miércoles, 26 de agosto de 2015

EL HOMBRE DE NIEVE



-“¡Cómo cruje dentro de mi cuerpo! ¡Realmente hace un frío delicioso!”- exclamó el hombre de nieve. –“¡Es bien verdad que el viento cortante puede infundir vida en uno! ¿Y dónde está aquel abrasador que mira con su ojo enorme?”-

Se refería al Sol, que en aquel momento se ponía.

-“¡No me hará parpadear! Todavía aguanto firmes mis terrones”-

Le servían de ojos dos pedazos triangulares de teja. La boca era un trozo de un rastrillo viejo; por eso tenía dientes.

Había nacido entre los hurras de los chiquillos, saludado con el sonar de cascabeles y el chasquear de látigos de los trineos.

Acabó de ocultarse el sol, salió la Luna, una Luna llena, redonda y grande, clara y hermosa en el aire azul.

-“Otra vez ahí, y ahora sale por el otro lado”- dijo el hombre de nieve. Creía que era el sol que volvía a aparecer. –“Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando la luz suficiente para que yo pueda verme. Sólo quisiera saber la forma de moverme de mi sitio; me gustaría darme un paseo. Sobre todo, patinar sobre el hielo, como vi que hacían los niños. Pero en cuestión de andar soy un zoquete”-

-“¡Fuera, fuera!”- ladró el viejo mastín. Se había vuelto algo ronco desde que no era perro de interior y no podía tumbarse junto a la estufa –“¡Ya te enseñará el sol a correr! El año pasado vi cómo lo hacía con tu antecesor. ¡Fuera, fuera, todos fuera!”-

-“No te entiendo, camarada”- dijo el hombre de nieve –“¿Es acaso aquél de allá arriba el que tiene que enseñarme a correr?”-

Se refería a la luna.

-“La verdad es que corría, mientras yo lo miraba fijamente, y ahora vuelve a acercarse desde otra dirección”-

-“¡Tú qué sabes!”- replicó el mastín –“No es de extrañar, pues hace tan poco que te amasaron. Aquello que ves allá es la Luna, y lo que se puso era el Sol. Mañana por la mañana volverá, y seguramente te enseñará a bajar corriendo hasta el foso de la muralla. Pronto va a cambiar el tiempo. Lo intuyo por lo que me duele la pata izquierda de detrás. Tendremos cambio”-

«No lo entiendo -dijo para sí el hombre de nieve-, pero tengo el presentimiento de que insinúa algo desagradable. Algo me dice que aquel que me miraba tan fijamente y se marchó, al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda fiarme».

-“¡Fuera, fuera!”- volvió a ladrar el mastín, y, dando tres vueltas como un trompo, se metió a dormir en la perrera.

Efectivamente, cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla espesa, húmeda y pegajosa, cubría toda la región. Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento helado; el frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué maravilloso espectáculo en cuanto salió el sol! Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha; parecían un bosque de blancos corales. Se habría dicho que las ramas estaban revestidas de deslumbrantes flores blancas. Las innúmeras ramillas, en verano invisibles por las hojas, destacaban ahora con toda precisión; era un encaje cegador, que brillaba en cada ramita. El abedul se movía a impulsos del viento; había vida en él, como la que en verano anima a los árboles. El espectáculo era de una magnificencia incomparable. Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió el sol! Parecía que hubiesen espolvoreado el paisaje con polvos de diamante, y que grandes piedras preciosas brillasen sobre la capa de nieve. El centelleo hacía pensar en innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún que la blanca nieve.

-“¡Qué incomparable belleza!”- exclamó una muchacha, que salió al jardín en compañía de un joven, y se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la pareja se quedó contemplando los árboles rutilantes.

-“Ni en verano es tan bello el espectáculo”- dijo, con ojos radiantes.

-“Y entonces no se tiene un personaje como éste”- añadió el joven, señalando el hombre de nieve –“¡Maravilloso!”-

La muchacha sonrió, y, dirigiendo un gesto con la cabeza al muñeco, se puso a bailar con su compañero en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran almidón.

-“¿Quiénes eran esos dos?”- preguntó el hombre de nieve al perro –“Tú que eres más viejo que yo en la casa, ¿los conoces?”-

-“Claro”- respondió el mastín –“La de veces que ella me ha acariciado y me ha dado huesos. No le muerdo nunca”-

-“Pero, ¿qué hacen aquí?”- preguntó el muñeco.

-“Son novios”- gruñó el can –“Me instalarán en una perrera a roer huesos. ¡Fuera, fuera!

-¿Son tan importantes como tú y como yo?”- siguió inquiriendo el hombre de nieve.

-“Son familia de los amos”- explicó el perro –“Realmente saben bien pocas cosas los recién nacidos, a juzgar por ti. Yo soy viejo y tengo relaciones; conozco a todos los de la casa. Hubo un tiempo en que no tenía que estar encadenado a la intemperie. ¡Fuera, fuera!”-

-“El frío es magnífico”- respondió el hombre de nieve –“¡Cuéntame, cuéntame! Pero no metas tanto ruido con la cadena, que me haces crujir”-

-“¡Fuera, fuera!”- ladró el mastín –“Yo era un perrillo muy lindo, según decían. Entonces vivía en el interior del castillo, en una silla de terciopelo, o yacía sobre el regazo de la señora principal. Me besaban en el hocico y me secaban las patas con un pañuelo bordado. Me llamaban «guapísimo», «perrillo mono» y otras cosas. Pero luego pensaron que crecía demasiado, y me entregaron al ama de llaves. Fui a parar a la vivienda del sótano; desde ahí puedes verla, con el cuarto donde yo era dueño y señor, pues de verdad lo era en casa del ama. Cierto que era más reducido que arriba, pero más cómodo; no me fastidiaban los niños arrastrándome de aquí para allá. Me daban de comer tan bien como arriba y en mayor cantidad. Tenía mi propio almohadón, y además había una estufa que, en esta época precisamente, era lo mejor del mundo. Me metía debajo de ella y desaparecía del todo. ¡Oh, cuántas veces sueño con ella todavía! ¡Fuera, fuera!”-

-“¿Tan hermosa es una estufa?”- preguntó el hombre de nieve –“¿Se me parece?”-

-“Es exactamente lo contrario de ti. Es negra como el carbón, y tiene un largo cuello con un cilindro de latón. Devora leña y vomita fuego por la boca. Da gusto estar a su lado, o encima o debajo; esparce un calor de lo más agradable. Desde donde estás puedes verla a través de la ventana”-

El hombre de nieve echó una mirada y vio, en efecto, un objeto negro y brillante, con una campana de latón. El fuego se proyectaba hacia fuera, desde el suelo. El hombre experimentó una impresión rara; no era capaz de explicársela. Le sacudió el cuerpo algo que no conocía, pero que conocen muy bien todos los seres humanos que no son muñecos de nieve.

-“¿Y por qué la abandonaste?”- preguntó el hombre. Algo le decía que la estufa debía ser del sexo femenino. –“¿Cómo pudiste abandonar tan buena compañía?”-

-“Me obligaron”- dijo el perro. –“Me echaron a la calle y me encadenaron. Había mordido en la pierna al señorito pequeño, porque me quitó un hueso que estaba royendo. ¡Pata por pata!, éste es mi lema. Pero lo tomaron a mal, y desde entonces me paso la vida preso aquí, y he perdido mi voz sonora. Fíjate en lo ronco que estoy: ¡fuera, fuera! Y ahí tienes el fin de la canción”-

El hombre de nieve ya no lo escuchaba. Fija la mirada en la vivienda del ama de llaves, contemplaba la estufa sostenida sobre sus cuatro pies de hierro, tan voluntariosa como él mismo.

-“¡Qué manera de crujir este cuerpo mío!”- dijo –“¿No me dejarán entrar? Es un deseo inocente, y nuestros deseos inocentes debieran verse cumplidos. Es mi mayor anhelo, el único que tengo; sería una injusticia que no se me permitiese satisfacerlo. Quiero entrar y apoyarme en ella, aunque tenga que romper la ventana”-

-“Nunca entrarás allí”- dijo el mastín –“¡Apañado estarías si lo hicieras!”-

-“Ya casi lo estoy”- dijo el hombre –“creo que me derrumbo”-

El hombre de nieve permaneció en su lugar todo el día, mirando por la ventana. Al anochecer, el aposento se volvió aún más acogedor. La estufa brillaba suavemente, más de lo que pueden hacerlo la luna y el sol, con aquel brillo exclusivo de las estufas cuando tienen algo dentro. Cada vez que le abrían la puerta escupía una llama; tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de nieve quedaba entonces teñido de un rojo ardiente, y su pecho despedía también un brillo rojizo.

-“¡No resisto más!”- dijo –“¡Qué bien le sienta eso de sacar la lengua!”-

La noche fue muy larga, pero al hombre no se lo pareció. La pasó absorto en dulces pensamientos, que se le helaron dando crujidos.

Por la madrugada, todas las ventanas del sótano estaban heladas, recubiertas de las más hermosas flores que nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban la estufa. Los cristales no se deshelaban, y él no podía ver a su amada. Crujía y rechinaba; hacía un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el nuestro no estaba contento. Debería haberse sentido feliz, pero no lo era; sentía nostalgia de la estufa.

-“Es una mala enfermedad para un hombre de nieve”- dijo el perro –“También yo la padecí un tiempo, pero me curé. ¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de tiempo”-

Y, efectivamente, así fue. Comenzó el deshielo.

El deshielo aumentaba, y el hombre de nieve decrecía. No decía nada ni se quejaba, y éste es el más elocuente síntoma de que se acerca el fin.

Una mañana se desplomó. En su lugar quedó un objeto parecido a un palo de escoba. Era lo que había servido de núcleo a los niños para construir el muñeco.

-“Ahora comprendo su anhelo”- dijo el perro mastín. El hombre tenía un atizador en el cuerpo. De ahí venía su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera!

Y poco después quedó también superado el invierno.

-“¡Fuera, fuera!”- ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio, cantaban:

-“Brota, asperilla, flor mensajera; cuelga, sauce, tus lanosos mitones; cuclillo, alondra, envíennos canciones; febrero, viene ya la primavera. Cantaré con ustedes y todos se unirán al jubiloso coro. ¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de oro! ¡Quién se acuerda hoy del hombre de nieve!”-

domingo, 23 de agosto de 2015

EL GALLO QUIIKIRIKÍ



El granjero Bonachón tenía una granja en la que todos los animales hacían exactamente lo que les apetecía. Las vacas se paseaban por el prado y charlaban con los caballos, y los cerdos dormían muy contentos en sus pocilgas. Pero las más alegres eran las gallinas. Había cinco: Enriqueta, Filomena, la vieja tía Copete, Beatriz, que se sentía muy orgullosa porque era bonita, y Bonifacia, la jefa de las gallinas, la más menuda de todas ellas, que se aposentaba en su percha y tocaba un flautín mientras el resto de las gallinas ponían huevos en sus nidales.

Cada vez que el granjero Bonachón quería tomar un huevo para desayunar, no tenía más que asomarse a la ventana de la granja y gritar: “Toca el flautín, Bonifacia”, e inmediatamente las gallinas ponían huevos.

Una mañana, el granjero Bonachón reunió a todos los animales de la granja. Las gallinas se sentaron delante de los patos, y los demás animales permanecieron agrupados detrás de ellos.

-“Tengo malas noticias”- dijo el granjero Bonachón. –“Lo siento, amigos, pero me he visto obligado a vender la granja. A partir de mañana trabajaréis para don Cascarrabias”-

-“Vaya por Dios”- se dijeron los animales. –“Esperemos que nos trate con amabilidad”-

Los animales andaban preocupados cuando a la mañana siguiente se presentó don Cascarrabias para inspeccionar la granja. Era un hombre delgado y feo que jamás sonreía. Llevaba unas relucientes botas y un grueso bastón. A ninguno de los animales le cayó simpático. Primero habló a los cerdos: -“¡Qué pocilga más sucia! ¡Buscad cepillos y agua y limpiadla en seguida!”- Luego se dirigió a los caballos: -“Estáis todos demasiado gordos. Pronto os pondré en forma haciendo que tiréis de la carreta hasta el mercado”-

Luego riñó a las vacas por su aspecto adormilado. Por último visitó el gallinero, donde las gallinas estaban sentadas tranquilamente en sus nidales esperando a que Bonifacia tocara su flautín. Al ver a Bonifacia, don Cascarrabias se encolerizó:

-“¡Esto es un gallinero, no un concierto! Vete, Bonifacia. No quiero veros ni a ti ni a tu flautín en esta granja nunca más. Mañana vendrá otro jefe a espabilaros! ¡Holgazanas, más que holgazanas!”-

Así que Bonifacia hizo su maletín y abandonó la granja. A la mañana siguiente, temprano, Enriqueta miró por la ventana y vio a un enorme y joven gallo paseándose arriba y abajo. Tenía una cresta colorada, largos y relucientes espolones y portaba bajo el ala un bastón ligero con la punta de bronce.

-“Me llamo Quiquiriquí, y estoy aquí para meteros en cintura”- cacareó muy fuerte. –“Con que ya podéis iros espabilando. Es hora de levantarse y poner huevos”-

Las gallinas se pusieron en fila para que Quiquiriquí las inspeccionara. Primero le gritó a Enriqueta:

-“Hoy no has aseado tus plumas. Están que dan asco”-

Luego le tocó el turno a Filomena: -“Mañana, a primera hora, debes pulir tus uñas. Son una vergüenza”-

A continuación estuvo de lo más grosero con la pobre tía Copete:

-“Deja de sonreír, estúpida, o te sacudiré con mi bastón”-

Luego las obligó a todas a desfilar por el corral hasta quedar extenuadas. Es decir, a todas menos a Beatriz, pues Quiquiriquí se había encaprichado de ella.

-“Tú no te muevas, querida”- dijo. –“Eres demasiado bonita para cansarte caminando arriba y abajo”-

Las demás gallinas marchaban detrás de Quiquiriquí. “Izquierda, derecha, izquierda, derecha, media vuelta, izquierda, derecha”, gritaba. Ninguna de las gallinas tenía costumbre de desfilar a paso de marcha. Filomena se torció la pata, Enriqueta se metió en el establo por error, y la pobre tía Copete se sentó a descansar entre las coles y se quedó dormida como un tronco.

A la mañana siguiente, al despuntar el día, las gallinas se despertaron al oír a Quiquiriquí cacareando a voz en grito: -“¿Cuántos huevos habéis puesto esta mañana? Nadie desayunará hasta no haber puesto por lo menos un huevo”-

Cuando regresó a los diez minutos, no halló ningún huevo.

-“Todo el mundo al corral, haremos otra larga marcha, esta vez subiremos a la cima de la colina y volveremos a bajar”-

Todas se pusieron en marcha, excepto Beatriz, que se quedó comiendo maíz de un gran saco.

Cuando Quiquiriquí entró más tarde en los nidales, no había un solo huevo. ¡Las gallinas estaban tan asustadas que no podían poner huevos!

Bonifacia se puso a pensar en algún medio para ayudar a las gallinas y le pidió consejo al búho Oliverio.

-“No digas nada y vigila”- dijo éste.

Entonces, una mañana, Bonifacia oyó a don Cascarrabias gritarle a Quiquiriquí:

-“Como no obtengas un huevo muy pronto, tendrás que irte. Buscaré a otro gallo para que se ocupe de las gallinas”-

Quiquiriquí estaba muy cariacontecido.

-“Deme otra oportunidad, señor”- rogó. –“Le prometo que mañana temprano pondrán huevos. ¡Por favor!”-

Aquella tarde, Bonifacia siguió a Quiquiriquí cuando éste se dirigió al estanque y robó todos los huevos de pata que encontró. Con mucho sigilo, los depositó en los nidales mientras dormían las gallinas.

Dijo Quiquiriquí –“don Cascarrabias que por fin las gallinas habían comenzado a poner huevos”-

-“Bien”- dijo don Cascarrabias. –“Mañana temprano inspeccionaré los nidos. Si hay suficientes huevos, conservarás tu empleo”-

Cuando Quiquiriquí se acostó, Bonifacia fue a ver a su amigo el viejo gorrión.

-“¿Puedes prestarme cuatro huevos de gorrión muy pequeños por esta noche? Mañana por la mañana te los devolveré”-

-“Por supuesto”- dijo el gorrión, y le entregó cuatro diminutos huevos. Sin ser vistos, retiraron entre ambos los huevos de pata y colocaron en su lugar los huevos de gorrión. Después durmieron hasta el amanecer, cuando toda la granja se despertó con el ufano cacareo de Quiquiriquí:

-“A levantarse todo el mundo. Esta mañana vendrá don Cascarrabias en persona a inspeccionar los huevos”-

Antes de que las gallinas tuvieran tiempo de meterse en los nidales, entró en el gallinero don Cascarrabias.

-“Bien, veamos esos huevos”-

Lo siguiente que oyeron todos fue un potente alarido.

-“¡Has querido engañarme, Quiquiriquí! Estos huevos son de gorrión, no de gallina. Vete de mi granja inmediatamente. ¡Cómo te atreves a burlarte de mí!”-

Quiquiriquí salió huyendo de la granja y todos los animales rompieron a reír de gozo. Entonces la pequeña Bonifacia salió de detrás del gallinero y se puso a tocar su flautín, y en el acto todas las gallinas se metieron en sus nidales y empezaron a poner huevos.

-“Pero si esto es estupendo”- dijo don Cascarrabias, sonriendo por primera vez al ver cinco huevos frescos. –“Te devuelvo tu puesto de jefa de las gallinas. De ahora en adelante puedes seguir tocando tu flautín para que las gallinas pongan huevos. ¡Tendréis música mientras trabajáis y raciones dobles de desayuno!”-

Las gallinas cloquearon alegremente, las vacas mugieron satisfechas, los caballos relincharon y Bonifacia, la jefa musical de las gallinas, tocó su flautín entusiasmada.

martes, 18 de agosto de 2015

EL SEÑOR TIGRE



Hace muchos, muchísimos años, cuando las personas y los animales hablaban todavía el mismo idioma y el tigre tenía una piel de color amarillo brillante, una tarde el búfalo regresaba a su casa, después de bañarse en el río. Iba canturreando una canción, con la nariz bien alta, porque en aquel tiempo aún tenía la nariz saliente y el labio superior entero. Su hocico apuntaba hacia el cielo y no se dio cuenta de que el tigre le seguía hasta que oyó a su lado un ronco “buenas noches”.
El búfalo hubiera echado a correr muy a gusto, pero no quería parecer cobarde. Así que siguió su camino mientras el tigre le daba conversación.

-“No se te ve mucho por el bosque. ¿Sigues trabajando con el hombre?”-

El búfalo dijo que sí.

-“¡Qué cosa tan rara! No lo comprendo. ¡Caray!, el hombre no tiene zarpas, ni veneno, ni demasiada fuerza, y encima es muy pequeñajo. ¿Por qué lo aceptas como jefe?”-

-“Yo tampoco lo comprendo”- contestó el búfalo. –“Supongo que será por su inteligencia”-

-“In-te-li… ¿qué?”-

-“Inteligencia es algo especial que tiene el hombre y que le permite dominarme a mí, y también al caballo y al cerdo, al perro y al gato”- explicó el búfalo con aire sabiondo, contento de saber más que el tigre.

-“Interesante, pero que muy interesante. Si yo tuviera esa inteli lo que sea, la vida me sería mucho más agradable. Todos me obedecerían sin esas carreras y esos saltos que ahora tengo que dar. Me tumbaría en la hierba y escogería los bichos más gordos para mi comida. ¿Tú crees que el hombre me vendería un poco de su in-te-li-gen-cia?”-

-“No… no lo sé”- murmuró el búfalo.

-“Se lo preguntaré mañana. ¡No se atreverá a negarse, digo yo!”- gruñó el tigre, y desapareció en la oscuridad.

El búfalo se encaminó lentamente hacia su casa, un poco asustado, temiendo haber hablado de más. Pero después de la cena se tranquilizó. “El tigre nunca viene a los arrozales”, pensó antes de dormirse.

A la mañana siguiente, cuando llegó al campo con su amo, el búfalo vio que había juzgado mal al tigre, porque ya estaba allí esperando. Incluso había preparado un discurso para aquel encuentro.

-“No te asustes, amo hombre”- dijo el tigre amablemente –“He venido en son de paz. Me han dicho que posees una cosa llamada in-te-li-gencia, y quisiera comprártela. Desearía hacerlo en seguida, porque tengo mucha prisa. ¡Todavía no he desayunado!, ¿comprendes?”-

El búfalo se sintió muy culpable. Pero entonces oyó que el campesino respondía:

-“¡Qué gran honor! ¡El señor tigre en persona visitando mi humilde campo y dándome la oportunidad de servir a un animal tan grande y tan hermoso!”-

Y le hizo una reverencia como si estuviera ante el propio emperador.

El tigre, lleno de orgullo, respondió:

-“Por favor, no hagas ninguna ceremonia por una simple criatura como yo. Sólo he venido a comprar…”-

-“¿Comprar?”-le interrumpió el campesino. –“¡Ni pensarlo! Insisto en regalártela, para que sea un recuerdo de esta grata visita que tanto honor me hace”-

-“Oh, qué amable por tu parte. Nunca pensé que el hombre tuviera tan buenos modales”- dijo el tigre; pero, en realidad, estaba pensando para sus adentros:

-“¡Vaya día de suerte! Primero me reciben como a un rey, luego me dan la in-te-li-gencia gratis y después me zampo al campesino para abrir el apetito y al búfalo para desayunar”-

Los ojos le brillaban como dos estrellas verdes mientras insistía:

-“Me la darás ahora mismo, espero”-

-“Lo haría con mucho gusto, pero siempre dejo la inteligencia en casa cuando salgo a trabajar”- contestó el campesino, que había advertido el brillo de gula en los ojos del tigre. –“Ya ves, vale demasiado para que me arriesgue a perderla, y, además, aquí no la necesito”-

-“Pero voy corriendo a casa y te la traigo ahora mismo”-

Avanzó unos pasos, pero se volvió en seguida.

-“¿Has dicho que todavía no habías desayunado?”-

-“Sí. ¿Por qué lo preguntas?”-

-“Porque en ese caso no puedo dejar contigo al búfalo. Te lo comerías”-

-“Te prometo que no me lo comeré. Por favor, ¡date prisa!”-

-“No dudo de tu promesa, pero si la olvidas y te comes al búfalo ¿quién me ayudará en mi trabajo? Por otra parte, es tan lento que, si lo llevo conmigo, tardaríamos horas en ir a casa y volver, y no quisiera hacer esperar a Su Excelencia. Claro que, si permites que te ate a aquel árbol, el búfalo podría quedarse aquí sin miedo”-

El tigre aceptó.

-“Me los comeré a los dos más tarde”- pensó mientras el campesino le ataba fuertemente al árbol. Y la boca se le hacía agua sólo con imaginar el sabor del gran búfalo, del hombrecito moreno y de aquella cosa nueva que se llamaba in-te-li-gencia.

Al cabo de un rato el campesino regresó.

-“¿La has traído?”- preguntó el tigre impaciente.

-“Claro”- respondió el campesino, enseñándole una cosa que ardía en la punta de un palo.

-“Pues dámela, ¡aprisa!”- ordenó el tigre.

El campesino obedeció. Puso la bajo los bigotes del tigre y empezaron a arder. Le acercó el fuego a las orejas, al lomo, a la cola, y por donde rozaba le dejaba la piel chamuscada.

-“¡Me quema, me quema!”- aullaba el tigre.

-“Es la inteligencia”- dijo con ironía el campesino. –“Ven, búfalo, vámonos”-

Pero el búfalo no podía irse. Se tronchaba, se moría de risa. Figúrate al señor tigre, el terror de la selva, dejándose atar a un árbol para luego ser quemado con una antorcha.

¡Una escena graciosísima! El búfalo se revolcaba por la hierba, sin poder dejar de reír, hasta que su hocico chocó contra un tocón de árbol que le partió en dos el morro y le aplastó la nariz. Y todavía hoy se ven los resultados de este accidente en sus descendientes.

¿Y qué pasó con el tigre? Pues que rugió y pataleó, y poco después las llamas quemaron la cuerda y por fin pudo escapar. Pero la cuerda ardiendo le había chamuscado tanto su piel amarilla que, por mucho que se lavó, no pudo borrarse las rayas negras que le quedaron marcadas. Y esa es la razón de que el tigre tenga rayas. 

martes, 11 de agosto de 2015

BAILA, BAILA MUÑEQUITA MÍA



-“Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas”- aseguró tía Malle. –“Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!»”-

Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.

Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella.

¡Baila, baila, muñequita,
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero,
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos, a fe mía.
Baila, muñequita mía.

Ahí está Lisa, que es muy vieja,
aunque ahora no semeja,
con la cera que le han dado,
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera,
serán tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila, baila, muñequita,
pie hacia fuera, tan bonita.
Da el primer paso, garbosa,
siempre esbelta y tan graciosa.
Gira y salta sin parar,
que muy sano es el saltar.
¡Vaya baile delicioso!
¡Son un grupo primoroso!

Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías.

-“¡Es una bobada!”- decía. Pero Amalita no es boba, y la canta. Por ella es por quien la sabemos.

viernes, 7 de agosto de 2015

ABDUL, EL NIÑO ÁRABE



Abdul es un niño que vive en Arabia. Arabia Saudita es un país de Asia lejana.

Si visitáramos Arabia, veríamos que allí no nieva. No veríamos grandes edificios, ni tampoco veríamos campos verdes. No veríamos muchos ríos. En Arabia veríamos mucha arena y colinas rocosas. Abdul vive entre las arenas de Arabia. Se despertó de su primer viaje en solitario hasta el pueblo más cercano. Estaba tan feliz! Muy temprano inició el camino. Se ató las riendas alrededor del cuello de su camello.

El camello iba caminando lentamente por la arena, pataclop, pataclop.

Su cara graciosa después de su largo cuello se iba balanceando. Descalzo Abdul iba golpeando suavemente la arena. Iba vestido con un abrigo largo de lana, se llama chilaba. Cuando el sol estaba alto en el cielo, Abdul comenzó a sentir calor, se puso su capucha sobre la cabeza, para protegerse del sol. Pronto sintió sed y cansancio, así que se sentó descansar. Dio unos sorbos de agua del interior de su piel de cabra.

El camello miró por el rabillo de sus grandes ojos soñolientos a Abdul. Su labio inferior parecía grande sonrisa. También sentía mucho calor, pero él no tenía necesidad de beber. Tiene suficiente agua en sus jorobas para seis días. Esas jorobas están en la parte superior de su cuerpo. Cuando tiene sed las bolsas se vacían en el estómago.

Es por eso que los humanos usamos los camellos para que nos ayuden en el desierto.

¿Alguna vez haz visto la joroba de un camello?

Mientras Abdul estaba sentado, descansando en la arena, un niño apareció con un burro.

Cuando vio al niño

Abdul dijo:

-“Que Dios te proteja”.

El niño respondió:

-“Que Ala guarde tu salud.”. (Esta es la forma en que los árabes inician una conversación.)

Abdul le dijo:

-“¿Tienes calor y sed? ¿Quieres un poco de agua?”-

El niño, cuyo nombre era Hammed, respondió que si, que le haría muy feliz.

-“¿Tú vives en el pueblo?”- le preguntó Abdul. Sí, dijo Hammed.

Así Hammed y Abdul, con su burro y su camello partieron hacia el pueblo.

-“Vivo en una pequeña casa blanca plaza del pueblo”- dijo Hammed.

-“Y tú, ¿Donde vives?”-

-“Yo vivo en una tienda de campaña en el desierto”- dijo Abdul.

-“Nuestra tienda está hecha de piel de cabra. No vivimos en el mismo lugar durante todo el año”-

-“Viajo con mis padres y nuestras cabras de oasis en oasis por el desierto. Aquí es como encontramos con hierba y agua para los animales”-

-“¿Para que llevas ese costal de leña sobre tu camello?”- Le pregunto Hammed.

-“Mi padre me dijo que si recogía leña podría ir al pueblo a venderla en el mercado”-

-“¿Cómo has encontrado esa leña en el desierto?”- Le pregunto Hammed, porque sabía que no hay árboles en el desierto.

-“Hay un pequeño arbusto en el desierto llamado Artemisa”- dijo Abdul.

-“Ese arbusto tiene un pequeño tallo por encima de la arena, pero tiene unas largas raíces, bajan muy, muy profundas para buscar agua. Yo he desenterrado sus raíces y las he cargado en mi camello”-

-“Veo que tu también llevas una carga muy pesada”-

-“Las cestas que llevo en mi burro están llenas de aceitunas. Pasé tres días y tres noches en el huerto de olivos para poder recogerlas”- dijo Hammed.

-“¿También las recogías por la noche?”- preguntó Abdul, sorprendido.

-“Sí”- respondió Hammed –“dormimos en una choza hecha de piedras y adobe. Cada día subíamos con escaleras para llegar a las aceitunas que estaban sobre los árboles, sacudíamos las ramas, y así las aceitunas maduras caen al suelo”-

-“¿Pero esas aceitunas no se pueden comer?”- Preguntó Abdul. –“No”- se rió Hammed, -“Las llevo a la almazara, para que las expriman y obtengamos aceite de oliva”-
Los chicos se separaron al llegar al pueblo, pero dijeron que esperaban verse pronto.

Poco a poco fueron entrando por las estrechas calles del pueblo, Abdul se sentía muy contento.

Para él era una aventura. Cuando llegó a la plaza del mercado, se sentó junto a su camello y esperó a que alguien viniera y comprara su madera. Observó los burros, vacas, ovejas, camellos y personas que abarrotaban las calles.

Abdul oyó de repente una voz. Miró hacia arriba. Frente a él había una mujer árabe que lleva un vestido marrón. Abdul se levantó. Podía ver sus ojos oscuros mirando a través de la apertura de su velo.

Ella compró un poco de madera de Abdul. Luego se comió algunos dátiles para almorzar. Los dátiles son los frutos de unos arboles que se llaman palmeras y crecen en el desierto.

Abdul estuvo sentado en la plaza del mercado, hasta que vendió toda su madera. Entonces pensó en comprar un regalo para su madre con el dinero que había ganado. Ató la pata delantera a su camello para que no se escapara. Busco una joyería, y compró una cadena de tobillo de plata para su madre. Había muchos puestos para ver en el mercado! Quería verlos todos. Paseó por las calles a la derecha y la izquierda.

Cuando ya estaba un poco cansado, y el cielo había tomado un color amarillo extraño. El viento comenzó a soplar. Cada vez más fuerte, silbando. Después de unos minutos golpeaba duramente la cara de Abdul. No podía ver nada. Sus ojos y su boca estaban llenos de arena.

El camello se acostó y cerró la nariz y los ojos. Abdul se envolvió su abrigo a su alrededor y se escondió detrás del camello hasta que el viento dejó de soplar. Luego reanudó su viaje hacia su casa. El sol se había puesto. Empezaba a hacer frío. Su abrigo de lana pudo protegerlo del frio.

Su madre y su padre estaban muy contentos y aliviados de verlo. Habían temido por su vida. Su madre se puso muy contenta en cuanto Abdul la obsequió con la pulsera de plata para su tobillo.

Abdul y su familia cenaron cordero y bebieron leche de cabra. Comió con los dedos como suelen hacerlo los árabes.

Abdul estaba muy cansado cuando se tumbó en su cama de piel de oveja. Se durmió inmediatamente y soñó que estaba de vuelta en las estrechas calles del pueblo.