Diciembre de mil novecientos ochenta y uno, la discusión hizo que los hombres levantaran el tono de su voz y tensaran sus gargantas. Por los pasillos de la residencia ubicada en el fraccionamiento Perla de la ciudad de La Paz podían escucharse los ruidos incomprensibles de esa gritería. Don Eustaquio se había puesto de pie y mientras hablaba movía los brazos y las manos como si buscara algo encima de su escritorio. Era un gesto histriónico que ejecutó casi sin pensar. A decir verdad, no tenía la menor intención de encontrar nada. Solía pararse para intimidar a sus interlocutores con su enorme físico, como si el inmenso volumen corporal ocultara los leves signos de deterioro que presentaba el cuerpo. Parecía entonces una roca, un buey vestido de ropa casual. Sin embargo Antonio, el hijastro de don Eustaquio, sabía de esa treta y no se dejó intimidar. También él se puso de pie. Estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para que el viejo no se saliera con la suya. Por un leve momento sintió compasión de la piel oscura del viejo, que se le antojaba como un pergamino lleno de hongos. De inmediato se dio cuenta que su compasión no era más que orgullo y desprecio. El único que permanecía sentado, en un rincón, quieto y silencioso como si fuese una parte más del mobiliario, era Jacinto Peralta, ayudante, matón, alcahuete y lame botas de don Eustaquio.
-No tengo tiempo de seguir con esto. Se está haciendo tarde y no me gusta hacerme esperar. Lo discutiremos otro día- dijo Don Eustaquio, acostumbrado a poner el final a las disputas.
-Lo vamos a resolver ahora, porque esto es más importante que cualquier reunión de tus mugrosos negocios- Le contestó su hijastro Antonio.
-Te conviene tener cuidado, nos sea que un día descubras que mi mugre te dio desde la comida hasta tus mujeres- Advirtió don Eustaquio, casi con satisfacción por haber tenido la oportunidad de decirlo.
-Necesito resolver esto- insistió Antonio. Sin duda el viejo sabía bien dónde golpear porque la furia del joven se había disipado, o acaso, empequeñecido. Ahora había algo más cercano a la desesperación. Comprendió que de allí se llevaría la furia, un enjambre de palabrotas tal vez, pero de ninguna manera la respuesta que había ido a buscar.
-Lo discutiremos el próximo domingo; iremos a pescar al Espíritu Santo. Tu y yo solos y vamos a resolver esto de una vez por todas. Ahora camina, que tengo cosas que hacer” Terminando con esto don Eustaquio, la discusión.
Cuando Antonio me contó lo que había pasado esa mañana en el escritorio del viejo, no me fue difícil imaginar que luego del portazo con el que abandonó la habitación don Eustaquio habría mirado a Jacinto para decirle: -Y tu, ya sabes qué hacer- Lo habría mirado sin mirarlo, con el mismo gesto con el que los viernes durante la tarde se sentaba delante de la grabadora para escupir sus memorias. Seguramente Jacinto habría puesto esa mirada bobina que tenía siempre, esa cara de hombre que sabe que es inútil esforzarse por aparentar que existe y gustoso habría respondido -Si usted lo ordena... así será- Sabiendo que las órdenes no se piensan, así como no es la mano la que piensa, cómo mover los cubiertos sobre el plato.
Antonio confiaba demasiado en su suerte. Intenté convencerlo de que no debía ir ese domingo. Su padrastro era capaz de cualquier cosa. Le pedí que lo pensara o que al menos fuera acompañado de alguien. No quiso. Antonio era de los que cumplían con su palabra, aunque eso no constituyera una ventaja para él. Si dijo que iría sólo, así sería.
Estaba envuelto en esa disputa por cumplir con un compromiso. Beatriz Rodero le había pedido ayuda. Don Eustaquio había hecho una serie de negocios fraudulentos para quedarse con unas tierras del Carrizal. Beatriz y su padre, uno de los tantos estafados, habían quedado en la ruina y no tenían dónde ir. Haciendo caso al cariño que se tenían, por haber sido los dos novios cuando adolescentes, Antonio decidió interceder por ella. En el fondo, era una nueva excusa para mostrar el odio que sentía por su padrastro. Además, al hacer una buena acción, sentía que su resentimiento se tornaba más legítimo.
Insistí en que no fuera sólo, en que debía cuidarse del viejo. Traté de hacerle entender que una cosa era cumplir su palabra con Beatriz y otra cosa cumplirla con don Eustaquio. Me dijo, con ese tono cortante que tenía cuando era vencido por el capricho, que las personas podían ser diferentes pero su palabra siempre valía lo mismo. Sentí que sus palabras habían sido tan falsas como habernos tomado a golpes con los puños. Dudé entre sentirme reconfortado de que quedara aún gente con principios, o apenarme de ver que tal muestra de egolatría podría resultarle fatal. El rencor lo ligaba tan profundamente a don Eustaquio, pero parecía no querer darse cuenta que la vida se le iba en ese insostenible ejercicio de desprecios cotidianos.
Me pidió que me quedara tranquilo, que ya había pensado bien las cosas. Le diría que tenía copias de ciertos documentos y que los haría públicos si no le devolvía la propiedad del Carrizal al padre de Beatriz. Había estado investigando y sabía que esos documentos debían existir. Por supuesto no los tenía, pero el viejo no sabía eso y debería confiar en lo que le decía. Por momentos su ingenuidad era igual a la de un animal que está a punto de ser sacrificado.
El domingo en la noche corrió la noticia, ya se sabía en toda La Paz. No me asombré cuando me dijeron que Antonio había muerto. Todos repetían más o menos lo mismo: Don Eustaquio y su hijastro habían salido a pescar a la isla Espíritu Santo y de pronto el pobrecito de Antonio, que Dios lo tenga en la gloria, cayó al agua con tan mala suerte, porque mire que ese chico siempre tuvo mala suerte, la misma qué su familia con esa última desgracia, primero la hermana de Antonio cuando era una nenita, cuando todavía era un angelito, después el Papá de Antonio y ahora el mismo Antonio. Si parece que el Señor se lleva primero a los buenos. Debe ser para que no sufran tanto. Pero mire que le ha dado sufrimiento a Doña Sofía, pobre madre perder una hija y un esposo antes de casarse con Don Eustaquio, para terminar como esposa de ese sinvergüenza. Claro que en esto don Eustaquio no tiene nada que ver. ¿Qué iba a ser para salvar a su hijastro si él no sabe nadar? Siempre que va de pesca tiene que andar de ridículo como un payaso, con el chaleco naranja ese que se pone por si se vuelca la panga. Dijo que el joven Antonio flotaba como un muñeco de trapo. Debe ser terrible morir ahogado, sentir toda esa agua que a uno le entra y no poder hacer nada. Pero peor debe ser morir quemado, como Víctor Andrade, ¿se acuerda?, uno que tenía una tienda cerca de la plaza. Por eso yo digo, si me tienen que llevar, que sea de golpe, así ni me doy cuenta.
Por ser uno de los carpinteros de La Paz, me encargué de hacerle el ataúd a Antonio. Lo velaron en la casa, pero nadie lo pudo ver. Su madre cerró con llave la habitación donde estaba el cuerpo, debidamente vestido y peinado como si fuera a ir a una fiesta.
-No debemos molestar a los muertos, ellos tienen sus cosas de las qué ocuparse. Tampoco voy a llorar, no quiero distraerlo- Me dijo doña Sofía, que estaba inconsolable pero permanecía como si fuera de metal o de marfil. Ella creía que alguien recién muerto, aunque ya no está en su cuerpo, anda por ahí cerca, recién acostumbrándose a su nueva situación y los ángeles vienen a explicarle y a que recuerde lo que fue su vida porque debe asumir las consecuencias de todo lo que hizo y debe aprender lo que no pudo, mientras estuvo vivo. Y para hacer eso, hasta un muerto necesita que lo dejen estar tranquilo.
Yo estaba convencido que don Eustaquio tenía algo que ver con la muerte de Antonio. Pero no hubiera podido probarlo, ni me interesaba hacerlo. Además, nadie me lo creería. Todos repetían lo mismo de que estaban los dos solos en el bote. Seguramente los hombres de don Eustaquio tendrían una coartada irreprochable. Ni siquiera doña Sofía se atrevía a desconfiar de su esposo. Sabía, sí, que se decían cosas horribles de don Eustaquio. Lo sabía, de haber escuchado conversaciones en las calles de la ciudad o entre los criados de su residencia. Ella consideraba que eran calumnias, que nadie podía tolerar que fuera un hombre poderoso.
Su padre le había escupido en la cara a don Eustaquio, el día que él, cuando era joven se presentó a pedir su mano. Por ese entonces él era simplemente un campesino de San Pedro con unas escasas cabezas de ganado como para querer acceder a casarse con ella, que venía de una familia de fortuna. A ella la casó su padre con su primer marido con quien tuvo a Antonio. Después, aunque viuda y con un hijo, su padre determinaba su futuro como si aún fuera una adolescente, pues consideraba que las mujeres pertenecen a los hombres y si no tienen esposo le deben sumisión al padre o a un hermano o mejor que se metan a monjas.
Don Eustaquio la visitó furtivamente una noche. Primero fueron unas piedritas golpeando contra el vidrio de la ventana de su recámara, después un silbido como de una lechuza. Era la contraseña. Ella abrió la ventana y aspiró tanto el aroma de la noche como el del hombre que la amaba. Ella tenía deseos de ese cuerpo aceitunado y manos endurecidas por el oficio de la tierra y del ganado. El tan sólo consintió en besarla.
-Hoy no. Si me dieras una noche hermosa me darías también un recuerdo desgarrador- Le dijo a la joven Sofía.
Le pidió que lo esperara, le aseguró que volvería. Con un enjambre de palabras agitadas y confusas le explicó sus planes. Eran jóvenes y les sobraba osadía para cumplir sus sueños. El se fue y ella se casó con su primer marido. Cinco años después, don Eustaquio regresó como un hombre rico desde Tijuana.
Habló de unos afortunados negocios con inmuebles. Según el padre de ella eran asuntos turbios. Lo dijo nomás que por despecho, como ensayando una última e inservible resistencia. Nunca se probó nada y ninguna cosa de lo que dijeran podía hacer que ella sintiera la menor sospecha.
Se amaban, siempre se amaron. Don Eustaquio hubiera querido que Antonio lo quisiera, pero no pudo ser. Antonio lo odió desde que pensó que ese hombre había regresado para robarle a su madre. Intentaron tener un hijo. El parto fue difícil y doña Sofía tuvo otra hija, después no pudo volver a quedar embarazada. La niña murió a los cinco años. Desde entonces se amaron mucho más. Con ella era tierno y protector, pero se volvió despótico y cruel con los demás. Se rodeó de matones y otros seres siniestros. Estaba dispuesto a hacerle pagar al mundo por todo el dolor y la frustración que sentía: El fracaso de una hija muerta, de una mujer estéril, de un niño que nunca le permitió ser su padre, de un suegro que no lo quiso y algunas cosas más. Sus negocios se ampliaron. A la compra y venta de ganado sumó varias cosas que hizo, un periódico, tiendas de ropa y de fayuca para la zona libre, supermercados y hasta algún que otro prostíbulo. Se dedicó a comprar a los políticos del Estado, a policías de la ciudad, a jueces, asesinos a sueldo y lo que hiciera falta para aplastar a los demás. A los que hoy apoyaba, mañana los mandaba desaparecer. Nunca asesinó a nadie por su propia mano. Prefería que los demás se envilecieran haciéndolo, aunque de esto poco se hablaba en La Paz. Por supuesto, Sofía su esposa nunca quiso ver esa parte de su marido. Prefería pensar que eran calumnias hijas del prejuicio, como las que debió escuchar una y otra vez de la boca de su padre. Tampoco ahora podía creer que su esposo estuviera involucrado en la muerte de su hijo.
Dos meses después del fallecimiento de Antonio el padre de Beatriz se suicidó ahorcándose con un cinturón. Ella se fue a Estados Unidos, donde vivía una prima suya. Había perdido cuanto tenía y estaba en la miseria. Cuando se despidió de mí lloraba y se retorcía de dolor. Me mostró una hebilla con forma de cabeza de toro. Era de su padre, cuando lo descolgaron del alto nogal la hebilla se le había incrustado en el cuello. Sentí deseos de robársela, en secreto, para evitar que se convirtiera en un altar morboso. Me detuvo el pensamiento de que tal vez el hecho de considerarla perdida aumentaría su angustia y su culpa.
No muchas más cosas cambiaron por allí, a no ser porque don Eustaquio aprendió a nadar y doña Sofía ya casi no salía de su casa. Para algunos, lo de don Eustaquio representaba la tortuosa expresión de un hombre que lejos de dejarse aterrorizar por el destino, busca sobreponerse siempre; otros pensábamos que era una forma más de su macabro sentido del humor.
En cuanto a doña Sofía, se había convertido en un fantasma. En La Paz se tejían mil historias sobre ella. El hecho de que nadie hubiera sabido de su muerte pero tampoco se supiera nada de su vida favorecía la existencia de todas esas habladurías. Algunos decían que la madre de Antonio se había dedicado con fervor al espiritismo, para poder continuar viendo a su hijo; otros sugerían que hacía ayuno y hasta se flagelaba a causa del dolor que le produjo la pérdida de su único hijo; otros decían que se había ido a Europa, pues no la veían por el centro de la ciudad; otros que dormía durante el día porque de noche se pasaba en el cementerio de Los Sanjuanes, hablando frente a la tumba del infortunado Antonio.
Todos tenían algo para agregar, detalles más o menos macabros y morbosos que atribuirle. Yo, la verdad, que no sabía demasiado. Sabía sí, que esas historias no eran ciertas. De tanto en tanto pasaba a visitar a doña Sofía, pues ella me conocía desde niño y sentí que estar cerca de ella, era lo menos que podía hacer en nombre de la amistad que tuve con Antonio. Imaginé que si el caso hubiese sido el contrario, a mí me hubiera gustado que Antonio pasara a visitar a mi madre. Me di cuenta que sus ojos parecían hundirse en su rostro y su mirada cobró una amargura callada. Al comienzo, casi no probaba bocado y fue adelgazando peligrosamente. La pérdida de su hijo Antonio era un golpe casi imposible de soportar.
-Es como si un perro me estuviera comiendo las entrañas. Un perro con el hocico caliente. Y no muerde, sino que desgarra- Me confesó una vez.
-Es como si un perro me estuviera comiendo las entrañas. Un perro con el hocico caliente. Y no muerde, sino que desgarra- Me confesó una vez.
Sin embargo, no se como, poco a poco se fue recuperando y su rostro demacrado volvió a tomar color y hasta de vez en cuando se la veía sonreír con esa dulzura que siempre tuvo. Por supuesto eso no fue suficiente para hacerla salir de la casa
-Lo que le daba sentido a las cosas ya está muerto. Ahí afuera no hay nada que me interese- Me comentó otra vez.
Me parecía tan profundo su sentimiento de Madre que, aunque no estuviera de acuerdo, me causaba pudor decir cualquier cosa en contrario. Tampoco me hubiera atrevido a apoyarla en sus afirmaciones porque sentía que un sentimiento de tanto despecho estaba cercano al suicidio. Así que simplemente la escuchaba. Parecía que cada vez más y más se encerraba en su mundo y no necesitaba que conversaran con ella, le bastaba con que la escucharan. A veces casi ni la escuchaba, simplemente me limitaba a asentir con algún monosílabo o hacer alguna exclamación, según lo requiriera la circunstancia para que creyera que le estaba prestando atención.
Antes de irme de La Paz, después de la temporada de ciclones –porque unos amigos me habían conseguido un muy buen empleo en mi especialidad en Guadalajara- pasé a visitarla. Lejos de lo que pensaba la gran mayoría, cada día Doña Sofía parecía rejuvenecer y tener mejor ánimo. Su mirada no perdía la tristeza, pero era una tristeza luminosa, como los primeros amaneceres de la primavera.
-Antonio te envía un abrazo enorme...- Dijo cuando le di un beso de despedida –Parece que va a llover- Me dijo de nuevo.
-Antonio te envía un abrazo enorme...- Dijo cuando le di un beso de despedida –Parece que va a llover- Me dijo de nuevo.
La alegría con la que agregó esa última frase me pareció un cambio, y no parte del deterioro que sufría a causa de su encierro voluntario. "Son los golpes del sufrimiento", pensé. "Vaya a saber uno hasta donde llega el hambre de los perros", agregué para mis adentros.
Mucho tiempo después me enteré que Antonio iba a visitarla los días de lluvia, chubasco o ciclón. Me lo contó el mismo Antonio, con quien me encontré una tarde en que bajo la llovizna salí a dar una caminata por el malecón. Yo había regresado de Guadalajara para enterrar al último de mis tíos. Eso ocurrió una mañana, antes de regresar a la capital Jalisciense, que me dediqué a alimentar vagamente a la nostalgia. Así fue que se apareció frente a mí.
-No seas tan desconfiado, soy yo: Antonio- Me dijo mi amigo.
-Pero tu estás muerto- Le dije yo, temiendo que alguien escuchara estas palabras que sólo podían sonar ridículas o desvariadas.
-Ven, ven y te cuento- Dijo con una naturalidad que sólo un muerto puede tener ante estas situaciones. Seguimos por el Malecón hacia el Coromuel, fuimos hasta un lugar cerca del cerro de la Calavera donde había unas enormes piedras y en las cuales de adolescentes nos sentábamos por las tardes a mirar la extensa ciudad y bahía de La Paz, a Antonio le atraía mucho el mar.
Haber muerto en el agua lo hacía depender de la lluvia de los chubascos, para regresar y andar en el mundo de los vivos. A veces incluso, aparecía si había una llovizna lo bastante fuerte. La primera vez que se le apareció a su madre, tuvo la delicadeza de que no fuera durante una tormenta, para que no se asustara demasiado pues doña Sofía era muy impresionable. Sin embargo tanto era el deseo de ver a su hijo, que se adaptó bastante bien a sus encuentros. De alguna manera, aunque descabelladamente, ella siempre lo había esperado.
Mantenía con su madre largas conversaciones, en las cuales ella lo regañaba como a un niño. A veces él simplemente hacía silencio y miraba como las manos de su madre iban y venían mientras tejía y recordaba en voz alta las cosas que Antonio hacía de pequeño. Sin embargo no había traspasado los límites de la muerte, lo hacía solamente para hablar con su madre. No era la soledad de su Madre, sino la venganza la que le había motivado a volver.
Me contó la manera exacta en que don Eustaquio lo había mandado matar. Aunque la fuerza de Jacinto Peralta bastó para aparecer por debajo del bote, jalarlo y ahogarlo, Don Eustaquio empujo su cuerpo hacia el mar con uno de los remos. Contra Peralta no tenía ningún rencor. Hubiera sido como detestar al perro que es entrenado para matar. La culpa, por supuesto es del dueño del perro. Y el dueño de Jacinto Peralta era don Eustaquio. Además, no le iba a perdonar nunca que arruinara a Beatriz Rodero su ex novia, que terminó prostituyéndose en Estados Unidos.
-Una prostituta de lujo, sí señor...- Dijo mirando a lo lejos, como si tratara de concentrarse en su odio hacia el viejo –De lujo... pero prostituta al fin-
Un muerto, por lo general, puede arrojar una piedra pero no puede tallarla. Los muertos que logran aparecerse mantienen comunicaciones muy rudimentarias. Antonio, sin embargo, no sólo había encontrado la forma de hacerse visible de manera permanente en el mundo de los vivos sino que incluso había logrado actuar sobre los objetos del mundo. Estas facultades las obtuvo a costa de un gran dolor, que es como se consiguen las cosas cuando uno está muerto, me dijo. El hecho de que don Eustaquio tuviera una tardía inclinación hacia la natación fue algo que favoreció sus planes.
Durante las lluvias de cada chubasco, en los ratos que no pasaba con su madre, andaba por los terrenos de los alrededores, cortando los troncos más jóvenes y finos. Cuidaba que fueran lo suficientemente resistentes para sus intenciones. Los cortaba, les sacaba todas las ramas y les hacía una filosa punta en uno de los extremos. Era un trabajo lento, intermitente y arduo. Sin embargo estaba tan confiado en su deseo de venganza que nunca le importó el tiempo. Fue durante una sequía que se alarmó. Temió que Don Eustaquio se muriera antes que ÉL PUDIERA MATARLO.
Cuando consideró que su trabajo había sido suficiente, colocó todas esas largas estacas bajo al agua, justo en la parte donde Don Eustaquio solía saltar al agua de la Bahía desde unas piedras. Se las ingenió para enterrarlas en el fondo, con la punta hacia arriba. Una tarde Don Eustaquio saltó desde las rocas y no volvió a la superficie. En vez de su cuerpo escupiendo agua apareció una mancha roja. Cuando bajaron, lo encontraron con tres de esas estacas clavadas en el cuerpo. Una de ellas le había deshecho el rostro. Antonio lamentaba que no fuera un día de lluvia para poder haber estado cerca y haberlo visto.
Cuando consideró que su trabajo había sido suficiente, colocó todas esas largas estacas bajo al agua, justo en la parte donde Don Eustaquio solía saltar al agua de la Bahía desde unas piedras. Se las ingenió para enterrarlas en el fondo, con la punta hacia arriba. Una tarde Don Eustaquio saltó desde las rocas y no volvió a la superficie. En vez de su cuerpo escupiendo agua apareció una mancha roja. Cuando bajaron, lo encontraron con tres de esas estacas clavadas en el cuerpo. Una de ellas le había deshecho el rostro. Antonio lamentaba que no fuera un día de lluvia para poder haber estado cerca y haberlo visto.
Era claro para todos que la muerte de Don Eustaquio había sido planeada y ejecutada con una saña sorprendente. Sin embargo no había ninguna pista sobre el posible asesino. Jacinto Peralta, por su parte, se apresuró a hacer una lista de posibles candidatos a responsables del homicidio, pero no dio con ninguno. Por primera vez, dio muestras de poder llevar una vida independiente, como cualquier otro hombre. Y para sorpresa de todos se quedó con los negocios del viejo y mandó matar a no menos de diez personas, entre los que estaban algunos competidores, dueños de tiendas –No eran tampoco buena gente- Dijo Antonio al citar los nombres, como si pretendiera decir que sólo fue un instrumento de la justicia, como si pretendiera garantizar que todo eso ocurrió porque lo determinó el destino, imparcial e incontenible, y no el antojo de un muerto.
Los días de lluvia de los ciclones, Antonio seguía visitando a su madre a quien le ocultaba que él había causado la muerte de Don Eustaquio, tanto como le ocultaba que el viejo había antes causado la suya. Doña Sofía, según me dijo, continuaba viviendo encerrada en la residencia. Jacinto Peralta también continuaba allí, de pura costumbre.
Recuerdo que nunca dudé de lo que ese día me contó Antonio. Pensé entonces que no podía existir ninguna razón para que un muerto mintiese. De hecho nunca se me había ocurrido que: PUDIERA HABER ALGO MÁS HONESTO QUE UN MUERTO. Esa había sido la imagen que me había formado en mi infancia a partir de los cuentos de mi abuela, que también convivió con más de un fallecido de su familia. Pero ahora, no lo sé. He encontrado varios indicios de que las cosas no ocurrieron como me contara Antonio en el malecón.
Ahora, ya no estoy muy seguro de nada. Desde que estoy muerto, desde que perdí la vida en un accidente de tránsito, en la carretera que va de Guadalajara a Chapala, de lo único que sí estoy seguro es que: NUNCA HAY QUE CONFIAR DE LO QUE DICEN LOS MUERTOS. YO YA NO CONFIO, NI EN MI.
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