La lluvia de esa tarde había enlodado el camino vecinal por el cual la camioneta de Evaristo hacía las veces de ambulancia, cuando las enfermedades, o la tragedia, caía sobre los habitantes de los ranchos vecinos al ejido Melitón Albañez.
Este ejido tenía la escuela a la que acudían desde el amanecer los niños de los ranchos cercanos a esta pequeña población, en la que Evaristo era el maestro.
Esta noche, el destartalado vehículo de Evaristo, venciendo mil dificultades avanzaba hacia el valle del Pilar, lugar donde estaba el centro de salud, única clínica en muchos kilómetros a la redonda. Pero no iba a bordo un peón picado de víbora, o herido de bala, como tantas otras veces ocurrió, sino que llevaba hacia Todos Santos a una parturienta a quien el marido sostenía en brazos. El olor del aire traía a la memoria de Evaristo todas la plantas nativas de la región. Todos los aromas que dejan las hojarascas pudriéndose entre el lodo.
Para distraerse Evaristo pensaba: -Ay, San José del Esterito, veo el patio de mi casa con sus geranios y la hierbabuena. Veo a mi madre regando sus macetas. Es doña Amalia, que la semana próxima vendrá desde pescadero a visitarme, para ver como se porta su hijo el profesor. Veo a mi padre en su taller mecánico arreglando carburadores y ajustando los frenos, y a mis hermanos que juegan fútbol en la cancha de la escuela-
A medio camino, ya no pudieron continuar porque el parto era inminente. Entonces, Evaristo, echando mano a los escasos conocimientos de enfermería que le enseñaron en la normal urbana de La Paz, pudo salir airoso del alumbramiento, mientras el marido de la parturienta le ayudaba con una lámpara de pilas.
Ambos oyeron el llanto del recién nacido, mientras el improvisado partero se lavaba las manos en un charco del camino y aquel primer grito sonó como un golpe de sangre en la oscuridad del llano. En seguida reemprendieron el viaje, ya sin demasiadas preocupaciones.
Efrén y Rocío, los padres de la criatura, sudaban contentos sobre el ronco vaivén del motor. Quien sabe durante cuántos años estuvieron esperando aquel hijo. Quien sabe a cuántos santos se lo pidieron en su vida. Nadie podría decir lo infelices que fueron en su soledad, ahora ya no habría más.
Por esa razón, al día siguiente llevó a Melitón Albañez la camioneta cargada de cerveza para que todos brindaran por el afortunado acontecimiento.
-Que se llame Arturo- pedían unos.
-No, Efraín como su abuelo- decía un vecino.
-Pedro es el nombre que le queda- decían otros.
-¿Y Arturo-
-¿O Ernesto?-
-Efrén como su papá-
Varios días duró la diversión por el advenimiento de la criatura, a quien todos por unanimidad le llamaron Francisco. Todo salió a pedir de boca, de no haber sido por un hecho lamentable que entristeció los corazones de los habitantes del ejido. En la séptima noche de parranda, Efrén, fue asesinado por un desconocido a quien él personalmente lo había invitado a festejar.
Este ejido tenía la escuela a la que acudían desde el amanecer los niños de los ranchos cercanos a esta pequeña población, en la que Evaristo era el maestro.
Esta noche, el destartalado vehículo de Evaristo, venciendo mil dificultades avanzaba hacia el valle del Pilar, lugar donde estaba el centro de salud, única clínica en muchos kilómetros a la redonda. Pero no iba a bordo un peón picado de víbora, o herido de bala, como tantas otras veces ocurrió, sino que llevaba hacia Todos Santos a una parturienta a quien el marido sostenía en brazos. El olor del aire traía a la memoria de Evaristo todas la plantas nativas de la región. Todos los aromas que dejan las hojarascas pudriéndose entre el lodo.
Para distraerse Evaristo pensaba: -Ay, San José del Esterito, veo el patio de mi casa con sus geranios y la hierbabuena. Veo a mi madre regando sus macetas. Es doña Amalia, que la semana próxima vendrá desde pescadero a visitarme, para ver como se porta su hijo el profesor. Veo a mi padre en su taller mecánico arreglando carburadores y ajustando los frenos, y a mis hermanos que juegan fútbol en la cancha de la escuela-
A medio camino, ya no pudieron continuar porque el parto era inminente. Entonces, Evaristo, echando mano a los escasos conocimientos de enfermería que le enseñaron en la normal urbana de La Paz, pudo salir airoso del alumbramiento, mientras el marido de la parturienta le ayudaba con una lámpara de pilas.
Ambos oyeron el llanto del recién nacido, mientras el improvisado partero se lavaba las manos en un charco del camino y aquel primer grito sonó como un golpe de sangre en la oscuridad del llano. En seguida reemprendieron el viaje, ya sin demasiadas preocupaciones.
Efrén y Rocío, los padres de la criatura, sudaban contentos sobre el ronco vaivén del motor. Quien sabe durante cuántos años estuvieron esperando aquel hijo. Quien sabe a cuántos santos se lo pidieron en su vida. Nadie podría decir lo infelices que fueron en su soledad, ahora ya no habría más.
Por esa razón, al día siguiente llevó a Melitón Albañez la camioneta cargada de cerveza para que todos brindaran por el afortunado acontecimiento.
-Que se llame Arturo- pedían unos.
-No, Efraín como su abuelo- decía un vecino.
-Pedro es el nombre que le queda- decían otros.
-¿Y Arturo-
-¿O Ernesto?-
-Efrén como su papá-
Varios días duró la diversión por el advenimiento de la criatura, a quien todos por unanimidad le llamaron Francisco. Todo salió a pedir de boca, de no haber sido por un hecho lamentable que entristeció los corazones de los habitantes del ejido. En la séptima noche de parranda, Efrén, fue asesinado por un desconocido a quien él personalmente lo había invitado a festejar.
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