domingo, 31 de enero de 2016

EL SOBRIO Y EL TRAGÓN



Había en un lugar dos hombres de mucha edad, uno de gran sobriedad y el otro un gran tragón.

La mejor salud del mundo gozaba siempre el primero, estando de enero a enero
débil y enteco el segundo.

¿Por qué el tragón dijo un día, comiendo yo mucho más tú mucho más gordo estás? No lo comprendo, a fe mía.

Es le replicó el frugal y muy presente lo ten, porque yo digiero bien, porque tú digieres mal.

Haga de esto aplicación el pedante presumido si porque mucho ha leído cree tener instrucción, y siempre que a juzgar fuere la regla para sí tome:

No nutre lo que se come, sino lo que se digiere.

sábado, 30 de enero de 2016

EL ADIVINO



Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.

Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:

-¿Y qué me darás por mi trabajo?

-Un costal de harina y una libra de manteca.

-Está bien.

Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana.

Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol.

El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo:

-Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.

Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país. Por desgracia, ocurrió que al rey se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.

Entonces el rey mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así:

«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el rey y me expulsarán del país o mandará que me maten.»

Lo llevaron ante el rey, y éste le dijo:

-¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza.

Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:

-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano.

Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo.

El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al rey? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.»

El anillo del rey había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo:

-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al rey.

Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:

-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.

Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles:

-¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.»

-Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.

En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:

-¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.

El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:

-¡Oh amigos, también me ha reconocido!

Entonces el cocinero les propuso:

-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.

Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó:

-¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!

Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:

-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al rey. Aquí tienes el anillo.

-Bueno; por esta vez los perdono -contestó el adivino.

Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.

Por la mañana el rey, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:

-¿Has pensado bastante?

-Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha.

Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El rey recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín.

Cuando el rey paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.

-Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño.

El campesino se asustó y murmuró entre dientes:

-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del rey.

-¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el rey.

Y dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores. 

viernes, 29 de enero de 2016

EL GALLITO



Un viejo matrimonio era tan pobre que con gran frecuencia no tenía ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca.

Un día se fueron al bosque a recoger bellotas y traerlas a casa para tener con qué satisfacer su hambre.

Mientras comían, a la anciana se le cayó una bellota a la cueva de la cabaña; la bellota germinó y poco tiempo después asomaba una ramita por entre las tablas del suelo. La mujer lo notó y dijo a su marido:

-Oye, es menester que quites una tabla del piso para que la encina pueda seguir creciendo y, cuando sea grande, tengamos bellotas en casa sin necesidad de ir a buscarlas al bosque.

El anciano hizo un agujero en las tablas del suelo y el árbol siguió creciendo rápidamente hasta que llegó al techo. Entonces el viejo quitó el tejado y la encina siguió creciendo, creciendo, hasta que llegó al mismísimo cielo.

Habiéndose acabado las bellotas que habían traído del bosque, el anciano cogió un saco y empezó a subir por la encina; tanto subió, que al fin se encontró en el cielo. Llevaba ya un rato paseándose por allí cuando percibió un gallito de cresta de oro, al lado del cual se hallaban unas pequeñas muelas de molino.

Sin pararse a pensar más, el anciano cogió el gallo y las muelas y bajó por la encina a su cabaña. Una vez allí, dijo a su mujer:

-¡Oye, mi vieja! ¿Qué podríamos comer?

-Espera -le contestó ésta-; voy a ver cómo trabajan estas muelas.

Las cogió y se puso a hacer como que molía, y en el acto empezaron a salir flanes y pasteles en tal abundancia que no tenía tiempo de recogerlos. Los ancianos se pusieron muy contentos, y cenaron suculentamente.

Un día pasaba por allí un noble y entró en la cabaña.

-Buenos viejos, ¿no podrían darme algo de comer?

-¿Qué quieres que te demos? ¿Quieres flanes y pasteles? -le dijo la anciana.

Y tomando las muelas se puso a moler, y en seguida salieron en montón flanes y pastelillos.

El noble los comió y propuso a la mujer:

-Véndeme, abuelita, las muelas.

-No -le contestó ésta-; eso no puede ser.

Entonces el noble, envidioso del bien ajeno, le robó las muelas y se marchó.

Apenas los ancianos notaron el robo se entristecieron mucho y empezaron a lamentarse.

-Esperen -les dijo el Gallito-; volaré tras él y lo alcanzaré.

Echó a volar, llegó al palacio del noble, se sentó encima de la puerta y cantó desde allí:

-¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!

En cuanto oyó el noble el canto del gallo ordenó a sus servidores:

-¡Muchachos! ¡Cojan ese gallo y tírenlo al pozo!

Los criados cogieron al gallito y lo echaron al pozo; dentro de éste se le oyó decir:

-¡Pico, pico, bebe agua!

Y poco a poco se bebió toda el agua del pozo. En seguida voló otra vez al palacio del noble, se posó en el balcón y empezó a cantar:

-¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!

El noble, enfadado, ordenó al cocinero que metiese el gallo en el horno. Cogieron al gallito y lo echaron al horno encendido; pero una vez allí, empezó a decir:

-¡Pico, pico, vierte agua!

Y con el agua que vertió apagó toda la lumbre del horno.

Otra vez echó a volar, entró en el palacio del noble y cantó por tercera vez:

-¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste!

En aquel momento se encontraba el noble celebrando una fiesta con sus amigos, y éstos, al oír lo que cantaba el gallo, se precipitaron asustados fuera de la casa. El noble corrió tras ellos para tranquilizarlos y hacerlos volver, y el Gallito, aprovechando este momento en que quedó solo, cogió las muelas y se fue volando con ellas a la cabaña del anciano matrimonio, que se puso contentísimo y vivió en adelante muy feliz, sin que, gracias a las muelas, le faltase nunca qué comer.

jueves, 28 de enero de 2016

LO QUE EL REY GASPAR LLEVA DE REGALO



Los tres reyes han salido de sus palacios. Los tres son viejecitos. El rey Melchor es alto, con una barba blanca, con sus ojos azules, con sus anteojos de oro. El rey Baltasar es bajo, un tantico encorvado, con un bigote largo y una perilla más larga todavía.

El rey Gaspar no usa nada en la cara; va afeitado, pulcro, correcto, pero su nariz cae un poco en gancho sobre la boca, y en la comisura de sus labios hay algo como una sonrisa equívoca, inquietante, como una ironía vaga, desconsoladora. Yo os digo desde este instante, pequeños amigos míos, que no perdáis de vista a este viejecito....

Los tres reyes van caminando durante la noche por un camino largo; las estrellas brillan, serenas, rutilantes, en la bóveda negra; abajo, en la tierra, tal vez en la lejanía remota, se oye un grito perdido o se ve el resplandor incierto de una lucecita. Esta lucecita indica una ciudad. Los reyes han llegado ya a esta ciudad. Ya van a detenerse ante las casas; ya van a meter las manos en sus grandes arcases; ya van a dejar en los balcones sus dádivas ansiadas.

Pero los tres se detienen un momento antes de penetrar en la ciudad. Antes ya lo habréis oído contar-, estos reyes eran muy ricos y les ponían regalos a todos los niños de todas las casas, de todas las ciudades; pero el tiempo ha corrido mucho; las circunstancias han cambiado mucho para los reyes, y estos tres excelentes monarcas, a fuerza de prodigar sus dones, han venido a ver grandemente mermado su caudal. Quiero deciros que Gaspar, que Baltasar y que Melchor se ven todos los años en el terrible compromiso de no dejar sus recuerdos preciosos si no a tales o cuales niños que el azar les designa.

Los tres reyes se han detenido a las puertas de la ciudad. Melchor, el de la barba blanca y los ojos azules -no creáis a quien os lo pinta con la tez negra-, tiene delante de sí una gran arca, que él ha abierto para inspeccionar qué es lo que queda en ella. Baltasar, el de la perilla y el bigote -reíros de los que os lo representan de otro modo-, tiene también su arca, y en ella, con el mismo fin, ha hecho su recuento. Gaspar, pequeños amigos míos, no tiene arca, no tiene equipaje, no tiene ningún camello, ni caballo, ni asno en que llevar lo que ha de regalar a los niños, pero tiene una nariz un poco encorvada y unos labios que expresan una ironía suave, vaga, inquietadora.

Los tres reyes han hecho ya su arqueo y se disponen a entrar en la ciudad. Como van siendo ya pobres, ellos no llenan las cestas que hay en todos los balcones, si no que, según la comodidad o el capricho, dejan sus mercedes y regalos en unos -que son pocos- y pasan de largo ante otros -que son muchos-

He de decirles que, para que sean más los niños favorecidos, los tres reyes han convenido, no en donar los tres sus regalos a todos los niños elegidos, si no en que cada uno haga su donación a cada niño.

Y así, de tarde en tarde, Melchor se para delante de una casa y abre su arcón; luego deja en la ventana su dádiva. Lo que este rey de la barba blanca regala se llama: Inteligencia. Al cabo de un largo rato, Baltasar se detiene ante otra casa y mete la mano en su tesoro; después pone su dádiva en la ventana. Lo que este rey del bigote y de la perilla dona tiene por nombre: Bondad.

Y solo este histórico rey Gaspar, este rey de la nariz picuda y de los labios apretados, sólo este rey pasa, y pasa, y pasa ante los balcones y no se detiene si no ante uno, o dos, o tres de cada ciudad. Y ¿qué es lo que hace entonces el rey Gaspar? ¿Qué es lo que regala este rey? ¿Por qué es tan sórdido, tan avaro, tan riguroso en sus regalos? Todo el tesoro de este rey está en una diminuta caja de plata que él lleva en uno de los bolsillos de su levita -no olvidad que los reyes usan ahora levita-

Cuando Gaspar se detiene ante un balcón, allá, muy de tarde en tarde, él echa mano de su pequeña caja, la abre con cuidado y pone su donativo en el balcón. No es nada lo que ha puesto; es una cosa insignificante; es como humo que se disipa al menor viento; pero este niño favorecido con tal regalo gozará de él durante toda su vida y no se separarán de él ni la felicidad ni la alegría.

El rey Gaspar ha depositado ya su regalo. Sus ojos verdes -no os he dicho antes que eran verdes- brillan fosforescentes; su nariz parece que baja más sobre la boca, y en los labios se dibuja con más profundidad su ironía vaga.

Acérquense, pequeños amigos míos; yo les quiero decir lo que el rey Gaspar lleva en su caja. Sobre la tapa, con letras diminutas, pone: Ilusiones.

miércoles, 27 de enero de 2016

LA INTRÉPIDA AVENTURERA





-¡Ana, a comer! Gritó la madre con desesperación y un punto de irritación. ¡Ana, ven aquí inmediatamente!

Una chiquilla pecosa corría sin parar, yendo de aquí para allá, cazando animales salvajes que se escondían tras las piedras en el jardín. Tenía una estrategia que no le fallaba casi nunca: se acercaba silenciosamente, cual felino acechando su presa. No quería asustar a los monstruos malignos, quería cazarlos in fraganti. Iba acercándose poco a poco, poco a poco, en un movimiento apenas perceptible. A veces tenía que atravesar ríos caudalosos que se interponían a su paso; sin embargo, nada detenía a esta intrépida aventurera. No importa los medios que tuviera que utilizar para conseguir su propósito: palos que se convertían inmediatamente en canoas, piedrecitas que servían para crear puentes y comunicar así las dos orillas del territorio salvaje...

-¡A comer!, gritó la madre de nuevo. ¿Vienes o voy a por ti?

¡La intrépida aventurera había descubierto la guarida de los animales salvajes! Ni el ejército de soldados, ni la guardia personal de la reina habían conseguido detenerla. Allí estaba, toda poderosa: las hormigas intentaban huir despavoridas en todas direcciones. Algunas abandonaban sus preciados tesoros, aquellos que habían llevado hasta las puertas del hormiguero con gran esfuerzo.

Ana dio un grito de satisfacción: ¡Aquí estáis bestias salvajes! ¿Pensabais que podíais escapar de mí...? Pero bueno, no temáis. Os voy a dar una prueba de mi poder y mi bondad. Trabajaréis para mí y juntos salvaremos el mundo de los malvados. Embarcaréis en  grandes barcos y surcaréis los ríos hasta alcanzar el mar...

-¡Ana! ¡Deja de jugar en los charcos y ven a comer inmediatamente!

-¡Ya voy mamá!

Ana se levantó y salió corriendo hacia la casa. Su madre la esperaba en la puerta con las manos apoyadas en la cintura y la niña sabía que esa era la señal de alarma.

-¿Cuántas veces tengo que llamarte para que vengas?. Ya sabes que no me gusta que juegues en los charcos, te pones perdida. Siempre pasa lo mismo cuando llueve. ¡Mira cómo vienes!. Lávate las manos inmediatamente.

- Si mamá...  Pequeñas bestias salvajes, no cantéis victoria. ¡Volveré con provisiones, conquistaremos nuevos horizontes y acabaremos con los malvados! Pensaba Ana mientras entraba en la casa presta a cumplir las órdenes del general al mando, su madre...

martes, 26 de enero de 2016

EL REINO DE LAS COSQUILLAS



Todo era alegría y excitación aquel día en el Reino. Nadie escapaba a ese sentimiento de regocijo y honda emoción que hacía latir con descompasado golpeteo todos y cada uno de los corazones de los habitantes del hasta ahora conocido como el Reino de la Princesa Triste.

-¿Qué sucede?, preguntaba un recién llegado que se regalaba la vista con las idas y venidas de las más preciosas doncellas que jamás hubiera visto, todas exultantes de alegría, riendo sin parar y cuyos pequeños piececitos aceleraban el paso cuando el desconocido posaba su mirada en ellas.

-¿Qué sucede, qué sucede?, repitió en esta ocasión agarrando del brazo a un anciano que en ese momento también corría, a su manera, intentando zafarse del molesto inquisidor.

-¡Ven a Palacio y lo verás con tus propios ojos!, le contestó.

El Rey, un venerable anciano, había perdido a su esposa hacía ya 20 años, cuando, ésta, al dar a luz a una preciosa niña, había muerto en el alumbramiento. El monarca, profundamente enamorado de la reina, había dedicado desde entonces su vida al cuidado de su reino y de su queridísima hija. Sin embargo, desde hacía muchos años, se enfrentaba a un problema al que no encontraba solución posible: la Princesa languidecía de tristeza. Su padre intentaba con todos los medios posibles a su alcance, hacer que su preciosa niña fuera feliz; sin embargo, la Princesa no reía, no sonreía jamás, y esto entristecía terriblemente a su adorado padre que había utilizado todas las estrategias posibles, hasta las  más inverosímiles, para hacer que la princesita sonriera al menos una vez.

-¡Si al menos mi dulce niña sonriera una vez, sólo una vez para así endulzar mis últimos día...!, suspiraba el monarca.

Sus tristes ojos verdes miraban el mundo con indiferencia y desinterés. Sin energía y desmotivada, pasaba los días encerrada en su habitación. Echada en la cama lloraba y suspiraba sin cesar. No quería ver a nadie, ni siquiera a sus mejores amigas.

El Rey estaba desesperado, temeroso de perder a su hija si la situación no mejoraba.

Un día que se encontraba más abatido que de costumbre, sentado al lado de la ventana abierta que daba al jardín, la cabeza apoyada en sus manos, triste, resignado a su mala suerte, el corazón desgarrado por la tristeza de su adorada hija,... un sonido angelical llegó a sus oídos: ¡un ruiseñor cantaba su amor al mundo entero!. Abrió sus ojos, levantó la cabeza y miró a través de la ventana a ese pequeño ser maravilloso que producía un sonido mágico que era como una caricia para su cansado corazón.

Entonces comprendió de repente. Una luz de esperanza se abría paso en la oscuridad. Ahora sabía como hacer que la risa iluminara la cara de su niña: ¡Organizaría una fiesta! Una espléndida fiesta donde todo el mundo podría intentar hacer que Ella volviera a la vida, utilizando todos los medios posibles sin restricción alguna. Todo estaba permitido para alcanzar el objetivo que no era sino “¡Hacer que la Princesa riera!”.

Las órdenes oportunas fueron cursadas con celeridad. La idea fue acogida con júbilo por los cortesanos. La fecha para el evento fue fijada inmediatamente, y toda la corte se puso a trabajar en los preparativos de forma tal que, una vez que todo hubo estado organizado, no había alma que durmiera por la noche cavilando estrategias y más estrategias para hacer reír a la Princesa. Por las noches se podía “oír” pensar y trabajar los cerebros de todos los habitantes del reino.

El tan deseado día llegó al fin. La multitud se arremolinaba a las afueras de Palacio, que estaba repleto de cortesanos ataviados con sus mejores galas para la ocasión.

El Rey estaba sentado en su trono. La Princesa a su lado, con los ojos rojos como de haber estado llorando toda la noche. Sin embargo, estaba preciosa. El vestido de seda color turquesa resaltaba sus bellos y tristes ojos azul cielo. Los bucles de cabello rubio caían en cascada sobre sus hombros. Los labios rojos que antaño hablaran, cantaran, acariciaran, besaran... ahora permanecían inmóviles, faltos de expresión. La figura frágil, femenina, y el cuello de cisne... ¡una diosa!

La fiesta comenzó. Los participantes, algunos de los cuales eran Príncipes y caballeros de alta alcurnia que venían de países lejanos, comenzaron a desfilar anunciados por el estruendo de las trompetas. Utilizaban todos los recursos posibles para provocar la risa de la Princesa o, al menos, una leve sonrisa.

Uno cantó...

Otro bailó...

Otro contó historias graciosas..

Otro realizó increíbles saltos acrobáticos...

Otro realizó juegos de magia que embelesaron a todos los allí presentes...

Todo fue en vano. La Princesa miraba lo que sucedía con sus bellos ojos que reflejaban una mirada fija, vacía, ausente, inexpresiva, sin vida.

Con el paso del tiempo y el transcurrir de los participantes, algunos de los cuales eran excepcionales en sus ejecuciones, el Rey iba perdiendo la esperanza. La fiesta llegaba a su fin. El anciano monarca, ya completamente abatido, dio la orden al último participante para que procediera.

El último participante, que no era sino el joven extranjero que aguardaba pacientemente para ver a la Princesa triste, avanzó con paso firme y decidido entre la multitud. Los semblantes de los súbditos, que antes reflejaban alegría, esperanza, regocijo..., ahora mostraban decepción y tristeza.

-¡Éste es el último, éste es el último!, se decían los unos a los otros.

El joven, ataviado con ropas simples, parecía venir de tierras lejanas y haber hecho un largo viaje. Nada denotaba en él una buena cuna. Tan simple era su atuendo que algunos de los que se apartaban para dejarlo pasar cuchicheaban entre sí:

-Mira... ¡Qué pinta! ¡Al menos debía haber cuidado un poco su indumentaria si lo que pretende es agradar a nuestra Princesa!

Sin embargo, él avanzó con paso seguro, firme.

Al fin llegó ante la Princesa.

El Rey dijo: “Procede...”

El joven habló: “Majestad, ¿puedo acercarme a la Princesa?”

-“Puedes...”, dijo el Rey que ya había perdido toda esperanza y que sólo esperaba que acabara el acto para que así su hija pudiera retirarse a descansar a sus aposentos.

El joven se acercó a la Princesa:

-Señora, le dijo, ¿podría usted descalzarse por favor?

Ante esta impertinencia, la Princesa lo miró extrañada. El Rey se levantó de su trono dispuesto a dar las órdenes oportunas para que se llevaran al osado extranjero de su presencia. Sin embargo, lo miró a los ojos, y vio en ellos una dulzura inmensa que le suplicaban le dejara continuar. Así lo hizo, se volvió a sentar y dejó que el extraño caballero continuara.

La Princesa accedió a la petición y se descalzó. Entonces el joven sacó una pluma azul del bolsillo de su pantalón, una pluma que se expandió creciendo mágicamente hasta adquirir unas proporciones considerables, y despacio, muy despacio la acercó a la planta del pie de la joven diciendo “¡tickle tickle tickle!”. La Princesa dio un grito que hizo que los guardias reales empuñaran sus armas alarmados. Hubo un revuelo generalizado en la gran sala. 

Nadie sabía lo que sucedía. Acto seguido el silencio expectante, sepulcral, y de nuevo otros grititos, pero esta vez más seguidos, más agudos y al fin una gran risotada.

-¿Qué sucede?, ¿Qué sucede? Se preguntaban todos.

Y entonces todos comprendieron. ¡La Princesa se estaba riendo! ¡Y qué risa! Una risa contagiosa que hizo que todos, a su vez, empezaran a reír y reír y reír, hasta que nadie, ni uno solo, podían retener las carcajadas.

El Rey, una vez se hubo calmado un poco, quiso saber quién era ese apuesto extranjero que había conseguido el milagro.

-Majestad, dijo, vengo de unas tierras lejanas en las que ejercía como médico. Mi especialidad es la curación mediante las cosquillas.

-Luego... ¿no es magia lo que acabas de hacer?- preguntó el monarca

-No Majestad, ¡es ciencia!

-Quiero cumplir la promesa que hice de conceder la mano de mi hija a quien la hiciera reír. Ahora, veo que eres un joven culto y atento. Si mi hija y tú estáis de acuerdo, en este preciso momento te concedo su mano- dijo el Rey.

Los dos jóvenes se miraron y no hubo la menor duda: sus ojos hablaron por ellos, no hubo necesidad de palabras. La bella Princesa había encontrado el amor en aquel joven galante, apuesto, y que le había devuelto la vida que creía perdida para siempre.

Los preparativos para la boda comenzaron.

Los preparativos fueron hechos con celeridad ya que los Príncipes no podían esperar ni un día más para desposarse. La ceremonia de casamiento se realizó a la semana siguiente.

La Princesa Risueña, su esposo el doctor,  y su padre el Rey, se convirtieron en el paradigma de la familia feliz. El reino fue desde entonces conocido en el mundo entero como “el Reino de las Cosquillas”, o “Ticklekingdom”, como lo denominaba el Príncipe, que hablaba muchas lenguas entre ellas una muy extraña llamada Inglés.

El Príncipe fue desde entonces no sólo el esposo de la Princesa, sino “el Doctor Real”, que curaba a los pacientes con dosis de cosquillas que debían ser administradas, según prescripción facultativa, mañana, tarde y noche.

El reloj de Palacio marcaba la hora a la que, cada mañana, y como medida de prevención, cada súbdito debía hacer cosquillas a su pareja, para así asegurar la salud del Reino. Para aquellos casos en los que las personas vivieran solas y no  tuvieran a nadie que los despertara por la mañana con su dosis de cosquillas, había un grupo de médicos o “Tickle Doctors”, como se llamaban en la jerga profesional del Príncipe, que acudían cada mañana con una colección asombrosa de plumas, de los más vistosos colores y texturas maravillosas, visitando casa por casa a los solitarios necesitados.

Los Príncipes fueron felices, el Monarca fue el hombre más feliz de la tierra, y los súbditos los más risueños y sanos que en reino alguno pudieran encontrarse.

El doctor Tickle, otrora denostado por su pobre atuendo, fue el Príncipe más amado de la tierra: recibió el cariño, el respeto y el agradecimiento de todos.

viernes, 22 de enero de 2016

EL TIGRE NEGRO Y EL VENADO BLANCO



El tigre negro, el más feroz y vigoroso de los animales de la selva, buscaba un lugar para construir su casa y lo encontró junto a un río.

Al venado blanco, el más tímido y frágil de los animales de la selva, le pasó cosa igual. Eligieron el mismo lugar: un hermoso sitio, sombreado de árboles y con abundante agua.

Al día siguiente, antes de que saliera el sol, el venado blanco abatió el herbazal y cortó los árboles. Después marchóse y llegó el tigre negro que, al ver tales aprestos, exclamó:

—Es Tupa, el dios de la selva que ha venido a ayudarme…

Y se puso a trabajar con los árboles cortados.

Cuando el venado blanco llegó al día siguiente, exclamó a su vez:

—¡Qué bueno es Tupa: ha venido a ayudarme!...

Lo echó de la casa, la dividió en dos habitaciones y se instaló en una de ellas.

Cuando llegó el tigre negro y vio la casa terminada, creyó que ello era obra de Tupa y se instaló en la otra habitación.

Pero al día siguiente se encontraron al salir, comprendiendo entonces lo ocurrido. El venado blanco dijo:

—Ha de ser Tupa quien ha dispuesto que vivamos juntos. ¿Quieres que vivamos juntos?
El tigre negro aceptó:

—Sí, vivamos juntos. Hoy iré yo a buscar la comida y mañana irás tú…

Se fue por el bosque y regresó a la media noche, cargando un venado rojo, que arrojó ante su socio diciéndole:

—Toma: haz la comida.

El venado blanco, temblando de miedo y de horror, preparó la comida, pero no probó ni un bocado de ella. Todavía más: ni siquiera durmió en toda la noche. Temía que su feroz compañero sintiera hambre.

Al día siguiente le tocó al venado blanco buscar la comida y se fue por el bosque. ¿Qué haría? Encontró un tigre dormido, un tigre más grande que su compañero, e imaginó un plan. Buscó al oso hormiguero, que es muy forzudo, y le dijo:

—Allí hay un tigre dormido. Estaba diciendo que tú no tienes fuerza…

El oso hormiguero fue calladamente hacia el tigre, lo apretó entre sus poderosos brazos y lo ahogó.

El venado blanco arrastró el tigre muerto hasta la casa y dijo, poniéndolo ante los pies del tigre negro, despreciativamente:

—Toma, come: eso es lo poco que pude encontrar…

El tigre negro no dijo nada, pero se quedó lleno de recelo. No comió nada tampoco. En la noche no durmió ninguno de los dos.

El venado blanco esperaba la venganza del tigre negro y éste temía ser muerto como lo había sido otro tigre mayor.

Ya de día, ambos se caían de sueño. La cabeza del venado blanco golpeó la pared que separaba las habitaciones.

El tigre negro creyó que su compañero iba a atacarlo y echóse a correr. Pero hizo ruido con sus garras y creyendo el venado blanco igual cosa del otro, salió también precipitadamente.

Y la casa quedó abandonada…

jueves, 21 de enero de 2016

LA VUELTA AL MUNDO



Hacía muchos años que Francisco, un hortelano que vivía con algún desahogo cultivando con esmero coles, berzas, ensalada y otras verduras, había abandonado por completo un pozo que había en uno de los rincones de la huerta; y de él prescindió porque casi desapareció el agua, que antes había sido muy abundante, muy buena y muy cristalina. Pero como en este mundo todo cambia, también cambió de dirección el manantial. En vez de tomar hacia la derecha, se fue hacia la izquierda, y el resultado fue quedarse el pozo sin agua. Es decir, no se vio privado del todo de ella, pues gracias a algunas filtraciones, nunca llegó a quedar seco; pero el agua era tan escasa, que el hortelano no pudo aprovecharla. En cambio Francisco y sus hijos convirtieron el brocal del pozo en depósito de todo lo inservible. Si se rompía un puchero, al brocal iba a parar; los tronchos de col allí quedaban; en una palabra, todo lo inútil.

Hubo quien sacó provecho del olvido del hortelano. Se apoderaron de la superficie del agua esos insectos que tienen el privilegio de caminar por encima de ella, ofreciendo a sus delgadas patas un apoyo tan sólido como al corcel el más firme apisonado. En el fondo vivían algunas sabandijas con suma tranquilidad, pues no les molestaba la cuba al bajar acompañada del chirrido de la polea; y en las negras y húmedas paredes había establecido su morada una limaza. Este animalucho tenía la costumbre de dar algunos paseos y a veces se acercaba al fondo del pozo. Al verle, los insectos que por la superficie corrían se alejaban prudentemente y como si tuvieran alas, a manera de buque empujado por la tempestad. La limaza les seguía con la vista y se decía:

-¡Cómo me temen!

Teniendo delante un espejo, se cae en la tentación de mirarse. En ella caía la limaza; y al ver reflejada su imagen en las aguas y al compararse con los insectos de la superficie y con las sabandijas del fondo, murmuraba:

-¡Qué diferencia entre ellos y yo! Juntando todos los insectos, no llegan a la mitad de mi volumen.

Por este estilo discurría, y como no había quién la contradijera, llegó a deducir que era fuerte, que era bella, que era temible y no sabemos cuántas otras cosas, pues el vanidoso suele no hallar límites cuando la presunción le empuja.

A lo dicho hemos de añadir que las ventanas de la escuela del pueblo daban a la huerta y que la limaza oía las explicaciones del señor maestro; y a fuerza de repetir éste las descripciones geográficas, sacó un alumno aprovechado, del cual no tenía noticia; y este alumno no era otro que la limaza.

¡Lo que son las cosas! Tanto oyó hablar de mares y ríos y países lejanos y de las bellezas de la naturaleza, que la limaza resolvió dar la vuelta al mundo; y como los preparativos eran para ella muy sencillos, pues con poner en movimiento su cuerpo todo estaba listo sin necesidad de maleta ni dinero, echó a andar; mejor dicho, comenzó a arrastrarse, describiendo círculos alrededor del pozo, pero siempre subiendo, pareciéndole que éste era el camino más corto. Como lo único que en realidad hacía era moverse y fatigarse perdiendo el tiempo y gastando inútilmente sus fuerzas, empleó veinte días en llegar al brocal; y una vez hubo movido a derecha e izquierda los dos tentáculos en los que tienen los ojos los animales de su especie, se dijo muy satisfecha que otro hubiera necesitado triple tiempo para llegar a donde ella; y se dijo triple, porque no le bastaba en todas las cosas doblar a los demás seres, pues cuando menos quería triplicarles.

Después de haber tomado algún descanso, calculó el efecto que su presencia había de producir en el mundo. Pero ¿dónde está el mundo? se preguntó la limaza. Volvió a mirar, y como de las explicaciones del señor maestro había sacado en limpio o en turbio que el mundo era redondo, al ver que lo era el pozo, convenciose de que, dando la vuelta al brocal, daba la vuelta al mundo.

Ya reposada, arrastrose de nuevo. La noche anterior había llovido y se había llenado de agua la juntura de dos ladrillos. La limaza creyó hallarse ante el Tajo, cuya corriente había ponderado el maestro, admiró el caudaloso río, y al pasarlo convenciose de que era un animal privilegiado, pues su cuerpo llegó a la opuesta orilla cuando aún se apoyaba en la otra.

-¡Oh río, tan abundante en aguas como en profundidad! exclamó; ¿qué eres si conmigo te comparas?

Poco después halló un hoyuelo formado por la falta de un ladrillo, y como también estuviese lleno de agua, tomole por el Atlántico. Algunos segundos se entretuvo en su contemplación y convirtió en poderosos y veleros buques varios fragmentos de hojas de perejil que en el agua había. Dejó atrás el hoyo, pensando que las cosas están en relación con la importancia del que las mira, pues el Océano, tan temible para los hombres, era para ella un juguete, como lo probaba el haberlo atravesado en pocos instantes, en vez de los muchos días que en igual tarea empleaba un vapor. Una vez hubo pasado el Atlántico exclamó:

-¡Ya estoy en América!

Se hallaba al lado de un troncho de col; y como el sol desapareciese en el horizonte, puso fin la limaza a la primera parte de su viaje de circunnavegación.

Con el alba despertó la limaza, y al mirar el troncho de col creyó encontrarse a la entrada de uno de aquellos bosques vírgenes de América y pensó que el señor maestro no había exagerado al ponderar la esplendidez de la vegetación americana, pues nunca había visto cosa semejante. Los ladrillos tomados de moho, pareciéronle las inmensas praderas de la América del Norte; y como su presencia turbase la tranquilidad de varios de esos bichos que en los parajes húmedos habitan, creyó que eran rebaños de búfalos. Más allá había un tiesto por entre cuyas rendijas se escapaban gotas de agua. Detúvose la limaza y exclamó:
-¡Éstas deben ser las cataratas del Niágara! ¡Oh portento de la naturaleza, jamás igualado!
Un mosquito pasó zumbando por encima del descalabrado tiesto, y la limaza murmuró:

-Águila es este pájaro que por encima del Niágara vuela, sin que le imponga pavor tan asombroso salto de agua. Sólo yo y el águila somos capaces de tanta intrepidez.

Encogió su cuerpo, lo estiró y siguió su viaje, que interrumpió un agujereado puchero puesto boca abajo, que después de haber estado convertido por espacio de muchos años en nido de gorriones, había ido a parar allí porque ya ni para tal uso servía. Al considerar su elevación, se dijo que aquello debía ser la cordillera de los Andes, y al recordar que los Andes estaban en la América meridional, acabó de formarse extraordinario concepto de sí misma, pues en pocas horas se había trasladado del Niágara a los Andes, tan distantes para los hombres y tan cercanos para la limaza. Resolvió pasar la noche al pie de la cordillera y así lo hizo.

Al amanecer del siguiente día comenzó la exploración de los Andes, o sea del puchero, y al llegar a la cima vio algunas manchas, resto de la capa de cal que antes tenía para inspirar confianza a los gorriones; y recordando las explicaciones del señor maestro, se dijo que estaba en el elevado cono de Cuptona, siempre nevado y cuya altura es de 10,500 pies. El agujero por donde antes se metían los pájaros llamole extraordinariamente la atención y supuso que debía ser el cráter de algún apagado volcán; y como en esto el aire moviese el puchero, que no tenía sólido asiento, creyó que había comenzado un terremoto; temió que el volcán fuese a arder; el miedo le hizo perder el tino, y tratando de escapar, cayó en el interior del puchero por uno de los boquetes que en él habían abierto las pedradas. El batacazo no fue cosa, pero necesitó algunos segundos para reponerse, y al lograrlo pensó que se hallaba en las entrañas de la tierra. No estaba sola, pues allí tenía su refugio un enjambre de orugas que con los vaivenes del puchero se agitaron moviéndose en todas direcciones. En monstruos antidiluvianos les convirtió la limaza, que de sí misma espantose al ver que a ellos espantaba. En esto entró un moscardón, que comenzó a revolotear zumbando; y no supo qué clase de animal era aquél, superior al mosquito, que había tomado por águila. El moscardón se enredó en la tela de una araña, que hacia él extendió sus largas y vellosas patas, avanzando su asqueroso cuerpo. La víctima agitose creciendo en intensidad el zumbido. La araña procuró sujetarla con sus patas, y cuando estaba a punto de lograrlo, el viento volvió a agitar el puchero; balanceose la araña, logró desasirse el moscardón y huyó. Buscó escape la limaza en medio del débil susurro del aire, que para ella era rugido de deshecha tempestad; y al salir del centro de la tierra recordó los tremebundos espectáculos que había presenciado, y entre ellos la lucha de aquellas bestias fieras, por los nacidos no imaginada; de todo lo cual dedujo que otra que no fuera ella hubiera muerto del batacazo, o comida de aquellos monstruos o bien del susto; siendo el haber salido ilesa señal evidente de que ni en fiereza, ni en fuerza, ni en resistencia, a ella podrían compararse ni siquiera los animales antediluvianos.

Las emociones habían sido tantas, que la limaza creyó conveniente descansar.

En su cuarta jornada vio unas piedrecitas que apenas mojaba la humedad que aún conservaba el ladrillo en que las había puesto el hijo del hortelano.

-Estoy en la Oceanía, pensó la limaza.

Atravesó la Oceanía; y como en aquella parte del brocal faltasen los ladrillos y creciese la yerba, quedose parada delante de lo que para ella eran espesos bosques, y algo perpleja, pues no sabía si se hallaba en Asia o en África. Al arrastrar su cuerpo por aquel continente, vio una hormiga, y la limaza se detuvo exclamando:

-¡Un león!

El león, o sea la hormiga, iba y venía buscando una salida, y la limaza se dijo que debía tener la calentura. Al compararse con la hormiga, preguntóse qué era ella si el león era el rey de las selvas. Y mientras así discurría, vio avanzar con torpes movimientos un escarabajo.

-Éste debe ser el elefante, el más colosal de los animales. ¿Qué soy yo entonces, pues su volumen no llega al mío? Me convenzo de que soy un ser extraordinario. Fiero es el león, fiero el elefante y estoy cerca de ellos y no tiemblo. ¡Qué lucha tan terrible se trabará entre esas feroces bestias! Preparémonos a presenciarla.

En efecto, el escarabajo pasó al lado de la hormiga, y ésta cerca de aquél, y uno y otro siguieron su camino sin que hubiese nada, emprendiendo de nuevo el suyo la limaza. Encontrose con un gusano que tomó por serpiente boa; atravesó nuevas tierras y nuevos ríos; y por último, topó otra vez con el troncho de col y después con la juntura de los dos ladrillos, que tomó por el Tajo, que así como había marcado el principio, marcaba el término de su viaje.

-¡He dado la vuelta al mundo! exclamó llena de vanidad. Hubiera deseado ver un pozo, pues recuerdo que un día el señor maestro dijo riendo a uno de sus alumnos que el mar era un pozo grande; pero los pozos deben ser tan pequeños que escapan a mi grandeza.

Dicho esto comenzó a descender; metiose en su escondrijo, y la vanidad la hinchó tanto, que cuando quiso salir de él no pudo y murió de vanidad.

No tendría el tonto precio si se pagara lo necio, mas como no vale nada la necedad sólo enfada, o bien merece desprecio.

Ser presuntuoso es un vicio que a muchos saca de quicio: huye de ser presuntuoso que huirás de hacer el oso, y a más de perder el juicio.