Mi abuelo Paco era un hombre ya anciano cuando yo era aun niño. Fue un señor alto de pelo escaso, con una barba tupida y larga, ojos azules de mirada franca, su carácter muy alegre y platicador. Era muy bueno para caminar, con pasos largos recorría la labor de los ranchos que aun les quedaban a los Lavín.
Mi abuelo paterno murió por un accidente en un camino vecinal que iba del rancho Bucareli hacia el poblado de Dinamita. Al evocarlo vuelvo a ver como era mi pequeña ciudad de Lerdo con sus casas y bardas de adobe, las calles con acequias que regaban todas las huertas de la ciudad.
Entre los contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular, flaco y de ojos negros y brillantes, amante de la música. Cuando este anciano que se llamaba Pascasio era joven fue sacristán, sabía leer la Biblia y tocaba el violín, cantaba himnos religiosos. Vivía solo en un cuarto de adobe rodeado de higueras dentro de un pequeño huerto. La casa de Don Pascasio estaba cerca del río Nazas, así es que él iba muy seguido al río ara lavar sus ropas y él se bañaba en el mismo río.
Don Pascasio mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas de su puerta, vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba que hacía para mantenerse, el anciano le contestaba que con poca lucha le bastaba. Oír a mi abuelo el apodo que le puso a don Pascasio era una delicia: -Buenos días “Pocalucha” ¿cómo amaneció?- Le gritaba junto a la puerta y don Pascasio salía lleno de coraje a coger piedras y tirárselas a mi abuelo.
Dentro de la habitación de don Pascasio había una cama alta, hecha con dos bancos angostos y unas tablas, una mesa con una silla y colgando de una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde escapaba el humo de la leña que se quemaba en esta escueta estufa. En el patio se apilaban un sinfín de enseres, desde un viejo arado, muchos trastos y los aparejos del burro que encerraba en el machero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para cruzar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y cocinar su frugal comida.
La vida de este señor parecía rara, pero según, el decir de algunos vecinos, era un hombre con cultura, le gustaba leer libros arcaicos, sabía tocar el violín y el órgano de la iglesia así como muchos cánticos sagrados, los que a veces cantaba en latín. Era temeroso de que lo asaltaran, por eso en cuanto se metía el sol ya estaba dentro de su casa y no le abría a nadie.
Don Pascasio estaba lleno de misterio. En lo profundo de la noche se ponía a tocar el violín para ahuyentar al malo, al demonio, porque ese instrumento se tocaba en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.
Don Pascasio tendía su cuello nervudo y seco sobre la cazoleta del violín y con sus sarmentosas manos tocaba y tocaba, y parecía que en esos momentos su espíritu se liberaba con la música de aquel violín cuyas notas llenaban el aire nocturno a orillas del río Nazas.
Los vecinos ya estaban acostumbrados a oír a don Pascasio tocando su violín durante las noches; pero aun así se santiguaban temerosos sobre todo cuando escuchaban su voz, cantando himnos religiosos muy antiguos, en las sombras que preceden al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.
Después don Pascasio removía los rescoldos de las brasas para calentar su café y las tortillas para desayunar; después salía a darle agua al burro llevándolo al río y él se lavaba la cara y las manos. Mi abuelo le gritaba: -¡Cuidado pocalucha! Estás tan flaco, que la corriente te puede arrastrar hasta Torreón, jajaja..... y don Tacho le gritaba: -Viejo lenguón-
Un día mi abuelo me dijo al levantarme: -Anoche murió Pocalucha, que Dios lo haya perdonado.
Pasado algún tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido don Pascasio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo, escuchaban en la tranquilidad de la noche como salía la música de esa huerta, era como si una mano invisible bajara de la alcayata al violín y pulsándolo arrancara aquellos arpegios. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta y santiguándose apresuraban su paso para llegar pronto a sus casas, además los perros aullaban lastimeramente en esa horas de la noche.
Otros, los madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Pascacio se escuchaban cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos que decían: “Ya viene el alba, ya viene el día, daremos gracias, Ave María”
Hace mucho años que murió mi abuelo; pero yo cada vez que lo recuerdo me pregunto: ¿Qué sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Mucho tiempo después la gente se contaban unas a otras haber escuchado aquella música y aquellos himnos de alguien que vagaba por la huerta abandonada.
Mi abuelo paterno murió por un accidente en un camino vecinal que iba del rancho Bucareli hacia el poblado de Dinamita. Al evocarlo vuelvo a ver como era mi pequeña ciudad de Lerdo con sus casas y bardas de adobe, las calles con acequias que regaban todas las huertas de la ciudad.
Entre los contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular, flaco y de ojos negros y brillantes, amante de la música. Cuando este anciano que se llamaba Pascasio era joven fue sacristán, sabía leer la Biblia y tocaba el violín, cantaba himnos religiosos. Vivía solo en un cuarto de adobe rodeado de higueras dentro de un pequeño huerto. La casa de Don Pascasio estaba cerca del río Nazas, así es que él iba muy seguido al río ara lavar sus ropas y él se bañaba en el mismo río.
Don Pascasio mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas de su puerta, vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba que hacía para mantenerse, el anciano le contestaba que con poca lucha le bastaba. Oír a mi abuelo el apodo que le puso a don Pascasio era una delicia: -Buenos días “Pocalucha” ¿cómo amaneció?- Le gritaba junto a la puerta y don Pascasio salía lleno de coraje a coger piedras y tirárselas a mi abuelo.
Dentro de la habitación de don Pascasio había una cama alta, hecha con dos bancos angostos y unas tablas, una mesa con una silla y colgando de una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde escapaba el humo de la leña que se quemaba en esta escueta estufa. En el patio se apilaban un sinfín de enseres, desde un viejo arado, muchos trastos y los aparejos del burro que encerraba en el machero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para cruzar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y cocinar su frugal comida.
La vida de este señor parecía rara, pero según, el decir de algunos vecinos, era un hombre con cultura, le gustaba leer libros arcaicos, sabía tocar el violín y el órgano de la iglesia así como muchos cánticos sagrados, los que a veces cantaba en latín. Era temeroso de que lo asaltaran, por eso en cuanto se metía el sol ya estaba dentro de su casa y no le abría a nadie.
Don Pascasio estaba lleno de misterio. En lo profundo de la noche se ponía a tocar el violín para ahuyentar al malo, al demonio, porque ese instrumento se tocaba en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.
Don Pascasio tendía su cuello nervudo y seco sobre la cazoleta del violín y con sus sarmentosas manos tocaba y tocaba, y parecía que en esos momentos su espíritu se liberaba con la música de aquel violín cuyas notas llenaban el aire nocturno a orillas del río Nazas.
Los vecinos ya estaban acostumbrados a oír a don Pascasio tocando su violín durante las noches; pero aun así se santiguaban temerosos sobre todo cuando escuchaban su voz, cantando himnos religiosos muy antiguos, en las sombras que preceden al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.
Después don Pascasio removía los rescoldos de las brasas para calentar su café y las tortillas para desayunar; después salía a darle agua al burro llevándolo al río y él se lavaba la cara y las manos. Mi abuelo le gritaba: -¡Cuidado pocalucha! Estás tan flaco, que la corriente te puede arrastrar hasta Torreón, jajaja..... y don Tacho le gritaba: -Viejo lenguón-
Un día mi abuelo me dijo al levantarme: -Anoche murió Pocalucha, que Dios lo haya perdonado.
Pasado algún tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido don Pascasio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo, escuchaban en la tranquilidad de la noche como salía la música de esa huerta, era como si una mano invisible bajara de la alcayata al violín y pulsándolo arrancara aquellos arpegios. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta y santiguándose apresuraban su paso para llegar pronto a sus casas, además los perros aullaban lastimeramente en esa horas de la noche.
Otros, los madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Pascacio se escuchaban cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos que decían: “Ya viene el alba, ya viene el día, daremos gracias, Ave María”
Hace mucho años que murió mi abuelo; pero yo cada vez que lo recuerdo me pregunto: ¿Qué sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Mucho tiempo después la gente se contaban unas a otras haber escuchado aquella música y aquellos himnos de alguien que vagaba por la huerta abandonada.
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