Con frecuencia me acuerdo de la tarde en que los habitantes de Lerdo me trajeron a enterrar. Era uno de tantos días de junio con retoños en los sabinos y grupos de chivas volviendo a sus corrales. Sobre el montoncito de tierra de mi sepultura pusieron una cruz con mi nombre en los brazos: Mario Francisco Fidel y las fechas de mi nacimiento: 24 de mayo 1942, y la fecha de mi muerte: 16 de junio 1958. Recuerdo el viento que soplaba sobre las sombrillas de las mujeres con las que se tapaban el sol y aquel aroma de gobernadora a la entrada del camposanto de la lomita.
Han pasado más de sesenta años y sin embargo todavía siento terror en los gusanos que me comieron los ojos y la lengua. Las tripas, las manos, los pies y el pescuezo.
Aquí siempre hay humedad, aunque en la superficie siempre este reseco. Cuando llega a llover el agua se filtra hacia mi esqueleto por los agujeros que dejaron las hormigas. Lo que han de sufrir mis hermanas Ana y Paty cuando alguien les habla de mi. Igual que aquella noche en que la casa se lleno de visitas que acudieron a dar el pésame a mi familia al enterarse que me había arrastrado mi caballo Capulín. Llegaron con sus abrazos y lutos como si de verdad algo muy hondo les doliera.
De todo me acuerdo, hasta del sacerdote que pronunció un sermón acerca de esos dieciséis años de mi vida, después me roció con agua bendita mi cuerpo descuartizado, asegurando que yo ya estaba en el cielo dándole cuentas al Creador. “Los niños muertos son angelitos que llevan unos enormes jarros al hombre donde guardan las lágrimas de sus familiares y amigos. Por favor, ya no lloren más, no sean ingratos”
Muchas otras versiones acerca de los lazos con que los muertos se quedan atados al mundo, dijo el sacerdote frente a la mesa donde me tendieron y muchas mujeres pusieron a mi alrededor muchas rosas, claveles, girasoles y otras flores de la estación.
De todo me acuerdo aquí, en donde aunque tenga miedo no hay quien venga a hacerme compañía. Nada más las raíces que a veces se enredan en los huesos creyendo que encontraron algo nutritivo. Pero nadie piensa en mi gran soledad. Nadie piensa que es lo que hay más allá de la pudrición. A nadie se le ha ocurrido pensar que no estoy en la gloria cantando alabanzas, sino que en este oscuro agujero, asándome en un infierno de impotencia y vigilia.
Estoy aquí donde menos se imaginan. Todos tienen la idea que de veras me fui a apartarles un lugar en le cielo. Viven con la tranquilidad de que mi alma salió volando por la rajadura que se me hizo en la frente. Eso creen todos y por eso ya ni misas me mandan a celebrar. Han de decir que no tiene caso seguir gastando dinero si estoy cantando con el coro de los serafines.
Han pasado más de sesenta años y sin embargo todavía siento terror en los gusanos que me comieron los ojos y la lengua. Las tripas, las manos, los pies y el pescuezo.
Aquí siempre hay humedad, aunque en la superficie siempre este reseco. Cuando llega a llover el agua se filtra hacia mi esqueleto por los agujeros que dejaron las hormigas. Lo que han de sufrir mis hermanas Ana y Paty cuando alguien les habla de mi. Igual que aquella noche en que la casa se lleno de visitas que acudieron a dar el pésame a mi familia al enterarse que me había arrastrado mi caballo Capulín. Llegaron con sus abrazos y lutos como si de verdad algo muy hondo les doliera.
De todo me acuerdo, hasta del sacerdote que pronunció un sermón acerca de esos dieciséis años de mi vida, después me roció con agua bendita mi cuerpo descuartizado, asegurando que yo ya estaba en el cielo dándole cuentas al Creador. “Los niños muertos son angelitos que llevan unos enormes jarros al hombre donde guardan las lágrimas de sus familiares y amigos. Por favor, ya no lloren más, no sean ingratos”
Muchas otras versiones acerca de los lazos con que los muertos se quedan atados al mundo, dijo el sacerdote frente a la mesa donde me tendieron y muchas mujeres pusieron a mi alrededor muchas rosas, claveles, girasoles y otras flores de la estación.
De todo me acuerdo aquí, en donde aunque tenga miedo no hay quien venga a hacerme compañía. Nada más las raíces que a veces se enredan en los huesos creyendo que encontraron algo nutritivo. Pero nadie piensa en mi gran soledad. Nadie piensa que es lo que hay más allá de la pudrición. A nadie se le ha ocurrido pensar que no estoy en la gloria cantando alabanzas, sino que en este oscuro agujero, asándome en un infierno de impotencia y vigilia.
Estoy aquí donde menos se imaginan. Todos tienen la idea que de veras me fui a apartarles un lugar en le cielo. Viven con la tranquilidad de que mi alma salió volando por la rajadura que se me hizo en la frente. Eso creen todos y por eso ya ni misas me mandan a celebrar. Han de decir que no tiene caso seguir gastando dinero si estoy cantando con el coro de los serafines.
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