lunes, 21 de noviembre de 2016

DISPAROS A LA LUZ DE LA LUNA



No es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda precipitación, cuando uno sólo habría sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran corrientes. No es habitual, por ejemplo, que un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar los motivos que le impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalándonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en ocultar que habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su proximidad al cementerio.

Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan solo; pero por debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más grande y terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del cementerio. Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un lugar de enterramientos anónimos. 

West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que simpatizó con sus espantosos experimentos. Gradualmente me había convertido en su ayudante inesperado, y ahora que abandonábamos la Universidad teníamos que seguir juntos. No era fácil que dos doctores encontraran salida juntos; pero finalmente, por influencia de la universidad, se nos proporcionó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus operarios políglotas no han sido jamás pacientes gratos para los médicos de la localidad. Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, y adoptamos finalmente un edificio ruinoso, próximo al final de Pond Street, a cinco números de nuestro vecino más cercano. Y separada del cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada por una estrecha franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era mayor de lo que hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca, a menos que nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba muy retirado del distrito industrial. Pero no estábamos demasiado descontentos ya que no teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros mudos ejemplares sin que nadie nos molestase. Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio mismo... lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores, y lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para aquellos estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los trabajadores de las fábricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además de sus numerosas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente acaparaba nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el sótano: un laboratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo las diversas soluciones de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que llamamos muerte; pero chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución debía tener una composición especial según los distintos tipos: la que servía para los conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada clase requería sensibles modificaciones. Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado que una ligera descomposición del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres suficientemente frescos... West había tenido experiencias horribles durante sus investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres de dudosa calidad. Las consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran mucho más horrendas que los fracasos totales, y los dos teníamos recuerdos pavorosos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión demoníaca en la granja deshabitada de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de sentir una secreta amenaza; y West, aunque en casi todos los sentidos era un autómata frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba a menudo, con un estremecimiento, que le parecía que era víctima de una furtiva persecución. Tenía la impresión de que le seguían; ilusión psíquica debida a sus nervios trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador de que al menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aun seguía vivo: se trataba de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una celda acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca llegamos a saber.

Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los de Arkham. Aún no hacía una semana que estábamos instalados, cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro, y conseguimos que abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida, antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuerpo integro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural. Luego vino un periodo de mala suerte; descendió el número de entierros, y los que se efectuaban eran de ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas ocurrían con un cuidado sistemático. 

Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar que no provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía prohibida la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas consecuencias. Los combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este tipo, evidentemente con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacos asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un cobertizo abandonado, donde todavía quedaba un grupo de espectadores extranjeros, observando asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el suelo. En el combate se habían enfrentado Kid O'Brien (un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa), y Buck Robinson, «El Betún de Harlem». El negro había sido noqueado; y tras un breve exámen, nos dimos cuenta de que no se recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos brazos anormalmente largos que me parecían de manera inevitable patas anteriores, y una cara que irremediablemente hacía pensar en los secretos insondables del Congo las llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió de tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene muchas fealdades. Aquella gente despreciable estaba asustada, ya que no sabía que podía exigirles la ley, si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en secreto... puesto que conocía muy bien sus intenciones.

Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el cadáver, y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el campo, del mismo modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche en Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por la puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el guardia que hacía ronda por aquel distrito. 

El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa no era demasiado honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había levantado y había proferido un grito. A la luz de nuestras linternas oscuras, lo cubrimos cuidadosamente con hojas y ramas secas, seguros de que la policía no lo descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso. Al día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia de que se sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto alguien. West tenía otro motivo de preocupación: por la tarde le habían llamado para que atendiese un caso que acabó de forma amenazadora. Una italiana se había puesto histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había vuelto para comer, y presentaba síntomas sumamente alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo estúpido, ya que el chico se había escapado más de una vez; pero los campesinos italianos son extraordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía tan angustiada por los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde la mujer falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado en matar a West, a quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida. Los amigos le sujetaron cuando le vieron sacar un cuchillo; pero West se marchó en medio de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de venganza. En su último dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había regresado, entrada ya la noche. Se habló de buscarle en el bosque; pero la mayoría de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Total, la tensión nerviosa a que se vio sometido West fue sin duda tremenda. El pensar en la policía y en el italiano loco le agobiaba tremendamente.

Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si llegaba a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestro trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los rumores que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el resplandor de la luna me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar su persiana. Luego sonaron unos golpes enérgicos en la puerta de atrás. Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado italiano que en la policía. Será mejor que bajemos los dos susurró. No estaría bien no contestar; quizá sea un paciente... sería muy propio de uno de esos idiotas llamar por la puerta de atrás. Así que bajamos los dos sigilosamente, con un temor en parte justificado, y en parte debido sólo al misterio de las primeras horas le la madrugada. Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de par en par; y al revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante. West hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas la temida investigación policial (cosa que felizmente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, súbita, excitada e innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante. Porque no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente contra la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una mano diminuta. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

EL ANGELITO



Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables. En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtense en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.

Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel. Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña. Además del despacho del fundo, pueden los dueños de las boletas canjearlas por mercaderías en el negocio de El Chispa, ubicado en el cruce de dos caminos en el corazón mismo de la sierra. El propietario, un hombre fornido y membrudo, de atezado rostro y ojos de mirada astuta, había sido un famoso cuatrero que por mucho tiempo fue el terror de los pobladores de Nahuelbuta, donde el temible personaje estableciera su guarida. 

Un día, una noticia sensacional se esparció por los campos devastados por las depredaciones del bandido. Súpose que éste había abandonado sus criminales actividades para ganarse honradamente la vida. Lo que quedó ignorado fueron los móviles que lo indujeron a tomar esta resolución, pues el interesado guardaba al respecto la más absoluta reserva. Sólo unos pocos conocieron la causa, que no era otra que un acuerdo, o mejor dicho, un tratado de paz y amistad celebrado entre el cuatrero y el dueño del fundo más importante de la región. Por este convenio el primero garantizaba al segundo, mediante su autoridad e influjo con los del oficio, la integridad y seguridad de los ganados de la hacienda. Ningún atentado se cometería contra ellos, obteniendo en cambio de este servicio un pedazo de terreno para edificar su vivienda, y el olvido y la impunidad por los delitos que tenía pendientes con la justicia. Como para poder cumplir con eficacia el acuerdo era indispensable no perder el contacto con los ex camaradas en activo ejercicio, la casa de El Chispa pasó a ser el punto de reunión y de refugio de los ladrones de animales que infestaban aquellas tierras. Este hecho no lo ignoraba la justicia, pero el protector del bandido era tan omnipotente y sus influencias tan poderosas, que no había nadie bastante osado para ponerle a este último la mano encima. Si algún funcionario policial, exasperado por las denuncias y clamoreo de las víctimas, se decidía a vigilar la madriguera, muy pronto recibía de su superior jerárquico una orden terminante y conminatoria para dejar en paz al cuatrero. Los caminantes que cruzaban la sierra, jinetes, carreteros y conductores de ganado acostumbraban detenerse en la casa de El Chispa, ya sea para comer y beber o para descansar de la fatiga de la marcha. Pero los parroquianos más asiduos eran los madereros, que en su mayoría dejaban ahí el producto íntegro de su trabajo. Para atraer la clientela organizaba rifas de comestibles y licores con el acompañamiento obligado del canto y el baile. Mas, la fiesta que mayor éxito alcanzaba era la celebración del velorio de un angelito. Cuando moría en la montaña un niño de corta edad, sus padres lo llevaban a casa de El chispa, quien mediante el pago de algunas monedas quedaba dueño del cadáver hasta el instante del entierro, que tenía lugar tres o cuatro días después del fallecimiento. Durante este intervalo se cantaba, se bailaba y se bebía en torno de la criatura, no interrumpiéndose la orgía sino cuando el estado de descomposición de los restos hacía indispensable proceder a la sepultación inmediata. 
Al atardecer de un día de diciembre, cálido y luminoso, la casa de El Chispa rebosaba de gente: celebrábase con gran pompa el velorio de un angelito. En la pieza contigua al negocio, sobre una mesa cubierta con profusión de flores de papel, y alumbrado por cuatro velas de sebo sujetas al gollete de otras tantas botellas vacías, estaba extendido el cadáver de un niño de dos años. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, encima de la blanca mortaja, adornada con cuentas de vidrio, cintas y dibujos hechos con finas hojas de papel metálico llamado esmalte. Aunque la tela por el prolongado uso ostentaba un tinte amarillento, la funeraria prenda era el orgullo de El Chispa y la admiración de todos por la verdad y riqueza de sus ornamentos. 

Desde temprano las cuerdas del arpa y la guitarra no habían cesado de resonar bajo la presión de los dedos nudosos de las cantoras viejas, de rostros secos y apergaminados, que con sus voces chillonas entonaban la canción del angelito que se va glorioso al cielo. El humo de los cigarros y el polvo que levantaban los bailarines, zapateando briosos en el suelo de tierra apisonada, oscurecían la atmósfera de la habitación que se hacía estrecha para contener a los numerosos asistentes al velorio. Enormes vasos de licor circulaban de mano en mano, y a medida que los efectos de la embriaguez iban acentuándose, la animación y el bullicio crecían en proporción ascendente. 

Cuando estallaba alguna disputa y el ruido y la algazara subían de punto, acudía presuroso El Chispa, bastando las más de las veces su sola presencia para apaciguar los ánimos exaltados. De carácter autoritario y violento, siempre reprimió con mano de hierro todo conato de desorden dentro de su vivienda. Además, el prestigio que le daban sus hazañas era tan considerable, que nadie se atrevía a protestar de su rudeza ni de los medios expeditivos que ponía en práctica para zanjar las discordias entre sus parroquianos. 

Entre los concurrentes a la fiesta llamaba la atención, por la bulliciosa alegría que exteriorizaba, un joven maderero de estatura mediana, ojos verdes y cabellos castaños que contrastaban con el oscuro tinte del rostro requemado por el sol. Llamábanle El Chucao por la perfección con que imitaba a esta vocinglera avecilla de la montaña. Vestía blusa y pantalones de burda tela y cubríase el busto con la inseparable manta rayada de verde, de azul y de encarnado. Ese mozo que tan alegre se mostraba era el padre del angelito y en su calidad de tal gozaba de ciertos derechos sancionados por la costumbre. Uno de los más importantes era beber gratuitamente, y de tal manera había usado de esta franquicia que, al caer la noche, el alcohol ingerido en exceso produjo un cambio notable en la naturaleza tímida y apática del maderero. Su carácter huraño y silencioso se tornó con la embriaguez pendenciero y alborotador, y de tal modo estorbó con su actitud agresiva la armonía del jolgorio que el dueño de casa, cansado de la acción perturbadora del ebrio, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta la carretera donde lo derribó, aturdido, de un puñetazo. 

La luna brillaba en el cielo tachonado de estrellas cuando El Chucao recobró el conocimiento. Se incorporó con el rostro vuelto hacia la casa, que destaca su techumbre de totora y sus paredes de barro bañadas por el suave y lechoso resplandor que fluía de lo alto. Los sones del arpa y la guitarra y las roncas y cansadas voces de las cantoras resonaban en el silencio de la noche, despertando lejanos ecos en lo hondo de las quebradas. 

El sitio de la fiesta había cambiado de ubicación, trasladándose la concurrencia a la ramada construida detrás del edificio. Alrededor de la rústica mesa, iluminada por algunos faroles de papel, los asistentes al velorio comían y bebían con gran algazara, atendidos por El Chispa y algunas mujeres que servían con diligencia a los comensales. 

El bullicio y el olor de las viandas despejaron el cerebro entorpecido del maderero. El recuerdo de la injuria que acababa de sufrir concluyó de aclarar sus ideas, y levantándose trabajosamente caminó dando traspiés en dirección de la casa. En el fondo de su conciencia un sentimiento confuso, mezcla de miedo y de terror, comenzaba a dominarle, impulsándolo hacia adelante. Sin hacer ruido, apoyándose en la pared, llegó hasta la puerta del cuarto donde se velaba el angelito; empujóla despacio y asomó su cabeza al interior. Un gran silencio reinaba en la habitación, interrumpido apenas por el chisporroteo de las velas que iluminaban la mesa donde yacía la criatura, abandonada en ese instante por sus celosos guardadores. 

El maderero aguzó el oído y escudriñó todos los rincones del cuarto. Por la puerta entreabierta que daba al patio se oía el ruido de las voces de los que estaban en la ramada. En las verdes pupilas del labriego fulguró una llama repentina. Acababa de germinar en su cerebro, excitado por el alcohol, una idea audaz y descabellada que puso en práctica al instante. Avanzó de puntillas hacia la mesa y cogiendo el cadáver del pequeñuelo lo colocó bajo la manta, deslizándose en seguida fuera de la pieza, rápido y silencioso como una sombra. A cincuenta metros de la casa abríase la ancha sima de una profunda quebrada. Cuando el fugitivo llegó al borde se dejó escurrir por la pendiente hasta tocar el fondo cubierto por la espesa maraña de las quilas, a través de las cuales se deslizaba la rumorosa corriente de un arroyo. Siguiendo la ruta descendente del agua, el montañés, con la expedición queda el hábito, anduvo un largo trecho bajo la espesura. De pronto percibió un lejano clamoreo. Se detuvo indeciso y temeroso, pues comprendió que aquellos gritos significaban que el robo había sido descubierto y que muy pronto atraería sobre su persona la encarnizada persecución del cuatrero y sus amigos, que no le perdonarían jamás haberles aguado la fiesta de tan extraña manera. Pero muy pronto se tranquilizó: la quebrada en plena noche era un asilo inviolable y sería, a esas horas, una locura buscarle allí. 

Al desembocar en un claro tenuemente iluminado por los rayos de la luna, que se filtraban a través del follaje, se detuvo para descansar. Sacó de debajo de la manta el rígido cuerpecillo de la criatura, lo puso en el suelo y se tendió a su lado sobre la mullida hierba. Un minuto más tarde dormía profundamente con el sueño pesado de la fatiga y de la embriaguez. 

El sol estaba bastante alto en el horizonte cuando el maderero se despertó. Su primer impulso fue bajar hasta el cauce y sumergir en el agua fresca y cristalina el afiebrado rostro. Cuando hubo apagado la sed ardiente que le abrasaba las fauces, sus ojos se fijaron con sorpresa y temor en la criatura. 

Lentamente fue recordando y, a medida que los detalles de las escenas iban precisándose en su memoria, mayores eran su desconcierto y su inquietud. La sustracción del cadáver fue un acto ejecutado sin premeditación, un impulso súbito de venganza llevado a cabo sin pensar en las consecuencias. Ahora comprendía claramente que se había metido en un malísimo negocio del cual era conveniente zafarse a la brevedad posible. Pero, la necesidad ineludible de arrostrar la ira de El Chispa, tan gravemente ofendido, llenaba su alma de temor y vacilación.

Un largo cuarto de hora torturó su cerebro buscando la manera de salir del paso y sólo encontraba una solución aceptable: presentarse ante El Chispa y poner en sus manos la criatura. Recibiría, sin duda, algunos golpes, pues el cuatrero no era hombre de dejar sin castigo tamaño desacato, pero también estaba seguro de que el bandido vería con buenos ojos esta devolución que iba a permitirle reanudar la fiesta que tan espléndidas ganancias le producía. 

Cuando, después de pesar el pro y el contra, hubo adoptado esta resolución, su vista se posó con fría indiferencia en el blanco objeto que yacía sobre la yerba. Transcurrió un instante de muda contemplación y, de pronto, sus miradas se animaron con un fulgor repentino. El menudo y pálido rostro donde la muerte había impreso su honda huella, estaba circundado por una aureola de sedosos y ensortijados rizos de color de oro. En sus ojos cerrados por el eterno sueño y en sus manitas cruzadas sobre el pecho, había una tan dulce y serena quietud que el maderero sintió que algo confuso se removía en lo más recóndito de su ser. Como un torrente que desborda su cauce, una oleada de recuerdos asaltó su mente. Su vida oscura de siervo desfiló entera por su imaginación. Trabajo y miserias, injusticias y expoliaciones componían el monótono panorama. Sólo un rayo de luz presentado por un niño rubio y rosado interrumpía la nota gris de esas reminiscencias. Entre las escenas y detalles agradables que acudían a su memoria, recordó la alegría que había experimentado cuando el pequeño empezó a balbucir palabras. Entonces sus callosas manos alzábanlo del suelo como un objeto precioso y frágil, lo sentaba sobre sus  rodillas y dejaba que sus deditos regordetes le tirasen del bigote y de la barba. Como sus labios torpes eran incapaces de modular los vocablos mimosos con que se arrullaba a los pequeñuelos, contentabas con sonreírle y silbarle imitando el canto de algún pájaro de la montaña. El trabajo era duro, numerosas las privaciones, pero cuando en la tarde, con el hacha al hombro, fatigado y sudoroso regresaba al rancho, la presencia del pequeño que salía a su encuentro, alzando hacia él sus bracitos, hacíale olvidar el cansancio y las negras ideas que se apoderaban de su ánimo apenas el término de la labor ponía en reposo sus músculos infatigables. Una sensación honda y dulcísima borraba entonces hasta el último vestigio de fatiga y pesimismo, cual si un bálsamo maravilloso calmara de pronto las torturas morales y físicas de su espíritu y de su carne. 

Un día el niño amaneció enfermo: su cuerpecito ardía como un ascua de fuego, y lloraba pidiendo agua con insistencia que partía el alma. Tres días después, a pesar de los medicamentos que le recetara una famosa médica, el pequeñuelo falleció.

Cuando lo vio inmóvil en el lecho con los puntos crispados y los ojos en blanco, vueltos hacia arriba, sintiese dominado por una rabia sorda contra el adverso destino que no se cansaba de hostigarlo. El llanto de su mujer acabó de exasperarlo, y para no oír sus ayes angustiosos abandonó el rancho y se internó en la montaña. El silencio del bosque y la serenidad del cielo donde brillaba resplandeciente el sol de la montaña, aflojaron la tensión de sus nervios y calmaron el desorden que reinaba en su mente. Mas, apenas hubo pasado la crisis, su alma sórdida de labriego recobró sus características ancestrales.

La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana. 

Ese mismo día el cuerpo aún tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba a la choza, llevando atada en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a la celebración del velorio. 

Luego desfilaron por su cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía devolviendo al niño. 

Al llegar aquí en sus recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía ser grato a los ojos de Dios. Además, ese objeto de profanación era su hijo, la carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje, hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera. Con los ojos cerrados, quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado su memoria no era sino una pesadilla provocada por el alcohol. Algo sensible se desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña perturbación se apoderó del labriego. En la ruda corteza de su alma se había abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad. Y entonces vislumbró lo monstruoso de aquellas prácticas que la gente de su clase se obstinaba en mantener, a pesar de que muchos repugnaban ya esos actos abominables. No, su hijo no serviría de pretexto para que aquellos hechos vergonzosos se repetiesen. Y de nuevo se puso a meditar para resolver este otro aspecto del problema. Pronto halló la solución: ocultaría en la quebrada el cadáver; bajaría al llano y solicitaría del capataz de las obras un anticipo en dinero para pagar la sepultura en el cementerio de la aldea, dando de pasada aviso al panteonero para que cavase la fosa. Al regreso sacaría el cuerpo de su escondite y lo trasladaría al campo santo, donde le aguardaba para rematar la fúnebre tarea su amigo el sepulturero. A El Chispa le devolvería su lujosa mortaja y el dinero que de sus manos había recibido. 

Sin perder tiempo se puso a buscar el escondrijo que necesitaba, pero, temiendo que durante su ausencia las alimañas o aves de rapiña atacasen el cadáver, decidió abrir ahí mismo una fosa y sepultarlo en ella provisoriamente. Con la ancha hoja de su cuchillo cavó en la tierra blanda y esponjosa un hoyo poco profundo, y cuando estuvo terminado, revistió el fondo y las paredes con hojas de helecho, planta que crecía en gran profusión bajo la sombría espesura en la improvisada tumba. Como madre que contempla amorosamente al hijo dormido en su regazo, así el maderero fijó los ojos en el semblante del pequeñuelo y notando en él algunas partículas de tierra, se inclinó y sopló aquel polvo adherido prematuramente a las mejillas de la criatura. Luego puso fin a la penosa labor cubriendo los restos con un manojo de helechos y colocando encima gruesas piedras para evitar el ataque de algún animal silvestre. Antes de marchar, escuchó con atención los ruidos de la quebrada, y no encontrando en ellos nada sospechoso, lanzó una última mirada sobre el pequeño túmulo y se alejó, desapareciendo en breve en la espesa maraña de la selva. 

Una hora escasa habría transcurrido después de la partida del maderero, cuando desembocó en el claro, con la nariz pegada a la tierra, un diminuto can de sucio y largo pelaje color canela. Detrás del animal apareció El Chispa, seguido de cerca por un mocetón que llevaba entre sus manos una escopeta de dos cañones. Al divisar el túmulo, en torno del cual el perrillo daba vueltas, olfateando con ardor el suelo removido, el cuatrero masculló una sórdida imprecación. 

-Mira Vicente -exclamó dirigiéndose a su acompañante-, ya ves cómo Sultán dio con el rastro, pero si el maldito ladrón lo enterró aquí, temo que se haya estropeado la mortaja. ¡Una prenda que me cuesta tanta plata! ¡Sólo en papel de esmalte llevo ya gastado un peso cincuenta! 

El de la escopeta no contestó. Había soltado el arma, y arrodillado en tierra apartaba las piedras que defendían la sepultura. Cuando quitadas las hojas de helechos que cubrían el cadáver, éste apareció pulcramente intacto, El Chispa lanzó un gruñido de satisfacción. 
Momentos más tarde, alegres gritos partían de la casa del cuatrero al mismo tiempo que una voz de mujer, aguda y desafinada, cantaba con acento estentóreo: Cuán dichoso el angelito Que se va glorioso al cielo

martes, 8 de noviembre de 2016

LA REINA DE LAS ABEJAS



Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. 

El hijo tercero, al que llamaban «El bobo», púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido? 

Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo: 

-Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis. 

Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso: 

-Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis. 

Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero «El bobo» los detuvo, repitiendo: 

-Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis. 

Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado. A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: «En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra». Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor: encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tócale el turno a «El bobo», el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentose sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón. 

El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar «El bobo» a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.

El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabías sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel. 

Compareció entonces la reina de las abejas, que «El bobo» había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera.

Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y «El bobo» se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

lunes, 7 de noviembre de 2016

CAZANDO A UN OSO



Una mancha de sangre en la nieve. Eso era todo lo que había quedado después de que mí compañero hirió de un disparo al oso, y éste escapó. Pero aquella cacería no podía terminar allí, así es que nos reunimos en el bosque para tomar una decisión. 

—¿Qué es más conveniente? —les preguntamos a los cazadores de osos—. ¿Esperar unos días hasta que la fiera regrese a su guarida o ir de inmediato en su búsqueda? 

—En este momento sólo lograríamos asustarlo. Hay que dejar que se tranquilice

—opinó un anciano montero, que llevaba muchos años persiguiendo la caza en los montes. 

—Yo no veo inconveniente en perseguirlo ahora —rebatió Demian, y la discusión siguió. 

—Con toda la nieve que ha caído, no podrá ir muy lejos —dije—. Lo alcanzaré esquiando.

Mi compañero no estuvo de acuerdo conmigo y aconsejó esperar. Pero yo estaba impaciente: 

—No discutamos más. Hagan lo que quieran y yo me iré con Demian siguiendo las huellas del oso. Será magnífico si logramos acorralarlo, y si no lo conseguimos no perderemos nada. 

Tal como lo afirmé lo hicimos. Mientras mi compañero y los demás hombres subieron a los trineos para regresar a la aldea, Demian y yo revisamos bien las escopetas y, alzando el cuello de nuestras chaquetas forradas en piel, nos adentramos en el bosque. 

El tiempo era apacible y frío, pero resultaba difícil avanzar con los esquíes, ya que la nieve estaba blanda y esponjosa. A poco andar encontramos las huellas del oso, que en algunos trechos daba la impresión de haberse hundido hasta la barriga. Más adelante, las huellas se internaban en una espesura formada por abetos.

—No conviene ir tras estas huellas —dijo Demian, deteniéndose—. Pienso que el oso va a refugiarse aquí, y es mejor que demos un rodeo. Tratemos de no hacer ruido para no asustarlo. 

Dimos vuelta hacia la izquierda, deslizándonos sigilosamente, y más o menos cincuenta pasos más adelante tropezamos nuevamente con las huellas. Nos miramos sorprendidos. Ahora éstas desembocaban en un sendero. Nos paramos allí para ver en qué dirección debíamos seguir; y observamos que en algunos lugares se notaban las huellas del animal muy marcadas en la nieve, y en otros sólo se distinguían las de un rústico calzado de corteza de abedul, propio de un campesino.

Recorrimos cerca de dos kilómetros, guiados por las huellas del oso, y éstas se alejaron del bosque y fueron en sentido contrario. 

—¡Son de otro oso! —grité. 

—No, señor; son del mismo —replicó Demian, examinando las patas marcadas en la nieve

—Se desvió del camino, y nos ha engañado andando hacia atrás.

Me resultaba muy difícil aceptar esa teoría; sin embargo, comprobé que era verdad. El oso había dado más de setenta pasos al revés, y de pronto volvió a caminar de frente. 

—Lo acorralaremos. El pantano es su único escondite —aseveró Demian.

Nos adentramos en un tupido bosque de abetos. Yo principié a cansarme, a tropezar con algunos troncos o arbustos, y los esquíes se me torcían. Los de Demian, en cambio, daban la sensación de deslizarse solos, sin enredarse jamás. Así rodeamos el pantano, hasta que él se detuvo, haciendo señas de que me acercara. 

—Observé esa urraca —me indicó—. Sus graznidos anuncian la proximidad del oso. Las urracas perciben su olor desde lejos. 

Recorrimos otros dos kilómetros y reencontramos la antigua pista. Esto significaba que habíamos dado vueltas alrededor del sitio donde el oso se escondía. Por fin nos detuvimos, y yo me desabotoné la chaqueta y me despojé de mi gorro. Me sentía acalorado y sudoroso. 

Es necesario descansar —aconsejó Demian, enjugándose la transpiración de la cara; sus mejillas estaban rojas. 

Nos sentamos sobre los esquíes y sacamos el pan que llevábamos en los morrales. A través de los árboles se filtraba la puesta de sol. Comimos un poco de nieve, y luego el pan, que me pareció lo mejor que había comido en muchos años. Poco después bajaron las sombras del anochecer. 

—¿Estaremos muy lejos de la aldea? —pregunté. 

—Más o menos a unos dieciocho kilómetros. 

Demian improvisó un lecho con ramas de abeto y nos tendimos allí, con las manos bajo la cabeza en reemplazo de las almohadas. Ignoro el momento en que me dormí, y caí en un sueño tan profundo que al despertar no supe en qué lugar me hallaba.

Vi que todo deslumbraba alrededor, y entre los ramajes, que formaban una bóveda por encima de mí, titilaban pequeñas luces multicolores. Pasado un rato me acordé de que estábamos en el bosque, y que eran las estrellas las que resplandecían en lo alto. 

Desperté a Demian y sin pérdida de tiempo reanudamos la marcha. El silencio era tan denso, que únicamente se oía el sonido de nuestros esquíes resbalando por la nieve, y el leve golpe de una rama, o el crujido de un árbol, retumbaba por el bosque entero. De repente percibí un movimiento muy próximo y pensé que era el oso. Pero sólo descubrimos las pequeñas huellas de una liebre. 

Ya en el camino, nos quitamos los esquíes y los arrastramos. Se deslizaban fácilmente, sin que hiciéramos ningún esfuerzo. Plumillas muy finas de escarcha flotaban sobre nuestras caras, y cientos de estrellas parecían bajar hacia nosotros, encendiéndose y apagándose, dando la sensación de un constante vaivén en el cielo.

Al llegar a la casa que habitábamos en la aldea, mi compañero estaba en cama, disponiéndose a dormir. No dejé que lo hiciera sin antes contarle la persecución del oso y dar órdenes para que nos reuniéramos todos a primera hora del nuevo día. Después, Demian y yo cenamos y me fui a acostar. 

Me sentía tan agotado, que habría dormido la mañana íntegra si mi compañero no me hubiese despertado. Él ya se había vestido y estaba preparando su escopeta. 

—Demian ya se fue al bosque y se llevó a los monteros —me comunicó—. Lo dispuso todo para acorralar al oso. 

Me lavé y me vestí con prisa, cargué mis escopetas, y nos instalamos en el trineo.

Anduvimos casi cinco kilómetros y divisamos la columna de humo que surgía desde la parte baja del bosque, y al grupo de hombres y mujeres armados de estacas. Nos bajamos del trineo y nos acercamos. Demian estaba con ellos, y asaban unas papas, mientras conversaban alegremente. Al vernos, todos se pusieron de pie y Demian dio las instrucciones. Se trataba de ir componiendo un círculo alrededor del terreno que nosotros habíamos recorrido el día anterior. Unas treinta personas, hombres y mujeres, asintieron, y se internaron en el bosque en una larga fila. Mi compañero y yo fuimos detrás de ellos. 

No era fácil avanzar de este modo por aquel sendero. No obstante, caminamos así más de dos kilómetros. De pronto vi a Demian que se aproximaba esquiando, haciendo gestos para que nos reuniéramos con él. Obedecimos, y entonces nos señaló nuestros respectivos puestos. 

Ocupé el lugar indicado y miré en torno a mí. Hacia mi costado izquierdo se extendía una arboleda de abetos muy altos, pero no tupidos, entre los cuales era posible observar hasta una gran distancia. Allí divisé a uno de los cazadores. Delante de mí había un bosquecillo de abetos nuevos, no más altos que un hombre de regular estatura; sus débiles ramas se doblaban bajo el peso de la nieve. En medio de ese bosquecillo descubrí un senderito angosto, que venía a desembocar precisamente donde yo estaba. A mi derecha, los abetos formaban una espesura, detrás de la cual había una pradera, y allí se hallaba mi compañero.

Calmadamente revisé mis escopetas, les quité los seguros, y busqué el lugar preciso donde ubicarme. A pocos pasos vi un pino enorme y decidí colocarme junto a él. Hundiéndome en la nieve, caminé hasta el árbol y en seguida aplané el suelo bajo mis pies, preparando mi pequeño fuerte de batalla. Sostuve una de las escopetas en la mano y la otra la dejé apoyada contra el pino. Luego, desenvainé y envainé mi puñal, comprobando que, de ser necesario, podría hacer estos movimientos sin la menor dificultad. Repentinamente escuché los llamados de Demian: —¡Alerta! ¡Alerta...! ¡Todos alerta! 

De inmediato se oyeron las voces que contestaban: 

—¡Alerta! ¡Alerta todos! 

El oso se encontraba dentro de aquel extenso círculo, del que brotaban voces y gritos. Yo continuaba sosteniendo la escopeta, inmóvil, en silencio, sintiendo latir mi corazón y un escalofrío que recorría mi espalda. Pensaba: "lo veré aparecer y apuntaré, apretaré el gatillo... y se desplomará..." 

Fue entonces cuando oí un ruido sordo, como si se hubiera producido un derrumbe en la nieve. Dirigí la mirada hacia los abetos más altos, y entre la arboleda, a unos cincuenta pasos, distinguí un bulto negro de gran tamaño. Esperé a que se aproximara un poco más y apunté. La mole giró en ese minuto, mostrándose de lado. Era un oso de estatura impresionante. Le disparé, pero la bala hizo blanco en un árbol, y a través del humo logré ver al animal que corría a esconderse en la espesura. Me desanimé. Pensé que había desperdiciado mi mejor oportunidad, ya que el oso no regresaría allí y lo cazarían los monteros. Sin embargo, cargué otra vez la escopeta. De pronto, cerca del sitio que ocupaba mi compañero, escuché los gritos de una mujer: 

—¡Aquí..! ¡Está aquí! ¡Apúrense...! 

Miré hacia allá y vi a Demian que corría por el senderito hasta llegar junto a mi compañero. Le señalaba una dirección con un bastón de los esquíes. Él disparó hacia el punto indicado. Pensé: "Si no lo mata ahora, el oso regresará a su guarida y no lo sacaremos de ahí". En aquel momento, intempestivamente, percibí el jadeo de la fiera. Se precipitaba por un caminillo entre los abetos, igual que un torbellino, levantando remolinos de nieve. Venía directamente hacia mí, con una mancha roja en su inmensa cabeza y los ojos extraviados, enceguecidos de terror. Disparé teniéndolo casi encima, e inexplicablemente no di en el blanco. El animal siguió en su enloquecida carrera y yo incliné mi escopeta y volví a disparar. 

Lo había herido. El oso irguió la cabeza y mostrándome los dientes saltó sobre mí. Pero yo alcancé a coger la otra escopeta antes de que me derribara y traté de incorporarme. Cuando hice este esfuerzo comencé a ahogarme. Estaba aplastado por un peso terrible, y percibía un vaho caliente y un olor intenso a sangre. El animal tenía mi cara entre sus fauces, y las patas delanteras se apoyaban en mis hombros, inmovilizándome. Sentí que me hundía los dientes de arriba en la frente, en el nacimiento del pelo, y los inferiores debajo de los ojos, y que los iba apretando. Tuve la sensación de que me estaban cortando la cabeza con varios cuchillos, y pensé que era inútil luchar, que llegaba mi fin. Y repentinamente el tormento cesó. El oso había escapado. 

—¿Qué pasó? —pregunté, confundido. 

Me explicaron que cuando Demian y mi compañero vieron que la fiera me atacaba, acudieron a socorrerme. Mi amigo tropezó y cayó, y Demian, que no llevaba escopeta, llegó sin más arma que un bastón de los esquíes, gritando: 

—¡El oso atacó al señor! ¡Vengan todos! ¡El oso atacó al señor! 

Igual que si hubiera entendido, el animal me soltó y emprendió la fuga. 

Ayudado por Demian, me puse de pie. En la nieve había un charco grande de sangre. Mi compañero me examinó las heridas y las cubrieron con nieve. 

—¿Hacia dónde escapó? —averigüé. 

—¡Aquí...! ¡Aquí está! —fue la respuesta. 

En efecto, la fiera volvía, sin duda con la intención de atacarme otra vez. Pero al ver a tanta gente se asustó, y desapareció sin darnos tiempo para disparar. Pensé en continuar la cacería, pero empezó a dolerme mucho la cabeza, y la determinación unánime fue regresar a la aldea. 

Un médico me curó y sané rápidamente, así es que pasado un mes partimos a cazar al mismo oso. Sin embargo, pese a mi obstinación, no logré matarlo. Fue Demian quien lo hizo. 

Era un oso enorme, con una piel magnífica. Todavía lo conservo, disecado, en mi biblioteca. De mis heridas sólo quedan algunas marcas en mi frente.

sábado, 5 de noviembre de 2016

CUANDO SE BAÑA A UN PUERCO



En agua de Colonia
Bañaba a su Marrano Doña Antonia
Con empeño ya tal, que daba en terco;

Pero a pesar de afán tan obstinado,
No consiguió jamás verle aseado,
Y el Marrano en cuestión fue siempre Puerco.


Es luchar contra el sino
Con que vienen al mundo ciertas gentes,
Querer hacerlas pulcras y decentes:
El que nace Lechón, muere Cochino.

lunes, 31 de octubre de 2016

EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO



Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: 

-El amigo se murió. 

-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar. 

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre. 

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche.
Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». 

Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: 

«Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido»

Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto. .

viernes, 28 de octubre de 2016

COLÁS EL CHICO Y COLÁS EL GRANDE



Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo.

Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera. 

Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo. 

¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!» 

-No debes decir esto -reprendióle Colás el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo. 

Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!». 

-Te lo advierto por última vez -dijo Colás el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado. 

-Te prometo que no volveré a decirlo -respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!». 

-¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de Colás el Chico, y lo mató. 

-¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar.

Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metiola en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía.

La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche. 

A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta. 

Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos. 

-Bueno, no tendré más remedio que pasar la noche fuera ­dijo Colás, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices. 

Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja. 

-Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo-; será una buena cama. No creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado había hecho su nido una auténtica cigüeña. 

Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior. 

En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán, ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito. 

«¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios! 

Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba. 

El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía asustáronse los dos, y ella pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. 

-¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete. 

-¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor. 

Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche. 

-No faltaba más -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.

La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno. 
Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido. 

-¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero. 

-¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el dueño de la casa. - Nada, es un brujo

-respondió el otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno. 

-¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo. 

-¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino. 

Dice -respondió el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que están en aquel rincón, al lado del horno.

La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que Colás guardaba en su saco! 

-¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre. 

-¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será mejor que no lo veas. 

-No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es? 

-Pues se parece mucho a un sacristán. 

-¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una vez. 

Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado... 

-Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la oreja. 

-¿Qué dice? 

-Dice que abras aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podría escaparse. 

-Ayúdame a sostenerla -pidióle el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su escondrijo. 

El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior. 

-¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso! 

Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo. 

-Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque sea una fanega de dinero. 

-No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo. 

-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! -insistió el otro, y siguió suplicando. 

-Bueno -avínose al fin Colás-. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante. 

-La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella!.

Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca. 

-¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán. 

Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán: 

-¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. 

Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río. 

-¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero. 

-¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue! 

-¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero. 

-Bueno, esto ya es distinto -aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno. 

«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación. 

«¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».