Había en el Cairo un mercader llamado Abou Tamburí,
que era conocido por su avaricia; aunque rico, iba pobremente vestido, y tan
sucio, que parecía un mendigo. Lo más característico de su traje eran unos
enormes zapatones, remendados por todos lados, y cuyas suelas estaban provistas
de gruesos clavos.
Paseábase cierto día el mercader por el gran bazar
de la ciudad, cuando se le acercaron dos comerciantes a proponerle: el uno la
compra de una partida de cristalería, y el otro una de esencia de rosa. Este
último era un perfumista que se encontraba en grande apuro, y Tamburí compró
toda la partida por la tercera parte de su valor.
Satisfecho con su compra, en lugar de pagar el
alboroque a los comerciantes como es costumbre en Oriente, creyó más oportuno
el ir a tomar un baño. No se había bañado desde hacía mucho tiempo, y tenía
gran necesidad de ello, porque el Corán manda a los creyentes de Mahoma bañarse
frecuentemente en agua limpia.
Cuando se dirigía al baño, un amigo que le
acompañaba le dijo:
—Con los negocios que acabas de hacer tienes una
ganancia muy pingüe, pues has triplicado tu capital. Así es que deberías
comprarte un calzado nuevo, pues todo el mundo se burla de ti y de tus zapatos.
—Ya lo había pensado; pero me parece que mis
zapatos pueden tirar aún cuatro o cinco meses.
Llegó a la casa de baños, se despidió de su amigo y
se bañó. El Cadí fue también a bañarse aquella mañana y en el mismo
establecimiento, y como Tamburí saliera del baño antes que él, se dirigió a la
pieza inmediata para vestirse. Pero con sorpresa vió que a lado de su ropa, en
lugar de sus antiguos zapatos había otros nuevos, que se apresuró a ponerse, creyendo
que eran un regalo de alguno de sus amigos. Como ya al encontrarse con zapatos
nuevos no tenía necesidad de comprar otros, salió muy satisfecho de la casa de
baños.
El Cadí, después de terminar su baño, fue a
vestirse; pero en vano sus esclavos buscaron su calzado, tan sólo encontraron
los viejos y remendados zapatos de Tamburí.
Furioso el Cadí mandó a un esclavo a cambiar el
calzado, y encerró en la cárcel al avaro Tamburí. Éste, al día siguiente,
después de pagar la multa que le impuso el Cadí, fue dejado en libertad. Cuando
llegó a su casa Tamburí arrojó por la ventana al río los zapatos que habían
sido causa de su prisión.
Después de algunos días, unos pescadores, que
habían echado sus redes en el río, cogieron entre las mallas los zapatos de Tamburí,
pero los clavos de que estaba llena la suela destrozaron los hilos de las
redes. Indignados los pescadores, recurrieron al Juez para reclamar contra
quien había echado al río indebidamente aquellos zapatos.
El Juez les dijo que en aquel asunto nada podía
hacer. Entonces los pescadores cogieron los zapatos, y, viendo abierta la
ventana de la casa de Tamburí, los arrojaron dentro, rompiendo todos los
frascos de esencia de rosa que el avaro había comprado hacía poco, y con cuya
ganancia estaba loco de contento.
—¡Malditos zapatos!—exclamó,—¡cuántos disgustos me
cuestan!—Y cogiéndolos, se dirigió al jardín de su casa y los enterró. Unos
vecinos que vieron al avaro remover la tierra del jardín y cavar en ella,
dieron parte al Cadí, añadiendo que sin duda Tamburí había descubierto un
tesoro.
Llamóle el Cadí para exigirle la tercera parte que
correspondía al Sultán, y costó mucho dinero al avaro el librarse de las garras
del Cadí. Entonces cogió sus zapatos, salió fuera de la ciudad y los arrojó en
un acueducto; pero los zapatos fueron a obstruir el conducto del agua con que
se surtía la población de Suez.
Acudieron los fontaneros, y encontrando los zapatos
se los llevaron al Gobernador, el cual mandó reducir a prisión a su dueño y
pagar una multa más crecida aún que las dos anteriores, entregando, no
obstante, los zapatos a Tamburí.
Así que se vio Tamburí otra vez en posesión de sus
zapatos, resolvió destruirlos por medio del fuego; pero como estaban mojados no
logró su objeto. Para poder quemarlos los llevó a la azotea de su casa con el
propósito de que los rayos del sol los secasen.
El destino, empero, no había agotado los disgustos
que le proporcionaban los malditos zapatos. Cuando los dejó, varios perros
saltaron a la azotea por los tejados y, cogiéndolos, se pusieron a jugar con
ellos. Durante el juego, uno de los perros tiró un zapato al aire con tal
fuerza que cayó a la calle en el momento en que pasaba una mujer. El espanto,
la violencia y la herida que le causó fueron tales que quedaron desmayadas en
la calle. Entonces el marido fue a quejarse nuevamente al Cadí y Tamburí tuvo
que pagar a aquella mujer una gruesa multa como indemnización de daños.
Esta vez, desesperado, Tamburí se propuso quemar
los endiablados zapatos y los llevó a la azotea, donde se puso de vigilante
para evitar que se los llevasen. Pero entonces fueron a llamarlo para finalizar
un negocio de cristalería, y la codicia le hizo abandonar su puesto.
No bien dejó la azotea cuando un halcón que
revoloteaba sobre la casa, creyendo que los zapatos eran buena presa, los cogió
con sus garras y se remontó en los aires. Cansado el halcón, desde cierta
altura dejó caer los zapatos sobre la cúpula de la mezquita mayor y los pesados
zapatos hicieron considerables destrozos en la cristalería de la cúpula.
Los sirvientes del templo acudieron al ruido, y
vieron con asombro que la causa de aquel destrozo eran los zapatos de Tamburí,
y expusieron su queja al Gobernador. Tamburí fue preso y llevado a presencia
del Gobernador, el que, enseñándole los zapatos, le dijo:
—¿Es posible que no escarmientes? ¡Merecías ser
empalado! Pero tengo lástima de ti y sólo te condeno a quince días de cárcel y
a una multa para el tesoro del Sultán, y al pago de los destrozos que has
causado en la cúpula de la mezquita.
Tamburí tuvo que cumplir su condena; pasó quince
días en la cárcel; pagó dos mil cequíes de multa para el tesoro del Sultán y
ciento cincuenta por las reparaciones que hubo que hacer en el tejado. Pero las
autoridades del Cairo mandaron a Tamburí los zapatos.
Tamburí, después de meditarlo mucho pidió audiencia
al Sultán, y éste se la concedió. Hallábase el Sultán rodeado de todos los
Cadíes de la ciudad en el Salón del Trono, cuando se presentó Tamburí, y, de
hinojos ante el Sultán, le dijo:
—Soberano Señor de los creyentes, soy el hombre más
infortunado del mundo; una serie inconcebible de circunstancias fatales ha
venido a causar casi mi ruina y hacer que padeciera muchos días de prisión.
Causa de todas mis desdichas son estos malditos zapatos, que no puedo destruir ni
hacer desaparecer. Ruego a V.M. que me releve de responsabilidad en los sucesos
a que estos zapatos puedan dar lugar, directa o indirectamente, pues declaro
que desde hoy renuncio por completo a todos mis derechos sobre ellos. No me
quejo de las resoluciones del Cadí ni de las del Gobernador, porque han sido
justas.
Y diciendo esto, Tamburí colocó los dos zapatos en
las gradas del Trono. El Sultán, enterado de las aventuras, rió con todos los
cortesanos, y para satisfacer a Tamburí ordenó que en la plaza pública fueran
quemados los zapatos.
El verdugo los impregnó de pez y resina y les
prendió fuego, y desde aquel momento Tamburí quedó libre y tranquilo.
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