jueves, 12 de junio de 2008

UN EXTRAÑO SUEÑO




Este sueño lo tuve dos meses después de un accidente real que nos sucedió a mi esposa y a mí, donde nos volcamos en la carretera sin que nos sucediera nada.

Soñé que la noche era fría y oscura, el coche rodaba por la negra carretera que viene de San Lucas a La Paz, entre el silencio sepulcral de un paisaje lleno de brumas y espesas sombras nocturnas, donde los cardones vagaban cual fantasmas enloquecidos, el pavimento ligeramente mojado por el rocío y el frío del momento brillaba como plata, de vez en cuando las luces de otro coche ponían una nota discordante en la tranquilidad del viaje.

En una curva una luz me sorprendió, el coche hizo un brusco viraje y se salió de su camino, atravesó matorrales y rocas, como único espectador la luna y las estrellas, sin darme cuenta fui parándome y un llano se abrió ante mí, ¡no me lo podía creer!, había un fuego central rodeado por bellas jóvenes que bailaban entre tules y encajes, mas allá una multitud seguía los movimientos de la música, ésta salía de entre los cardones extendiéndose por el ambiente como milagro celestial, de pronto dos de las jóvenes vinieron hacia mí invitándome a seguirlas, así lo hice, formando parte de ese baile lujurioso y dantesco, me ofrecían un licor en dos cocos partidos por la mitad, no dejando de sonreír.

Perdí la noción del tiempo entre aquellos figuras angelicales y demoníacas a la vez, bebiendo y bailando al son de la música.

El sol aparecía en el cielo haciendo huir las sombras nocturnas, me encontraba caído en el suelo entre el barro y los matojos, a escasos metros mi coche con las puertas abiertas, mi cabeza me dolía y daba vueltas, no me acordaba de nada, poco a poco fui haciéndome dueño de la realidad, recordé como una luz brilló y me saco de la carretera, comprendí como había llegado y recordé..... mi sueño, ¡cuánto me gustaría hubiera sido verdad!, me levanté tambaleándome y miré a mi alrededor, un arroyo a mi derecha, con agua que corría entre dos montículos y que bajaba pausada y melodiosa, entre las piedras resecas se reflejaban los rayos del sol dando destellos multicolores, las gaviotas volaban y cantaban y su sonido alegraba el ambiente, era un paisaje maravilloso e irreal, volví a recordar mi sueño anhelando el dulce licor de los medios cocos.....

Me acerque al coche y vi con sorpresa que no tenia ningún arañazo ni desperfecto, me senté al volante y lo puse en marcha, el ruido de su motor me quería despertar de mi letargo, cerré las puertas y me dispuse a irme de allí con dirección a La Paz.

Iba ya hacia ella pero en mi mente volvía una y otra vez el extraño sueño vivido, pensaba que me habría quedado dormido y saliendo de la carretera me había estrellado... ¿pero y el coche intacto?.

Llegué a mi casa y me duche, la frescura del agua me dio de nuevo la vida y me encontré a gusto, pensaba en mi sueño, mi esposa me saco de mis meditaciones. -¿Qué te ha pasado? ¿estas bien?- Me preguntó ella.

-Me quede dormido y me salí de la carretera- Le contesté.

-¿Estas bien, me tenias preocupada?- Me volvió a decir.

-Si, si, estoy bien, me sucedió como hace dos meses cuando nos volteamos cerca de donde ahora creo que me pasó”- Le dije, para irme a dormir de nuevo.

Dormí un rato para levantarme con el tiempo justo para desayunar.

-Hola- La saludé, ella estaba en la cocina.

-Hola, ¿estas bien?- Me preguntó.

-Si, solo fue un descuido. Si, pero acabo de tener un extraño sueño-

-¿Que soñaste?- me preguntó ella.

Le conté toda mi odisea y se reía al describirle el sueño.

-Y al llegar a casa, al bajarme del coche tropecé con algo y cuando fui a apartarlo para no pisarlo lo vi, era un coco partido por la mitad- Lo dije para finalizar mi sueño.

-A propósito, anoche después que te dormiste, vino la hija de los vecinos y te dejó eso-

ERAN DOS MITADES DE UN COCO

LA MUERTE DE DON EUSTAQUIO




Diciembre de mil novecientos ochenta y uno, la discusión hizo que los hombres levantaran el tono de su voz y tensaran sus gargantas. Por los pasillos de la residencia ubicada en el fraccionamiento Perla de la ciudad de La Paz podían escucharse los ruidos incomprensibles de esa gritería. Don Eustaquio se había puesto de pie y mientras hablaba movía los brazos y las manos como si buscara algo encima de su escritorio. Era un gesto histriónico que ejecutó casi sin pensar. A decir verdad, no tenía la menor intención de encontrar nada. Solía pararse para intimidar a sus interlocutores con su enorme físico, como si el inmenso volumen corporal ocultara los leves signos de deterioro que presentaba el cuerpo. Parecía entonces una roca, un buey vestido de ropa casual. Sin embargo Antonio, el hijastro de don Eustaquio, sabía de esa treta y no se dejó intimidar. También él se puso de pie. Estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para que el viejo no se saliera con la suya. Por un leve momento sintió compasión de la piel oscura del viejo, que se le antojaba como un pergamino lleno de hongos. De inmediato se dio cuenta que su compasión no era más que orgullo y desprecio. El único que permanecía sentado, en un rincón, quieto y silencioso como si fuese una parte más del mobiliario, era Jacinto Peralta, ayudante, matón, alcahuete y lame botas de don Eustaquio.

-No tengo tiempo de seguir con esto. Se está haciendo tarde y no me gusta hacerme esperar. Lo discutiremos otro día- dijo Don Eustaquio, acostumbrado a poner el final a las disputas.

-Lo vamos a resolver ahora, porque esto es más importante que cualquier reunión de tus mugrosos negocios- Le contestó su hijastro Antonio.

-Te conviene tener cuidado, nos sea que un día descubras que mi mugre te dio desde la comida hasta tus mujeres- Advirtió don Eustaquio, casi con satisfacción por haber tenido la oportunidad de decirlo.

-Necesito resolver esto- insistió Antonio. Sin duda el viejo sabía bien dónde golpear porque la furia del joven se había disipado, o acaso, empequeñecido. Ahora había algo más cercano a la desesperación. Comprendió que de allí se llevaría la furia, un enjambre de palabrotas tal vez, pero de ninguna manera la respuesta que había ido a buscar.

-Lo discutiremos el próximo domingo; iremos a pescar al Espíritu Santo. Tu y yo solos y vamos a resolver esto de una vez por todas. Ahora camina, que tengo cosas que hacer” Terminando con esto don Eustaquio, la discusión.

Cuando Antonio me contó lo que había pasado esa mañana en el escritorio del viejo, no me fue difícil imaginar que luego del portazo con el que abandonó la habitación don Eustaquio habría mirado a Jacinto para decirle: -Y tu, ya sabes qué hacer- Lo habría mirado sin mirarlo, con el mismo gesto con el que los viernes durante la tarde se sentaba delante de la grabadora para escupir sus memorias. Seguramente Jacinto habría puesto esa mirada bobina que tenía siempre, esa cara de hombre que sabe que es inútil esforzarse por aparentar que existe y gustoso habría respondido -Si usted lo ordena... así será- Sabiendo que las órdenes no se piensan, así como no es la mano la que piensa, cómo mover los cubiertos sobre el plato.

Antonio confiaba demasiado en su suerte. Intenté convencerlo de que no debía ir ese domingo. Su padrastro era capaz de cualquier cosa. Le pedí que lo pensara o que al menos fuera acompañado de alguien. No quiso. Antonio era de los que cumplían con su palabra, aunque eso no constituyera una ventaja para él. Si dijo que iría sólo, así sería.

Estaba envuelto en esa disputa por cumplir con un compromiso. Beatriz Rodero le había pedido ayuda. Don Eustaquio había hecho una serie de negocios fraudulentos para quedarse con unas tierras del Carrizal. Beatriz y su padre, uno de los tantos estafados, habían quedado en la ruina y no tenían dónde ir. Haciendo caso al cariño que se tenían, por haber sido los dos novios cuando adolescentes, Antonio decidió interceder por ella. En el fondo, era una nueva excusa para mostrar el odio que sentía por su padrastro. Además, al hacer una buena acción, sentía que su resentimiento se tornaba más legítimo.

Insistí en que no fuera sólo, en que debía cuidarse del viejo. Traté de hacerle entender que una cosa era cumplir su palabra con Beatriz y otra cosa cumplirla con don Eustaquio. Me dijo, con ese tono cortante que tenía cuando era vencido por el capricho, que las personas podían ser diferentes pero su palabra siempre valía lo mismo. Sentí que sus palabras habían sido tan falsas como habernos tomado a golpes con los puños. Dudé entre sentirme reconfortado de que quedara aún gente con principios, o apenarme de ver que tal muestra de egolatría podría resultarle fatal. El rencor lo ligaba tan profundamente a don Eustaquio, pero parecía no querer darse cuenta que la vida se le iba en ese insostenible ejercicio de desprecios cotidianos.

Me pidió que me quedara tranquilo, que ya había pensado bien las cosas. Le diría que tenía copias de ciertos documentos y que los haría públicos si no le devolvía la propiedad del Carrizal al padre de Beatriz. Había estado investigando y sabía que esos documentos debían existir. Por supuesto no los tenía, pero el viejo no sabía eso y debería confiar en lo que le decía. Por momentos su ingenuidad era igual a la de un animal que está a punto de ser sacrificado.

El domingo en la noche corrió la noticia, ya se sabía en toda La Paz. No me asombré cuando me dijeron que Antonio había muerto. Todos repetían más o menos lo mismo: Don Eustaquio y su hijastro habían salido a pescar a la isla Espíritu Santo y de pronto el pobrecito de Antonio, que Dios lo tenga en la gloria, cayó al agua con tan mala suerte, porque mire que ese chico siempre tuvo mala suerte, la misma qué su familia con esa última desgracia, primero la hermana de Antonio cuando era una nenita, cuando todavía era un angelito, después el Papá de Antonio y ahora el mismo Antonio. Si parece que el Señor se lleva primero a los buenos. Debe ser para que no sufran tanto. Pero mire que le ha dado sufrimiento a Doña Sofía, pobre madre perder una hija y un esposo antes de casarse con Don Eustaquio, para terminar como esposa de ese sinvergüenza. Claro que en esto don Eustaquio no tiene nada que ver. ¿Qué iba a ser para salvar a su hijastro si él no sabe nadar? Siempre que va de pesca tiene que andar de ridículo como un payaso, con el chaleco naranja ese que se pone por si se vuelca la panga. Dijo que el joven Antonio flotaba como un muñeco de trapo. Debe ser terrible morir ahogado, sentir toda esa agua que a uno le entra y no poder hacer nada. Pero peor debe ser morir quemado, como Víctor Andrade, ¿se acuerda?, uno que tenía una tienda cerca de la plaza. Por eso yo digo, si me tienen que llevar, que sea de golpe, así ni me doy cuenta.

Por ser uno de los carpinteros de La Paz, me encargué de hacerle el ataúd a Antonio. Lo velaron en la casa, pero nadie lo pudo ver. Su madre cerró con llave la habitación donde estaba el cuerpo, debidamente vestido y peinado como si fuera a ir a una fiesta.

-No debemos molestar a los muertos, ellos tienen sus cosas de las qué ocuparse. Tampoco voy a llorar, no quiero distraerlo- Me dijo doña Sofía, que estaba inconsolable pero permanecía como si fuera de metal o de marfil. Ella creía que alguien recién muerto, aunque ya no está en su cuerpo, anda por ahí cerca, recién acostumbrándose a su nueva situación y los ángeles vienen a explicarle y a que recuerde lo que fue su vida porque debe asumir las consecuencias de todo lo que hizo y debe aprender lo que no pudo, mientras estuvo vivo. Y para hacer eso, hasta un muerto necesita que lo dejen estar tranquilo.

Yo estaba convencido que don Eustaquio tenía algo que ver con la muerte de Antonio. Pero no hubiera podido probarlo, ni me interesaba hacerlo. Además, nadie me lo creería. Todos repetían lo mismo de que estaban los dos solos en el bote. Seguramente los hombres de don Eustaquio tendrían una coartada irreprochable. Ni siquiera doña Sofía se atrevía a desconfiar de su esposo. Sabía, sí, que se decían cosas horribles de don Eustaquio. Lo sabía, de haber escuchado conversaciones en las calles de la ciudad o entre los criados de su residencia. Ella consideraba que eran calumnias, que nadie podía tolerar que fuera un hombre poderoso.

Su padre le había escupido en la cara a don Eustaquio, el día que él, cuando era joven se presentó a pedir su mano. Por ese entonces él era simplemente un campesino de San Pedro con unas escasas cabezas de ganado como para querer acceder a casarse con ella, que venía de una familia de fortuna. A ella la casó su padre con su primer marido con quien tuvo a Antonio. Después, aunque viuda y con un hijo, su padre determinaba su futuro como si aún fuera una adolescente, pues consideraba que las mujeres pertenecen a los hombres y si no tienen esposo le deben sumisión al padre o a un hermano o mejor que se metan a monjas.

Don Eustaquio la visitó furtivamente una noche. Primero fueron unas piedritas golpeando contra el vidrio de la ventana de su recámara, después un silbido como de una lechuza. Era la contraseña. Ella abrió la ventana y aspiró tanto el aroma de la noche como el del hombre que la amaba. Ella tenía deseos de ese cuerpo aceitunado y manos endurecidas por el oficio de la tierra y del ganado. El tan sólo consintió en besarla.

-Hoy no. Si me dieras una noche hermosa me darías también un recuerdo desgarrador- Le dijo a la joven Sofía.

Le pidió que lo esperara, le aseguró que volvería. Con un enjambre de palabras agitadas y confusas le explicó sus planes. Eran jóvenes y les sobraba osadía para cumplir sus sueños. El se fue y ella se casó con su primer marido. Cinco años después, don Eustaquio regresó como un hombre rico desde Tijuana.

Habló de unos afortunados negocios con inmuebles. Según el padre de ella eran asuntos turbios. Lo dijo nomás que por despecho, como ensayando una última e inservible resistencia. Nunca se probó nada y ninguna cosa de lo que dijeran podía hacer que ella sintiera la menor sospecha.

Se amaban, siempre se amaron. Don Eustaquio hubiera querido que Antonio lo quisiera, pero no pudo ser. Antonio lo odió desde que pensó que ese hombre había regresado para robarle a su madre. Intentaron tener un hijo. El parto fue difícil y doña Sofía tuvo otra hija, después no pudo volver a quedar embarazada. La niña murió a los cinco años. Desde entonces se amaron mucho más. Con ella era tierno y protector, pero se volvió despótico y cruel con los demás. Se rodeó de matones y otros seres siniestros. Estaba dispuesto a hacerle pagar al mundo por todo el dolor y la frustración que sentía: El fracaso de una hija muerta, de una mujer estéril, de un niño que nunca le permitió ser su padre, de un suegro que no lo quiso y algunas cosas más. Sus negocios se ampliaron. A la compra y venta de ganado sumó varias cosas que hizo, un periódico, tiendas de ropa y de fayuca para la zona libre, supermercados y hasta algún que otro prostíbulo. Se dedicó a comprar a los políticos del Estado, a policías de la ciudad, a jueces, asesinos a sueldo y lo que hiciera falta para aplastar a los demás. A los que hoy apoyaba, mañana los mandaba desaparecer. Nunca asesinó a nadie por su propia mano. Prefería que los demás se envilecieran haciéndolo, aunque de esto poco se hablaba en La Paz. Por supuesto, Sofía su esposa nunca quiso ver esa parte de su marido. Prefería pensar que eran calumnias hijas del prejuicio, como las que debió escuchar una y otra vez de la boca de su padre. Tampoco ahora podía creer que su esposo estuviera involucrado en la muerte de su hijo.

Dos meses después del fallecimiento de Antonio el padre de Beatriz se suicidó ahorcándose con un cinturón. Ella se fue a Estados Unidos, donde vivía una prima suya. Había perdido cuanto tenía y estaba en la miseria. Cuando se despidió de mí lloraba y se retorcía de dolor. Me mostró una hebilla con forma de cabeza de toro. Era de su padre, cuando lo descolgaron del alto nogal la hebilla se le había incrustado en el cuello. Sentí deseos de robársela, en secreto, para evitar que se convirtiera en un altar morboso. Me detuvo el pensamiento de que tal vez el hecho de considerarla perdida aumentaría su angustia y su culpa.

No muchas más cosas cambiaron por allí, a no ser porque don Eustaquio aprendió a nadar y doña Sofía ya casi no salía de su casa. Para algunos, lo de don Eustaquio representaba la tortuosa expresión de un hombre que lejos de dejarse aterrorizar por el destino, busca sobreponerse siempre; otros pensábamos que era una forma más de su macabro sentido del humor.

En cuanto a doña Sofía, se había convertido en un fantasma. En La Paz se tejían mil historias sobre ella. El hecho de que nadie hubiera sabido de su muerte pero tampoco se supiera nada de su vida favorecía la existencia de todas esas habladurías. Algunos decían que la madre de Antonio se había dedicado con fervor al espiritismo, para poder continuar viendo a su hijo; otros sugerían que hacía ayuno y hasta se flagelaba a causa del dolor que le produjo la pérdida de su único hijo; otros decían que se había ido a Europa, pues no la veían por el centro de la ciudad; otros que dormía durante el día porque de noche se pasaba en el cementerio de Los Sanjuanes, hablando frente a la tumba del infortunado Antonio.

Todos tenían algo para agregar, detalles más o menos macabros y morbosos que atribuirle. Yo, la verdad, que no sabía demasiado. Sabía sí, que esas historias no eran ciertas. De tanto en tanto pasaba a visitar a doña Sofía, pues ella me conocía desde niño y sentí que estar cerca de ella, era lo menos que podía hacer en nombre de la amistad que tuve con Antonio. Imaginé que si el caso hubiese sido el contrario, a mí me hubiera gustado que Antonio pasara a visitar a mi madre. Me di cuenta que sus ojos parecían hundirse en su rostro y su mirada cobró una amargura callada. Al comienzo, casi no probaba bocado y fue adelgazando peligrosamente. La pérdida de su hijo Antonio era un golpe casi imposible de soportar.
-Es como si un perro me estuviera comiendo las entrañas. Un perro con el hocico caliente. Y no muerde, sino que desgarra- Me confesó una vez.

Sin embargo, no se como, poco a poco se fue recuperando y su rostro demacrado volvió a tomar color y hasta de vez en cuando se la veía sonreír con esa dulzura que siempre tuvo. Por supuesto eso no fue suficiente para hacerla salir de la casa

-Lo que le daba sentido a las cosas ya está muerto. Ahí afuera no hay nada que me interese- Me comentó otra vez.

Me parecía tan profundo su sentimiento de Madre que, aunque no estuviera de acuerdo, me causaba pudor decir cualquier cosa en contrario. Tampoco me hubiera atrevido a apoyarla en sus afirmaciones porque sentía que un sentimiento de tanto despecho estaba cercano al suicidio. Así que simplemente la escuchaba. Parecía que cada vez más y más se encerraba en su mundo y no necesitaba que conversaran con ella, le bastaba con que la escucharan. A veces casi ni la escuchaba, simplemente me limitaba a asentir con algún monosílabo o hacer alguna exclamación, según lo requiriera la circunstancia para que creyera que le estaba prestando atención.

Antes de irme de La Paz, después de la temporada de ciclones –porque unos amigos me habían conseguido un muy buen empleo en mi especialidad en Guadalajara- pasé a visitarla. Lejos de lo que pensaba la gran mayoría, cada día Doña Sofía parecía rejuvenecer y tener mejor ánimo. Su mirada no perdía la tristeza, pero era una tristeza luminosa, como los primeros amaneceres de la primavera.
-Antonio te envía un abrazo enorme...- Dijo cuando le di un beso de despedida –Parece que va a llover- Me dijo de nuevo.

La alegría con la que agregó esa última frase me pareció un cambio, y no parte del deterioro que sufría a causa de su encierro voluntario. "Son los golpes del sufrimiento", pensé. "Vaya a saber uno hasta donde llega el hambre de los perros", agregué para mis adentros.

Mucho tiempo después me enteré que Antonio iba a visitarla los días de lluvia, chubasco o ciclón. Me lo contó el mismo Antonio, con quien me encontré una tarde en que bajo la llovizna salí a dar una caminata por el malecón. Yo había regresado de Guadalajara para enterrar al último de mis tíos. Eso ocurrió una mañana, antes de regresar a la capital Jalisciense, que me dediqué a alimentar vagamente a la nostalgia. Así fue que se apareció frente a mí.

-No seas tan desconfiado, soy yo: Antonio- Me dijo mi amigo.

-Pero tu estás muerto- Le dije yo, temiendo que alguien escuchara estas palabras que sólo podían sonar ridículas o desvariadas.

-Ven, ven y te cuento- Dijo con una naturalidad que sólo un muerto puede tener ante estas situaciones. Seguimos por el Malecón hacia el Coromuel, fuimos hasta un lugar cerca del cerro de la Calavera donde había unas enormes piedras y en las cuales de adolescentes nos sentábamos por las tardes a mirar la extensa ciudad y bahía de La Paz, a Antonio le atraía mucho el mar.

Haber muerto en el agua lo hacía depender de la lluvia de los chubascos, para regresar y andar en el mundo de los vivos. A veces incluso, aparecía si había una llovizna lo bastante fuerte. La primera vez que se le apareció a su madre, tuvo la delicadeza de que no fuera durante una tormenta, para que no se asustara demasiado pues doña Sofía era muy impresionable. Sin embargo tanto era el deseo de ver a su hijo, que se adaptó bastante bien a sus encuentros. De alguna manera, aunque descabelladamente, ella siempre lo había esperado.

Mantenía con su madre largas conversaciones, en las cuales ella lo regañaba como a un niño. A veces él simplemente hacía silencio y miraba como las manos de su madre iban y venían mientras tejía y recordaba en voz alta las cosas que Antonio hacía de pequeño. Sin embargo no había traspasado los límites de la muerte, lo hacía solamente para hablar con su madre. No era la soledad de su Madre, sino la venganza la que le había motivado a volver.

Me contó la manera exacta en que don Eustaquio lo había mandado matar. Aunque la fuerza de Jacinto Peralta bastó para aparecer por debajo del bote, jalarlo y ahogarlo, Don Eustaquio empujo su cuerpo hacia el mar con uno de los remos. Contra Peralta no tenía ningún rencor. Hubiera sido como detestar al perro que es entrenado para matar. La culpa, por supuesto es del dueño del perro. Y el dueño de Jacinto Peralta era don Eustaquio. Además, no le iba a perdonar nunca que arruinara a Beatriz Rodero su ex novia, que terminó prostituyéndose en Estados Unidos.

-Una prostituta de lujo, sí señor...- Dijo mirando a lo lejos, como si tratara de concentrarse en su odio hacia el viejo –De lujo... pero prostituta al fin-

Un muerto, por lo general, puede arrojar una piedra pero no puede tallarla. Los muertos que logran aparecerse mantienen comunicaciones muy rudimentarias. Antonio, sin embargo, no sólo había encontrado la forma de hacerse visible de manera permanente en el mundo de los vivos sino que incluso había logrado actuar sobre los objetos del mundo. Estas facultades las obtuvo a costa de un gran dolor, que es como se consiguen las cosas cuando uno está muerto, me dijo. El hecho de que don Eustaquio tuviera una tardía inclinación hacia la natación fue algo que favoreció sus planes.

Durante las lluvias de cada chubasco, en los ratos que no pasaba con su madre, andaba por los terrenos de los alrededores, cortando los troncos más jóvenes y finos. Cuidaba que fueran lo suficientemente resistentes para sus intenciones. Los cortaba, les sacaba todas las ramas y les hacía una filosa punta en uno de los extremos. Era un trabajo lento, intermitente y arduo. Sin embargo estaba tan confiado en su deseo de venganza que nunca le importó el tiempo. Fue durante una sequía que se alarmó. Temió que Don Eustaquio se muriera antes que ÉL PUDIERA MATARLO.
Cuando consideró que su trabajo había sido suficiente, colocó todas esas largas estacas bajo al agua, justo en la parte donde Don Eustaquio solía saltar al agua de la Bahía desde unas piedras. Se las ingenió para enterrarlas en el fondo, con la punta hacia arriba. Una tarde Don Eustaquio saltó desde las rocas y no volvió a la superficie. En vez de su cuerpo escupiendo agua apareció una mancha roja. Cuando bajaron, lo encontraron con tres de esas estacas clavadas en el cuerpo. Una de ellas le había deshecho el rostro. Antonio lamentaba que no fuera un día de lluvia para poder haber estado cerca y haberlo visto.

Era claro para todos que la muerte de Don Eustaquio había sido planeada y ejecutada con una saña sorprendente. Sin embargo no había ninguna pista sobre el posible asesino. Jacinto Peralta, por su parte, se apresuró a hacer una lista de posibles candidatos a responsables del homicidio, pero no dio con ninguno. Por primera vez, dio muestras de poder llevar una vida independiente, como cualquier otro hombre. Y para sorpresa de todos se quedó con los negocios del viejo y mandó matar a no menos de diez personas, entre los que estaban algunos competidores, dueños de tiendas –No eran tampoco buena gente- Dijo Antonio al citar los nombres, como si pretendiera decir que sólo fue un instrumento de la justicia, como si pretendiera garantizar que todo eso ocurrió porque lo determinó el destino, imparcial e incontenible, y no el antojo de un muerto.

Los días de lluvia de los ciclones, Antonio seguía visitando a su madre a quien le ocultaba que él había causado la muerte de Don Eustaquio, tanto como le ocultaba que el viejo había antes causado la suya. Doña Sofía, según me dijo, continuaba viviendo encerrada en la residencia. Jacinto Peralta también continuaba allí, de pura costumbre.

Recuerdo que nunca dudé de lo que ese día me contó Antonio. Pensé entonces que no podía existir ninguna razón para que un muerto mintiese. De hecho nunca se me había ocurrido que: PUDIERA HABER ALGO MÁS HONESTO QUE UN MUERTO. Esa había sido la imagen que me había formado en mi infancia a partir de los cuentos de mi abuela, que también convivió con más de un fallecido de su familia. Pero ahora, no lo sé. He encontrado varios indicios de que las cosas no ocurrieron como me contara Antonio en el malecón.

Ahora, ya no estoy muy seguro de nada. Desde que estoy muerto, desde que perdí la vida en un accidente de tránsito, en la carretera que va de Guadalajara a Chapala, de lo único que sí estoy seguro es que: NUNCA HAY QUE CONFIAR DE LO QUE DICEN LOS MUERTOS. YO YA NO CONFIO, NI EN MI.

miércoles, 11 de junio de 2008

CAÍDA AL ARROYO DE LA MUELA




El acontecimiento que terminó con la existencia de Jorge Murillo, solitario profesor universitario de la Universidad Autónoma de Baja California Sur en las cátedras de historia y música, y escritor frustrado, fue como el final siniestro de un cuento de hadas. Ese amanecer había una niebla densa y empalagosa sobre la carretera, que va de La Paz a Todos Santos, y cuando se disponía a cruzar en su coche por el puente, vio una sombría figura detenida enfrente, como esperando, contrastando con la imponente niebla que cubría paisaje y cielo por completo. No conducía muy deprisa, pero la fuerte impresión le hizo perder el control del vehículo que derrapó de un lado a otro como si estuviera sobre una bien urdida trampa resbaladiza de concreto y humedad.

La silueta era de una criatura muy alta y delgada, más alta que cualquier ser humano. No tenía cara, bajo su oscura capucha sólo había una oquedad negra y vacía. Pero Jorge sabía que lo observaba, sabía que ese mefistofélico ser estaba consciente de su presencia ahí. Y el miedo le heló la sangre ese fatídico enero de 2006.

No hubo más, el automóvil ingresó al puente sólo para salir despedido por uno de sus costados. La caída al arroyo de la Muela apenas duró dos segundos, en los que él recordó una vida pasada que no le pertenecía, como si fuera el casual espectador de un sueño ajeno.

Al instante del impacto, el poderoso estallido lo despertó en su cama. Agitado se incorporó. Sudaba a mares, y el silencio total en el que se encontraba lo inquietó hasta la cruel angustia. Seguía soñando, pensó. Era su dormitorio de niño, tal cual lo evocaba, era como retroceder veinticinco años hacia el pasado. Se levantó ansioso, preguntándose qué estaba sucediendo. Y al bajar tembloroso las escaleras, en pijama, y ver a su madre sentada a la mesa, la consternación lo fulminó y cayó desmayado al piso. Ella había fallecido hacía cinco años, y ahora estaba ahí, enfrente suyo, viva y mucho más joven de lo que la recordaba.

Le costó mucho entender esa elipsis extraordinaria en la que se hallaba, causada por algún mágico azar del destino, pero al fin, no sólo la aceptó, sino que también la agradeció. Era niño de nuevo, pero con inteligencia de adulto y, mejor aún, con los nítidos recuerdos de uno.

Se juró nunca revelar a nadie su fantástico secreto, y aprovechó la dádiva que Dios le concedía. Y desde ese momento el chico perezoso y común, casi mediocre, de la casa de los Murillo, se transformó en un estudiante brillante, superdotado, de personalidad avasalladora, de esos genios que nacen uno en cada siglo. Y pronto demostró que no sólo se quedaba en las aptitudes académicas; su ingenio, su inventiva, su arte, lo hicieron rico siendo todavía adolescente.

Soñaba que era un conocedor de la historia escrita del siguiente cuarto de siglo, se convertía en cantante y compositor, logrando colocar más de cien éxitos en la cima de las listas musicales de todo el orbe; luego como cineasta ganaba cuanto premio había y fue ensalzado a la altura de los maestros. Y en su labor de escritor su creación fue tan rica, vanguardista y admirable que tuvo el honroso reconocimiento de ser el más joven merecedor del Nobel de literatura. Pero su aporte de mayor significancia lo entregó como inventor, mejorando la calidad de vida de miles de millones de personas; cientos fueron las revolucionarias y lucrativas invenciones de su multinacional empresa, que cambiaron la cotidianidad y la economía de la época, radicalmente.

En su feliz fábula fue aclamado también el Nostradamus moderno, y se le veneró casi como a un profeta en todas las naciones civilizadas. Predijo con exactitud prodigiosa los acontecimientos más relevantes; las guerras, las epidemias, las grandes tragedias, los escándalos y las muertes de famosos, muchas veces, incluso, alterando los acontecimientos venideros con la revelación pública de sus presuntas visiones.

Así transcurrió el tiempo presuroso, haciendo de él el personaje de moda cada temporada. En el mundo no hubo periódico, revista ni programa televisivo o radial que no alabara su genio, ni conversación cotidiana que no clamara su nombre; fue realmente una leyenda viviente; la figura del milenio, para muchos más grande aun que el mismo Jesús. Pero con el arribo del nuevo siglo, a pesar de las insistentes protestas mundiales y de los suicidios colectivos de algunos devotos, anunció su retiro definitivo de la actividad pública. Se excusó arguyendo que ya había entregado demasiado a la humanidad, y a los treinta y ocho años se sentía exhausto. Sólo él sabía que se habían agotado sus anales, y, con ellos, su prodigio. Y se halló completamente solo a pesar de la inmensa fama, de su incalculable fortuna y de las cerca de mil mujeres que había poseído.

Meses después, ya en recogimiento, una mañana fría de noviembre el destino lo encontró, huyendo quién sabe de qué, en una lujosa habitación de un céntrico hotel de San Lucas, a setenta kilómetros del estrecho puente de sus recuerdos. No quiso levantarse ese jueves, y abrió los ojos sólo para descolgar el teléfono, tragarse dos valiums más y volverse a dormir. Su único acompañante, un felpudo gato gris, hizo lo propio a sus pies.

Al fin se despertó en la madrugada del siguiente día y torpemente salió del cuarto. Caminó descalzo y sin rumbo por un rato, hasta que se encontró sobre la suave alfombra de la sala de estar. Entonces levantó el auricular del teléfono para pedir algo de comer al servicio del hotel, pero no pudo comunicarse (recordó que la otra bocina estaba descolgada junto a la cama). Aunque creyó escuchar algo, y con el aparato pegado a su oído puso especial atención al ruido. Había un misterioso sonido acompasado y lento, que descifró después de unos instantes. Temeroso, dio media vuelta y miró hacia la puerta entreabierta de su alcoba. Vio al gato salir huyendo de ahí, dando un espeluznante maullido, en el justo momento en que la respiración del otro lado del receptor, en el interior del dormitorio, se hacía más vasta, más macabra, sobrehumana. El animal estaba engrifado, tal como si hubiera visto un fantasma, y se agazapó bajo un sillón con los ojos saliéndose de sus cuencas.

La puerta de la recámara se abrió lentamente llevándole un frío sideral a sus sentidos, y el auricular se deslizó por sus manos terminando en el suelo. Bajo el umbral, inclinándose para traspasarlo, se asomó eso que se había aparecido en la carretera exactamente hacía un cuarto de siglo atrás; eso alto, oscuro y siniestro… sin vida. El espectro, calmo caminó hacia él, casi flameando por la amplia habitación. Con un susto de muerte Jorge se derrumbó, quedando de rodillas en el piso, y luego, gimiendo apenas algún estéril rezo desesperado, agachó la cabeza con resignación. Había llegado el temido momento de pagar su deuda.

El lúgubre ser, en silencio y sin preámbulos, rechinando furioso unos dientes invisibles, levantó su hoz inmensa, reluciente a pesar de la penumbra dominante, y lo golpeó con rabia, con una cólera infinita, varias veces, con saña, con odio poderoso, cegando su vida, borrando su nombre, su cuerpo, su espíritu, pulverizando hasta la más mínima huella de su existencia en esa ficticia dimensión…

Jorge Murillo, solitario profesor universitario de historia y música, y escritor frustrado, fue hallado muerto bajo el puente de la Muela entre los fierros retorcidos de su automóvil. Su cuerpo fue reclamado a la morgue recién al octavo día de su fallecimiento, por su compañía de seguros, pues a más nadie le preocupaba su ausencia.

lunes, 9 de junio de 2008

UNA REUNIÓN SINDICAL


 
 
PREPARANDO LA REUNIÓN

A un costado de la puerta de la casona que se encuentra a una cuadra de la plazuela, frente a la Misión de Santa Rosa de Lima, sobre la calle de Dionisia Villarino, se leía una placa en bronce muy pulida, totalmente nueva que dice: “SINDICATO NACIONAL DE MELCOCHEROS Y PANOCHEROS DEL VALLE DE SANTA ROSA, A. C.”

Una tarde de verano llegaron dos amigos apurados para abrir y acomodar bien el salón principal de esa casona, porque ese día llegaba a la población el Licenciado Martínez López, que venía de la capital del país para firmar el protocolo, que daba legalidad a este nuevo sindicato, este Licenciado traía la representación del “Presidente Nacional de la industria de los confiteros y dulceros de todo el país”.

Uno de ellos, al que apodaban la carretilla por su enorme abdomen que traía al frente de su cuerpo, mirándole las pecas de la cara a su amigo el guayabo le dijo: -Buenas tardes Guayabo, no falta mucho para que empiece nuestra reunión-

El guayabo le contestó: -Buenas tardes Carretilla, no, estimo que unas dos horas, pero tenemos que esperar a que llegue el cuchibiriachi-

“CUCHIBIRIACHI” era el apodo que le acababan de poner al Lic. Martínez López que venía desde La Paz, adonde llegó por vía aérea desde la gran capital para darle legalidad al nuevo sindicato.

En eso llegaron: el bitachi sin alas, el Buchaca, y el Futa acompañados por doña chuma ellos saludaron a la carretilla y al guayabo, doña chuma les comentó, -Pasé por la casa de la Cochi con Tacones y me dijo que ya venían, que todavía no llegaba su marido, que había ido a La Paz a recoger al Licenciado Martínez López, pero ella ya estaba lista, la vi estrenando unas zapatillas que le mandaron de La Paz, no se como la soportan esos tacones tan delgaditos y ella tan gorda- El marido de la cochi con tacones era el flamante presidente del nuevo sindicato, a él lo conocían como el guarapo ya que era dueño del cañaveral y él les surtía de jugo de caña a todos los dulceros del valle, por eso lo pusieron de presidente, porque sin Guarapo no podía haber melcochas ni los demás dulces que se producían en esta bella ciudad de Todos Santos.

Siguieron llegando los miembros del nuevo “SINDICATO NACIONAL DE MELCOCHEROS Y PANOCHEROS DE LA REPUBLICA MEXICANA A. C.” y se fueron acomodando dentro del local, mientras en la entrada, la Panocha esposa de el Ferry iba acomodando los dulces, ates, y tamales en una mesa para que El Cuchibiriachi los pudiera probar y constatar que en ninguna otra Ciudad de México se producían tan ricos dulces regionales.

La base de todo dulce regional es el guarapo, o sea el jugo de caña que se exprime en unos pequeños molinos de mano, y que al ponerse al fuego se va convirtiendo en miel, en melcocha, en alfeñique, en panocha y cuando se mezcla con la pulpa de las frutas que crecen en el valle, y en ciertas cantidades, como lo dicen estos secretos de familia, hacen que este guarapo se convierta en estos exquisitos dulces regionales que tantas generaciones han disfrutado.

La Panocha ayudada por doña chuma fue colocando en la mesa con mucho cuidado los dulces: Una jarra con guarapo, enseguida unos alfeñiques junto a unas melcochas. Después en una charola puso unas arepas y unos chimangos. Acomodó unos cuadros de panocha sencilla y panocha de gajo. En unos platitos puso distintos tipos de ate: de mango (mangate), de guayaba (guayabate), de pitahaya (pitahayate), de papaya (papayate), luego unas empanadas de cajeta, de piña, de queso, de panocha (coyotas) que ahora se llaman coyotes. Enseguida colocó estos ates que traía dentro de hojas de maíz y que semejaban tamalitos junto a unas cocadas y a unos jamoncillos. Finalmente unos frascos con dulces de biznaga, de limón, de mango y de papaya llenos de miel en conserva.

Siguieron Llegando los miembros del Sindicato, todos elaboraban estos dulces regionales en sus casas. Ya estaban sentados: el dompe y el cachora junto con su hija la besucona quien no le quitaba los ojos al guagoya que se acababa de sentar junto al güero prieto. Llego El garbanzo acompañado de su esposa la talega cargando una gran cafetera llena de humeante café de calcetín, ellos eran dueños de un expendio de café a donde iban todos los habitantes de la población para surtirse del café que les llegaba de La Paz, para ponerse a hervir el agua y deleitarse con un cafecito mientras elaboraban sus dulces caseros.

Llegó la Cochi con tacones muy preocupada porque el guarapo no llegaba, venía acompañada por su comadre la machaca, quien le decía: -Ya comadre deje de preocuparse, ya no a de tardar mucho en llegar mi compadre con ese Cuchibiriachi, a lo mejor se detuvieron a refrescarse en el Perico Marinero de La Paz, o a comerse unos taquitos de pescado en el malecón-

-Eso es lo que me preocupa comadre, ya sabe lo destorotado que es mi viejo para manejar, cuando viene tomado, recuerde que ya lleva dos volcaduras en las curvas que están después del arroyo de la muela, la segunda vez me lo trajeron en la troca del gato pochi envuelto en una manta, parecía tamalito de ate de camote con piña- Dijo la cochi con tacones Todos soltaron la risa nada más de recordar al guarapo en el Centro de Salud, sobre todo el futa quien se acordaba que cameló a ese tamalito de ate de camote con piña, dejándose apapachar por la estufita la enfermera del Centro de Salud, a quien todos los dulceros querían tener en sus casas, para ser atendidos por ella, en lugar de sus esposas, cuando amanecían enfermos.

Siguieron llegando dulceros, el quelele y su esposa la mosca prieta, los dos hermanos a los que les decían los cuachas: el mayor el cuacha de vaca y el menor el cuacha de chiva, también llegó doña verijona y sus dos hijas las chiripientas, y los últimos en llegar del flamante grupo sindical fueron: serote de morcilla, la tetablanca junto con su esposo el menudo lavado y como siempre al final las tres hermanas gordas a las que apodaban las canachas.

Mientras esperaban que llegara el guarapo con el flamante Licenciado, se fueron formando grupitos unos cuantos por aquí, dos tres por allá, y mientras unos contaban charras alrededor del Guayabo y soltaban las carcajadas, otros cuchichiaban alrededor del cachora eso si, todos con una taza de café colado que les ofrecían la talega y el garbanzo.

En eso escucharon que se estacionaba la troca del gato pochi donde venían desde La Paz el guarapo quien escoltaba ceremonioso al Licenciado Martínez López todos ocuparon sus asientos mientras en la puerta eran recibidos por el guayabo a quien el presidente del nuevo sindicato había nombrado como el nuevo secretario y por la cochi con tacones esposa del proveedor de jugo de caña para todos los dulceros.

Antes de que el Licenciado entrara al salón donde ya estaban todos sentados, la panocha y doña chuma le comenzaron a dar probaditas de los dulces que estaban sobre la mesa, mientras el garbanzo y la talega le llenaban un gran pocillo de café de talega para el Licenciado.


COMIENZA LA REUNIÓN

Hizo su entrada el Licenciado Martínez López acompañado por el guarapo y el guayabo quienes se dirigieron hacia el estrado que estaba al fondo del salón y antes de sentarse, el presidente del “SINDICATO NACIONAL DE MELCOCHEROS Y PANOCHEROS DEL VALLE DE SANTA ROSA, A. C.” presentó al Licenciado Martínez López, todos prorrumpieron con un nutrido aplauso y gritos de “viva” “hurra” “yuju” y el clásico “u-u-u-u-u-u”

El Licenciado Martínez López se puso de pie, abrió los brazos como si fuera a ser el candidato para la Presidencia de la República, y sacando una carpeta de su portafolio, la abrió y sacando unos papeles previamente escritos comenzó su arenga: -Buenas tardes, compañeros, correligionarios, trabajadores del Dulce Regional, vengo en nombre de todos los Dulceros y Confiteros de nuestra amada República, para dar fe del nacimiento de su Sindicato, el cual los llevará por las grandes rutas del crecimiento, de la riqueza y prosperidad, producto del esfuerzo de ustedes los trabajadores, elaboradores de estos manjares. Ustedes serán la columna vertebral para que la macroeconomía de nuestro país crezca, para que México sea más próspero, de que comiencen a llegar esas monedas extranjeras que tanto necesita la Nación, los Dólares y los Euros, porque yo me encargaré de que toda su producción sea exportada al extranjero, ya que la humanidad entera necesita conocer de nuestra gastronomía dulcera, y ustedes serán la punta de lanza para exportar tan ricos productos, de los cuales doy fe, puesto que acabo de probar algunos de sus ates, los que encuentro muy superiores a los de Morelia de donde yo provengo, a los camotes de Puebla, a los mazapanes de Veracruz, a los chongos de Zamora, a los nanches de Yucatán, a los limones rellenos de Toluca, que tanta fama internacional tienen. En este instante ya estoy pensando en solicitarle al Presidente de la República, que antes de que termine su mandato, nos ayude, construyendo un aeropuerto Internacional para que vengan los aviones cargueros de todo el mundo para llevarse toda su producción pues necesitamos que sus productos salgan lo más rápido posible, también vi al entrar a esta hermosa población unas bodegas grandes para productos agrícolas, en unos momentos más vamos a hacer una colecta entre ustedes para poderlas comprar y en dichos galerones se almacenen sus productos, estos quedaran frente a la pista donde aterrizarán los cargueros. También les vengo a ofrecer el mejor conservador para sus productos regionales, éste lo fabrico yo en Morelia, con este producto químico, sus dulces tomaran un mejor sabor y durarán en los almacenes hasta un año, aquí traigo un documento para que todos ustedes me lo firmen, con este documento yo doy fe del nacimiento de su Sindicato y con él me comprometo para que ustedes queden protegidos, por la Unión Nacional de dulceros y confiteros de la República Mexicana A. C., y así no vendrá ningún oportunista queriendo hacerse de su producción, esta será manejada por ustedes y por la Asociación que yo represento, comercializare sus productos en el extranjero y desde allá les estaré enviando los Dólares y Euros que ustedes necesitan-

En voz baja, el dompe le dijo al bitachi sin alas –Uttta, este Cuchibiriachi si que ingó, está peor que aquel Pico de oro que vino hace muchos años a Todos Santos y nos prometió el oro y el moro”-

El Licenciado Martínez López continuó diciendo: -Hermanos dulceros del Valle de Santa Rosa, la Patria está agradecida y reconoce su decisión de organizar este nuevo Sindicato, el cual acatará todos los artículos de la Ley que rige a nuestra Unión y por lo cual hago entrega a su Presidente de un tanto del mismo, como ustedes verán, todos los artículos de esta ley los protegerá como la Constitución Mexicana nos protege a todos los ciudadanos de nuestro amado País, todas las instituciones de nuestra Patria, están echando en este momento las campanas de la libertad al aire, porque ustedes decidieron unirse en un Sindicato formal, y para esto también traigo otro documento para que lo firmen todos, donde aceptan unirse a la Unión de Sindicatos de trabajadores Mexicanos, dependiente de la confederación de todos los que trabajamos muy dignamente por el País. Le veo tanto futuro al Sindicato, y a su lucha laboral que más temprano que tarde, su presidente estará sentado en una silla de curul en San Lázaro. Y antes de continuar con mi programa personal que me trajo a esta ciudad, permítanme un respiro, y dejen preguntarles: ¿Porqué ustedes no se llaman por su verdadero nombre, sino que usan apodos? No me gustaría que a mi me endilgaran un apodo, yo debo de ser siempre para ustedes el Licenciado Martínez López-

En eso el carretilla levantando su mano y su voluminoso estómago se puso de pie para decirle: -No se preocupe Licenciado, Usted siempre será nuestro asesor y a un asesor nunca le ponemos apodo, sería muy feo que lo llamáramos cuchibiriachi como hacemos con todos los que vienen de fuera de nuestro Estado, Usted siempre tendrá todo nuestro respeto-

Enseguida se puso de pie el guarapo y dirigiéndose hacia el Licenciado le empezó a decir: -Mire Licenciado así como los caricaturistas trazan con unas cuantas líneas la imagen humorística de la persona a la que le hacen la caricatura, aquí con solo ponerle un apodo a algún vecino, damos a entender el carácter, tendencias, aficiones, debilidades o destrezas que éste tiene en su vida y normalmente el dueño del apodo termina por aceptar pacíficamente su sobrenombre, ya buscara Él, algún apodo para alguien que se cruce en su camino. Normalmente esto lo hacemos para entretenernos. Por ejemplo a mí, me dicen el guarapo y eso es porque soy dueño del más grande cañaveral de la zona y con un molino que tengo me dedico a sacarle jugo a todas las cañas y se los vendo a mis compañeros para que ellos hagan sus dulces-

Y en eso lo interrumpió su esposa la cochi con tacones para decir: -Y además es el más guapo del pueblo-

Que le pregunten a la estufita que abuso de él cuando estuvo en el centro de salud, pensó el futa a quien le decían así por el bello aroma que se desprendía de su cuerpo, porque en su casa no tenía agua y se bañaba una vez a la semana en una poza que estaba en el manantial de la huerta del Rinconcito.

El guarapo siguió explicando los apodos de los asistentes a la reunión –A ella le dicen la panocha porque eso es a lo que se dedica en su casa, a fabricar panochas o sea piloncillo como le dicen ustedes allá en el interior del País. Y a su marido le decimos el ferry porque no sale de Pichilingue, casi siempre se la pasa por allá, pues dice que va a recibir camiones, y nosotros le pedimos que lleve nuestros dulces, para que sean vendidos en la tienda del muelle. Al garbanzo” le decimos así porque es, el que nos vende el café de grano para nuestras casas, y a veces trae café de Chiapas, y otras veces nos trae garbanzos de Guanajuato y a su esposa le decimos la talega porque así a de traer los calzones, negros como el calcetín, donde nos hace el café que nos sirve en su cafetería. el quelele que es aquel de allá siempre se la pasa quejando, siempre dice que todo le duele, unas veces la cabeza, otras la espalda, o las piernas, o el estómago, o los callos y a su esposa le decimos la mosca prieta por el color de su piel, y porque siempre se viste de blanco-

-Señor Licenciado- Dijo muy ceremonioso el cachora poniéndose de pie –A mí me dicen así, porque me la paso sentado en la puerta de mi casa tomando el sol, mientras mi hija la besucona hace ruidos con la boca mientras fabrica los ates de guayaba, de mango y de papaya. Pero antes de que “El guarapo” le siga diciendo los significados de nuestros apodos, déjeme decirle que si le va a dar una curul de diputado en la cámara, al que pretende la presidencia de este Sindicato, pues yo también la quiero, es decir también yo quiero ser el presidente y he estado platicando con mis mejores amigos: los cuachas a el bitachi sin alas a doña verijona y a sus hijas las chiripientas al guagoya y al güero prieto al dompe y hasta el leguleyo que es el Licenciado de esta población, que en este momento viene entrando al salón, al que le doy la mas cordial bienvenida. Pásele compadre a lo barrido, dígale Usted a su compañero de profesión, que la ley me ampara a mí para ser el presidente del SINDICATO DE MELCOCHEROS Y PANOCHEROS DEL VALLE DE SANTA ROSA, A. C. que fue Usted el que me hizo el favor de redactar todos los documentos que dan fuerza y avalan a nuestra organización, y todos estamos de acuerdo en que sea yo el presidente, y nuestro amigo el guarapo no, súmense conmigo compañeros los que faltan para que sea yo los que los lleve al triunfo sindical-

En eso se levantó doña chuma y tomando unos tamales de guayaba y de mango se los aventó al cachora gritándole: -Siéntate cachora no seas traidor a nuestros acuerdos, no dividas al Sindicato, quedamos que nuestro presidente va a ser el guarapo y nadie más- y le dio con un tamalito de mango en la cara.

Al ver esto la besucona hija del cachora se levanto enojada y se dejó ir a la mesa y tomando una pieza de guayabate se lo dejo ir con fuerza a doña chuma se levantaron todos los asistentes a la toma de posesión del Sindicato y empezaron los gritos, y la lluvia de los dulces, volaban las arepas y las cocadas, los pambaches y las melcochas, iban y venía alfeñiques y coyotas, los jamoncillos y los chimangos no se quedaron quietos. el guarapo pedía calma a gritos, y el cachora gritaba –El presidente debo de ser yo- se volvió una batalla campal, todos contra todos, alguien tomo un vaso de café caliente y se lo aventó al Cuchibiriachi y le quemaron el brazo. Nadie supo quien tomó un frasco con unos limones en almíbar y le dieron con ella al guarapo y este se desmayó, la cochi con tacones gritaba –No sean así, ya le pegaron a mi viejo y esta desmayado-

El gato pochi y el leguleyo salieron corriendo del salón pues ellos no pertenecían al Sindicato.

FINAL FELIZ DE LA REUNIÓN SINDICAL

EL Cachora se agachó sobre el guarapo para reanimarlo, para que volviera en sí. Entonces todos se dejaron ir sobre el Licenciado Martínez López y lo comenzaron a agredir, sin golpearlo mucho, le destrozaron el saco y la camisa, lo sacaron de la casa a empujones y le comenzaron a gritar: Pico de oro, cuchibiriachi, boca de mero, viborón, chilango choyero, cara de sobaco de elefante, roñoso, abusador, mosca de serote y como veinte apodos más que ya no alcance a escuchar porque ya iban más allá de la salida de Todos Santos, empujándolo fuera de la ciudad.

Cuando todos los dulceros vieron que el mentado Licenciado agarró el camino para La Paz, y que se iba a pie, todo desgreñado, se regresaron contentos a su ciudad, y antes de entrar vieron un buen espacio para poner sus tiendas de venta de dulces, se pusieron de acuerdo para pedirle al Delegado que tramitara al ayuntamiento que los dejara instalarse ahí. Y desde entonces ahí encontramos a los dulceros de Todos Santos en santa armonía.

El guarapo sigue moliendo caña y entregándoles el jugo de caña a todos los dulceros. El cachora sigue sentado en la puerta de su casa tomando el sol, mientras La besucona no deja de hacer ruidos con la boca mientras fabrica sus ates de mango, de guayaba y de papaya y la estufita sigue alegrándoles el ojo a cada dulcero, cuando visitan el Centro de Salud.

Creo que es una mejor solución que el de crear el:

SINDICATO NACIONAL DE MELCOCHEROS Y PANOCHEROS    DEL VALLE DE SANTA ROSA, A. C.”

EL ARBOL DE LA NOCHE TRISTE


La gente de Mexcaltitán, pequeña población que está en medio de un lago del estado de Nayarit, dice que aquí iba a ser la ciudad de México, pero uno de los indios de sus antepasados espantó al águila que se había parado en ese viejo sabino que se encuentra a la salida de la población, y la mayoría de los Mexicas se dispusieron a seguir al águila, para ir a poblar ese lugar donde ella se posara sobre un nopal para devorarse a una serpiente.

Se encontraba el abuelo Gumersindo platicando con su nieto Ulogio:

-Si aquel indio tarugo no hubiera espantado al águila, imagínate todo lo que tuviéramos ahora: Cines, coches, fabricas, calles, edificios, estatuas y todas las cosa que hay en la capital-

-¡Pues si, pero no!-

-Y la Catedral, y la Basílica de Guadalupe-

-¡Que coraje!-

-Tendríamos también el Paseo de la Reforma, un lugar encantador que le ha servido a un buen amigo para hacer sus campamentos y que cuenta hasta con un Ángel y una estatua de los últimos Mexicas que se llamó Cuahutémoc. Y la avenida de los Insurgentes que es la más larga del mundo-

-¡Uta, que bonito!-

-Tendríamos la Alameda, el bosque de Chapultepec y el zócalo con el Palacio Nacional-

-¡Órale! ¿Con todo y presidente?-

-Claro, con todo y todo, ese es el chiste-

-¡Ah jijo! tonces no estaríamos tan fregados-

-Ni anduviéramos buscando planes Mérida con los gringos-

-Ay Tata, que indio tan tarugo, ¿cómo no se le ocurrió irse a calzonear a otro lado y no haber espantado al águila?-

-Pero eso si te digo, andaríamos a la greña con paros, marchas y plantones-

-Y nos estaríamos peleando por el petróleo, que ni se da aquí, ni se da allá-

Entonces Gumersindo invitó a su nieto a ir a la salida del pueblo para ver el árbol que ellos veían aterrorizados desde niños, procurando no acercarse pues sus padres se los prohibían pasar por ahí.

Cuando llegaron el viejo y su nieto cerca de donde se encontraba ese viejo sabino, creyeron escuchar una carcajada dentro del retorcido ramaje, a su alrededor había muchas latas de cerveza vacías, colillas de cigarros. En su tronco se veían grabados los nombres de muchos habitantes de la población, a punta de navaja. Ulogio creyó ver un letrero a un lado del árbol que decía:

“ESTE ES EL ÁRBOL DE LA NOCHE TRISTE
DONDE HERNÁN CORTÉS LLORÓ SU DERROTA”

sábado, 7 de junio de 2008

EL VIOLIN DE DON PASCASIO


Mi abuelo Paco era un hombre ya anciano cuando yo era aun niño. Fue un señor alto de pelo escaso, con una barba tupida y larga, ojos azules de mirada franca, su carácter muy alegre y platicador. Era muy bueno para caminar, con pasos largos recorría la labor de los ranchos que aun les quedaban a los Lavín.

Mi abuelo paterno murió por un accidente en un camino vecinal que iba del rancho Bucareli hacia el poblado de Dinamita. Al evocarlo vuelvo a ver como era mi pequeña ciudad de Lerdo con sus casas y bardas de adobe, las calles con acequias que regaban todas las huertas de la ciudad.

Entre los contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular, flaco y de ojos negros y brillantes, amante de la música. Cuando este anciano que se llamaba Pascasio era joven fue sacristán, sabía leer la Biblia y tocaba el violín, cantaba himnos religiosos. Vivía solo en un cuarto de adobe rodeado de higueras dentro de un pequeño huerto. La casa de Don Pascasio estaba cerca del río Nazas, así es que él iba muy seguido al río ara lavar sus ropas y él se bañaba en el mismo río.

Don Pascasio mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas de su puerta, vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba que hacía para mantenerse, el anciano le contestaba que con poca lucha le bastaba. Oír a mi abuelo el apodo que le puso a don Pascasio era una delicia: -Buenos días “Pocalucha” ¿cómo amaneció?- Le gritaba junto a la puerta y don Pascasio salía lleno de coraje a coger piedras y tirárselas a mi abuelo.

Dentro de la habitación de don Pascasio había una cama alta, hecha con dos bancos angostos y unas tablas, una mesa con una silla y colgando de una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde escapaba el humo de la leña que se quemaba en esta escueta estufa. En el patio se apilaban un sinfín de enseres, desde un viejo arado, muchos trastos y los aparejos del burro que encerraba en el machero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para cruzar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y cocinar su frugal comida.

La vida de este señor parecía rara, pero según, el decir de algunos vecinos, era un hombre con cultura, le gustaba leer libros arcaicos, sabía tocar el violín y el órgano de la iglesia así como muchos cánticos sagrados, los que a veces cantaba en latín. Era temeroso de que lo asaltaran, por eso en cuanto se metía el sol ya estaba dentro de su casa y no le abría a nadie.

Don Pascasio estaba lleno de misterio. En lo profundo de la noche se ponía a tocar el violín para ahuyentar al malo, al demonio, porque ese instrumento se tocaba en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.

Don Pascasio tendía su cuello nervudo y seco sobre la cazoleta del violín y con sus sarmentosas manos tocaba y tocaba, y parecía que en esos momentos su espíritu se liberaba con la música de aquel violín cuyas notas llenaban el aire nocturno a orillas del río Nazas.

Los vecinos ya estaban acostumbrados a oír a don Pascasio tocando su violín durante las noches; pero aun así se santiguaban temerosos sobre todo cuando escuchaban su voz, cantando himnos religiosos muy antiguos, en las sombras que preceden al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.

Después don Pascasio removía los rescoldos de las brasas para calentar su café y las tortillas para desayunar; después salía a darle agua al burro llevándolo al río y él se lavaba la cara y las manos. Mi abuelo le gritaba: -¡Cuidado pocalucha! Estás tan flaco, que la corriente te puede arrastrar hasta Torreón, jajaja..... y don Tacho le gritaba: -Viejo lenguón-

Un día mi abuelo me dijo al levantarme: -Anoche murió Pocalucha, que Dios lo haya perdonado.

Pasado algún tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido don Pascasio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo, escuchaban en la tranquilidad de la noche como salía la música de esa huerta, era como si una mano invisible bajara de la alcayata al violín y pulsándolo arrancara aquellos arpegios. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta y santiguándose apresuraban su paso para llegar pronto a sus casas, además los perros aullaban lastimeramente en esa horas de la noche.

Otros, los madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Pascacio se escuchaban cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos que decían: “Ya viene el alba, ya viene el día, daremos gracias, Ave María”

Hace mucho años que murió mi abuelo; pero yo cada vez que lo recuerdo me pregunto: ¿Qué sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Mucho tiempo después la gente se contaban unas a otras haber escuchado aquella música y aquellos himnos de alguien que vagaba por la huerta abandonada.

EL MITO DE SÍSIFO


-Tata, pasé por el patio de preparatoria del colegio y escuche a un maestro que le decía a su alumno del tercer semestre que tendría que repetir por octava vez su tarea, que tal parecía que estaba convertido en un Sísifo, y esto no lo entiendo, no se que cosa es Sísifo-

A lo que el abuelo se puso a explicarle a su nieto lo siguiente:

-Los dioses del Olimpo habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.

Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.

Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra.

Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.

Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia.¿ En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.
Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar.

Son nuestras noches de Getsemaní.

Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe.

Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: "A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. " ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. " Juzgo que todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado.

Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.

En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche.

El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amor no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre-

-Y dime ahora nieto: ¿Quieres ser como Sísifo?

LA PUERTA DEL CLOSET


Aquella voz susurrante y siniestra seguía pronunciando mi nombre invitándome a que cruzara el umbral dela puerta del closet, diciéndome: -Francisco, Francisco ven, Francisco entra- Sentía curiosidad, pero al pensar que no había nadie en mi casa aparte de mi, me asustaba, si me ocurría algo malo nadie oiría mis gritos pidiendo socorro, finalmente saber de quien era la voz me vencieron ¿Cómo es posible que alguien me llame desde mi closet y en mi propia casa? Me dije a mí mismo, aquello me parecía tan absurdo que dudaba que fuera real, pero de algo estaba seguro, que de un sueño tampoco se trataba.

Sin darle más vueltas al asunto abrí la puerta y me metí dentro del closet. Grité al ver como la puerta por donde yo había entrado se alejaba de mí rápidamente, pero no intenté en alcanzarla, pensé que encontraría otra salida si seguía hacia delante. Estaba alucinado, creía que mi closet no era tan grande, aquello era como caminar por un interminable pasillo, todo estaba en oscuridad total, no veía absolutamente nada y la voz que antes me agobiaba se calló en cuanto cruce el umbral.

Ya llevaba dos horas caminando sin para y sentía que no iba a ninguna parte e iba totalmente ciego, pensé que a esas horas mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, palpaba las paredes pero no lograba verlas. Pero fue entonces cuando apareció frente a mi una cegadora luz blanca salida de la nada y la extraña voz comenzó a hablarme de nuevo. –Por aquí- decía una y otra vez. Caminé sobre el suelo negro hacia la luz que a diferencia de la puerta del closet no se alejaba, la voz también provenía de la luz. Trapacé esa luminosidad y al hacerlo me llevé una grata sorpresa, aparecí en un precioso comedor adornado hasta la saciedad lleno de enorme cuadros, con retratos de personas que no conocía de nada. Había uno que me llamó mucho la atención por ser extremadamente desagradable, al menos para mi gusto, en él se podía contemplar una escena en la que un enorme diablo le sacaba las entrañas a un ángel. También había sillones hermosísimos, cabezas de animales disecadas y una infinidad de pequeños adornos, copas y demás objetos.

Entonces la voz me dijo: -Siéntate y ponte cómodo Francisco, mi eterno amigo-

Al fin supe de quien era esa voz, entre dos de los muchos lujosos sillones de aquel sitio se encontraba una puerta dorada de la que salió una especie de bufón, era este alto y delgado y con unas piernas muy largas que terminaban en unos pies desproporcionadamente grandes, andaba encorvado y su vestimenta llegaba a la ridiculez, sin duda un auténtico bufón, pero aun así su ropa parecía tener un enorme valor. Lo que más me llamó la atención de su cuerpo era su extraño y poco común rostro, parecía un hombre sacado de una serie de dibujos animados, poseía una larga nariz puntiaguda y una enorme boca que al sonreír dejaba ver unos afilados dientes.

-¿Quién diablos eres?- le pregunte.

-Soy tu nuevo amigo, tendrás que acostumbrarte a verme mucho por aquí, lo quieras o no muchacho, así que será mejor que nos llevemos bien- dijo soltando una estridente carcajada.

La cara con la que me miró no me gusto nada, fui fulminado por una mirada propia del demonio.

-¿Quién diablos eres?- Volví a preguntar, nunca lo hubiera hecho.

-Eres mi perro, mi mascota, eres tu Francisco mi esclavo- dijo el bufón cerrando la puerta dorada y antes de salir me dijo en un chillido: -Te quedarás en este closet para toda la eternidad, bienvenido al infierno.

EL BAUL MISTERIOSO


¿Qué tenía aquel misterioso, viejo, feo y grande baúl que se quedó en el mesón del Manglito?

Los habitantes de ese barrio de La Paz y que vivían allá a principios del siglo pasado, cuentan que en un terreno de la playa del Manglito existió un pequeño mesón, propiedad de doña Cuca Martínez, abuela de un pescador muy conocido en años recientes llamado Cipriano. A dicho mesón llegaban los arrieros que viajaban de La Paz a los minerales del Triunfo y San Antonio, llevando artículos de primera necesidad para las gentes de aquellos lugares y de regreso traían los minerales procesados en las minas.

Uno de esos arrieros llamado Juan Pablo Cruz, ya tenía más de diez años haciendo los viajes de ida y vuelta entre los pueblos mineros y la capital del estado, era dueño de una recua de cuatro mulas y dos burros con los que efectuaba su trabajo de carga.

Un día los vecinos del mesón vieron llegar muy de mañana a Juan Pablo quien además de traer los bultos acostumbrados traía un gran baúl muy grande y viejo, que estaba cerrado con un candado todo oxidado.

El cuarto donde se hospedaba el arriero cada vez que llegaba al barrio, quedaba al fondo del terreno del mesón, descargó el mineral de las mulas y los burros y bajó el gran baúl, metiéndolo en la habitación.

No faltó algún vecino curioso, que cuando Juan Pablo regresaba hacia el Triunfo, se asomaba por la ventana para ver el baúl y vio que de él salía una pequeña mujer que a veces vestía de blanco y otras veces vestía de negro.

Llegó el día en que el arriero ya no regresó a La Paz y doña Cuca para evitar problemas mandó tapias la puerta de la habitación del fondo de su mesón, con unas tablas clavadas al marco de la puerta. Pasó el tiempo, varios años y el arriero no regresó, por lo que la dueña del mesón decidió rentar de nuevo la habitación.

En eso, llegó procedente de Guaymas Sonora, un pescador que venía con todo y panga y pidió permiso para quedarse a pescar en la playa del barrio del Manglito, este pescador era exactamente igual que Juan Pablo el arriero, quien lo recordaba podía jurar que eran gemelos.
Doña Cuca le rentó el cuarto que estaba al fondo de su mesón a lo que el panguero desclavo las tablas que cerraban la puerta de entrada al cuarto, al entrar el pescador no vio ninguno de los muebles que la dueña del mesón le dijo que tenía esa habitación, solo había un gran baúl grande y feo en el centro de la habitación que estaba cerrado con un gran candado todo oxidado.

Con las tablas con las que estaba cerrada la puerta de entrada, el panguero construyó una masa, una cama y una silla. Puso el baúl en un rincón y ya por la noche se acostó a dormir. El panguero siempre usaba una mascada blanca, enredada al cuello igual a la que usaba el arriero.

Ya por la noche cuando su sueño era muy profundo, de repente se despertó porque estaba sufriendo un ataque, solo alcanzó a ver un pequeño bulto vestido de negro, del cual salían dos manos que apretaban con fuerza las puntas de la mascada. Luchó de manera desesperada y por fin se aflojó la mascada que le apretaba el cuello. Se levantó como pudo y sacó el viejo baúl al patio.

Muy de madrugada salió al patio, tomo el baúl y lo subió a su panga, encendió el motor fuera de borda y se encaminó a medio canal entre el malecón y el Mogote. Aventó el baúl al mar y regresó a la playa. Dejó su panga varada en la arena y se encaminó a la parroquia de nuestra Señora de Guadalupe, la que estaba apenas en construcción y entró a rezar un rosario.

Ese mismo día el panguero desapareció igual que el arriero, y del baúl nadie volvió a saber nada de él.