
acariciaban y me decían:
-¿Ya estás aquí? ¿Qué has charlado con tus
compañeros?
Cada día las quería más y prefería su casa al
campo. Como en ella no había gato, estaba completamente tranquilo y era muy
dichoso.
Una tarde, después de haber picoteado las migajas
de pan que quedaron sobre la mesa, arranqué el vuelo y salí a dar mi
acostumbrado paseo. Hallé la gente de la ciudad muy animada como si algo
extraordinario ocurriera, y en verdad que extraordinaria era la cosa, pues el
hijo del rey quería casarse y su padre había mandado pregonar que la elegida
sería la más guapa y la más rica, convidando a un baile a todas las muchachas
casaderas de sus Estados, para que el príncipe las viera y escogiera entre
ellas a su esposa.
Las modistas trabajaron noche y día y también los
molineros, pues todas querían empolvarse, con lo cual escaseó la harina y
aumentó el precio del pan aquellos días. Yo quise saber a quién elegiría el
príncipe y me metí en el salón del palacio real donde debía darse la fiesta. A
la hora fijada acudieron tantas jóvenes y caballeros que llenaron todas las
salas. A la mitad del baile el príncipe, que era muy guapo, se sentó en un
sillón dorado al lado del trono donde estaban los reyes, y fueron pasando todas
las jóvenes haciendo una gran reverencia. Cuando hubieron pasado yo me acerqué
al hijo del rey y le dije:
-Príncipe: falta una joven.
Volvió la cabeza para ver quién le hablaba, pero yo
ya había salido del salón. El príncipe llamó en el acto a su mayordomo y le
preguntó si faltaba alguna joven en el baile.
-Falta una, señor, le contestó el mayordomo.
-¿Por qué no ha venido?
-Ha dicho que vistiendo luto, más su corazón que su
cuerpo, por la muerte de su madre, no podía asistir a un baile.
-¿Sabía que en esta fiesta debía elegir esposa?
-Se lo hice presente y me contestó: «Ah, señor: el
príncipe ha resuelto escoger a la más guapa y rica y yo no soy rica ni guapa.
Además, yendo al baile quedaría sola en casa mi hermanita, y como soy para ella
una madre, debo cuidarla.»
Oyó con mucha atención el príncipe lo que le dijo
su mayordomo; y cuando llegó la hora en que debía pronunciar el nombre de la
que elegía por esposa, anunció con gran sorpresa de todos que ya se sabría su
resolución.
Yo conté a Manuelita lo que había visto en palacio
y ella me dijo:
-¡Quiera Dios que la compañera que el príncipe
elija sea digna de él, porque es muy bueno!
Por la mañana llamaron a la puerta y entró el
príncipe, quien al ver a Manuelita lanzó una exclamación de sorpresa. La joven
no acertaba a reponerse de su asombro y no sabía cómo recibir en casa tan
humilde a personaje tan elevado; pero el hijo del rey se encontraba en
situación de ánimo parecida, pues no había visto mujer tan bella como
Manuelita, belleza aumentada por los relatos que al príncipe habían hecho de su
abnegación y cariño filial. El caso fue que porque ella no sabía cómo hablar a
un príncipe, y porque él no sabía qué decir a una mujer tan hermosa, la conversación
tuvo más pausas que palabras. Aquella misma tarde el pregonero anunció que
Manuelita era la elegida por esposa del hijo del rey. Éste preguntó al príncipe
por qué había dado la preferencia a una joven que, si bien era muy bella, era
muy pobre, y su hijo le contestó:
-Señor; dije que me casaría con la más hermosa y la
más rica y cumplo mi promesa, pues si en belleza no hay quien iguale a
Manuelita, tampoco hay quien la supere en riqueza, porque tiene la riqueza del
alma.
El rey abrazó al príncipe y le dijo:
-Buena elección has hecho, hijo mío, porque la
riqueza del alma es la mejor de las riquezas.
Celebrose la boda con mucha pompa. La carroza donde
iba Manuelita la tiraban gorriones, pues yo conté lo sucedido a mis compañeros
y quisieron para ellos el honor de llevar a la joven a la iglesia. Los reyes
obsequiaron al pueblo con una comida compuesta de sopa, en la que se emplearon
400,000 panes, y para el caldo 100,000 gallinas y 2,000 vacas; pescado frito y
en salsa, consumiéndose 80,000 merluzas, 40,000 anguilas, 150,000 salmonetes y
200,000 lenguados; y después hasta 5,000 cabritos, 100,000 terneras y 300,000
pavos asados. A cada convidado se le dio un queso de Holanda y una botella de
vino. Manuelita, ya princesa, mandó socorrer a todos los pobres.
Grande fue la tristeza del marinero cuando al
regresar de su viaje alrededor del mundo supo que su esposa había muerto, pero
extremado fue también su júbilo al hallar a su hija convertida en princesa y a
Conchita instalada en palacio al lado de su hermana. Los príncipes fueron muy
dichosos y el hijo del rey nunca se arrepintió de haber preferido a todas las
riquezas las del alma. El marinero fue nombrado capitán de uno de los mejores
barcos del rey. Conchita fue creciendo y casó con un sobrino del monarca; y
también a mí me alcanzó la felicidad, pues la princesa quiso tenerme a su lado
y me conservó el mismo cariño que cuando vivía en su aseada y pobre casita.
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