jueves, 30 de abril de 2015

EL ROSAL Y EL CARACOL



Había una vez... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos. 

El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias. 

Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: -“¡Paciencia!”-decía el caracol. -“Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las oveja”- 

-“Esperamos mucho de ti”- dijo el rosal. –“¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?”-

-“Necesito tiempo para pensar”- dijo el caracol; -“ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas”-

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo. 

-“Nada ha cambiado”- dijo. –“No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace”- 

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. 

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo. 

-“Ahora ya eres un rosal viejo”- dijo el caracol. –“Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?”- 

-“Me asustas”- dijo el rosal. –“Nunca he pensado en ello”- 

-“Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?”- 

-“No”- contestó el rosal. –“Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa”- 

-“Tu vida fue demasiado fácil”- dijo el caracol, sin detenerse a observarse a sí mismo. 

-“Cierto”- dijo el rosal. –“Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo?”- 

-“No, no, de ningún modo”- dijo el caracol. –“El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo”- 

-“¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?”- 

-“¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa”- 


Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. 

-“¡Qué pena!”- dijo el rosal. –“Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida”- 

Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él. 

Y pasaron los años. 

El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos. 

Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo...

miércoles, 29 de abril de 2015

EL ÁNGEL



Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo.

Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños.

Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.

-“¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo?”- preguntó el ángel.

Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

-“¡Pobre rosal!”- exclamó el niño. –“Llévatelo; junto a Dios florecerá”-

Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

-“Ya tenemos un buen ramillete”- dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios.

Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.

-“Vamos a llevárnosla”- dijo el ángel. –“Mientras volamos te contaré por qué”-

Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:

-“En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros”-
Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana.

Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra.

La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.

-“Pero, ¿cómo sabes todo esto?”- preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.
-“Lo sé”- respondió el ángel, -“Porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!”-
El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza.

Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos.

Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad.

Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.

martes, 28 de abril de 2015

MIGUEL Y LA BICI ESPACIAL



-“Es fantástico!”- suspiró Miguel, tendido en la cama y contemplando su póster favorito.

-“¡Qué bárbaro! ¡El rayo del espacio, la bici espacial! ¡Menudo aparato!”-

Cada noche, antes de dormirse, se quedaba largo rato mirándolo. Luego, soñaba con ella.
Una noche de verano, acababa de cerrar los ojos cuando de repente oyó un ruido extraño.
Se incorporó rápidamente y vio que el póster se agitaba violentamente. De pronto sonó como un silbido y la bici se desprendió de la pared y fue a caer al suelo.

Asombrado, Miguel la miró, boquiabierto, y se cayó de la cama. Allí mismo, en su cuarto, estaba la bici en tamaño natural... y la chica del póster en carne y hueso.

-“¿Quién eres tú?”- preguntó Miguel, hecho un lío.

-“Me llamo Tina y soy una ciclista del espacio”-

-“¡Vamos a dar una vuelta!”-

Muy sigilosamente, Miguel ayudó a Tina a transportar la bici escaleras abajo hasta el jardín. 

-"¡Menuda sorpresa tendrían mamá y papá si me vieran ahora!"- pensó él.

Cuando salieron al jardín, iluminado por la Luna, Tina saltó sobre el rayo del espacio y salió disparada.

-“¡Mírame, Miguel! ¡Qué divertido es pedalear en esta bicicleta espacial!”-

Miguel estaba impaciente por montar en ella y cuando Tina se bajó, saltó sobre el rayo del espacio y exclamó:

-“No ha estado mal, ¡pero fíjate en mí!”-

Se disponía a partir cuando se detuvo en seco y añadió:

-“¡Pero si no tengo casco espacial!”-

Tina señaló su cabeza y dijo:

-“¡Pero si lo llevas puesto!”-

De vez en cuando el casco soltaba como un leve silbido.

-“Es el oxígeno”- dijo Tina.

Miguel llevaba también un reluciente traje espacial, con grandes bolsillos para las provisiones. Montó de un salto en la bici, listo para lanzarse a pedalear.

Primero avanzó vacilante en una dirección... luego en la otra. ¡Al fin lo consiguió!

Pero qué trabajoso era pedalear en aquella bici. Ojalá tuviera motor.

-“Vaya, si tiene cohetes propulsores”-

-“Has de apretar ese botón que hay en el manillar. ¡No, no lo toques! ¡NO!”-

Era demasiado tarde...

Al apretar Miguel el botón, se oyó un ruido sordo debajo del sillín y los cohetes se pusieron en marcha.

-“¡Has de apretar el interruptor para desconectarlos!”-

-“¿Dónde está?”-

Pero antes de que Tina pudiera responder, sonó una explosión y de la parte trasera de la bici se escapó una llamarada de color púrpura.

Miguel salió disparado a través del jardín en dirección al auto de su papá... iPang! La rueda delantera chocó con el guardabarros del auto. iCatacloc!, sonaron los cohetes, mientras la bici trepaba por la parte al auto de su papá posterior del auto. Pero no bajó por el otro lado y Tina se quedó observando impotente cómo Miguel, agarrándose con fuerza a la bici, se remontaba con ella hacia la oscuridad del cielo.

Tina vio alejarse la bici espacial con la que Miguel se perdía en la noche.

En un segundo, estuvo a cien metros. En dos segundos, había subido un kilómetro. Y un minuto más tarde seguía subiendo...

Al fin, Miguel encontró el interruptor y la bicicleta se detuvo. Miró hacia abajo por primera vez.

Colgada en la oscuridad divisó una pequeña bola verde y azul. "Qué color más raro para una pelota de tenis", pensó.

Pero no era una pelota. ¡Era la Tierra! Se veían claramente África y la India. Cuando Miguel se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa, se sintió muy solo y desamparado, y notó cómo el corazón le palpitaba. Tenía algo de miedo.

Al flotar se metió las manos en los bolsillos del traje espacial, pero lo único que encontró fue un envoltorio de una chocolatería de Venus: "Chocovenus".

De pronto, le saludaron las luces de una nave espacial. Se sintió mucho mejor. Pero había algo que no marchaba bien. Lo notaba por momentos.

Al acercarse, Miguel vio a un hombre con traje espacial que le hacía señas frenéticas, colgado de un tubo. Al parecer, estaba gritando, pero Miguel no oía nada.

La máquina se puso en marcha y Miguel se lanzó tras la caja, que se alejaba dando vueltas. La recogió y la metió en su bolsillo espacial y se dirigió a la nave.

Se detuvo junto al gran casco gris. Al subir, la tripulación lo aclamó con grandes vítores y aplausos. Era un héroe.

-“Buen trabajo, chico”- dijo el capitán.

-“Esa caja es muy importante. Es nuestra brújula espacial. Sin ella, nos habríamos perdido”-

Trató de enjugarse la frente, pero aún llevaba el casco puesto.

-“Te mereces una recompensa”-

-“Sólo quiero ir a casa”- dijo Miguel.

-“Estoy muy cansado. Quiero ver a mis padres”- Así pues, el capitán puso la nave en supermarcha rumbo a la Tierra, usando la brújula espacial.

La "pelota de tenis" que había visto Miguel se fue haciendo cada vez más grande, hasta que llegó a ocupar toda la ventana. Pronto Miguel comenzó a ver los campos que brillaban bajo la luz de la luna y el río que se curvaba en dirección a su casa.

-“¡Ahí es donde vivo!”- gritó—. ¿Podéis dejarme bajar?

El capitán le prendió una medalla espacial en el traje y maniobró la nave hasta que estuvo suspendida sobre la casa de Miguel. –“¡Ponte en la plataforma de lanzamiento!”-

Miguel recogió su casco y se dirigió al tubo, de pronto oyó un ruido extraño y sintió que caía. Miguel intentó agarrarse a algo, y cerró los ojos fuertemente...

Cuando volvió a abrirlos, estaba en su cama y el sol entraba a raudales por la ventana. Se frotó los párpados y miró el cartel de la pared..

-“Ahí está la bici espacial... ¡Y Tina! Todo ha sido un sueño trepidante”-

lunes, 27 de abril de 2015

EL ENANO SALTARÍN



Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia:

-“Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca”-

El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.

Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: -“Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada”-

La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar.

La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro. Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: -“Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación”-

Y le señaló una estancia más grande y más repleta de paja que la del día anterior.

La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín:

-“¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?”- preguntó al hacerse visible.

-“Sólo tengo esta sortija”- Dijo la doncella tendiéndole el anillo.

-“Empecemos pues”- respondió el enano.

Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado.

Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció:

-“Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa”-

Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: -“¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema?”- Preguntó, saltando, a la chica.

-“No tengo más joyas que ofrecerte”- y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada.

-“Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo”- demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: 

-“Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro”-

Dijo para sus adentros. Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba.

Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales. Vivieron ambos felices y al cabo de un año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.
-“Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras”-

-“¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo”- exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: -“Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño”-

Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta. Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando: -“Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo”-

Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: -“¡Te llamas Rumpelstilzchen!”-

-“¡No puede ser!”- gritó él –“¡No lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!”- Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.

viernes, 24 de abril de 2015

EL ACERTIJO



Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:

-“Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?”-

-“De buen grado lo haría”- respondió la muchacha con voz triste “-Pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento”-

-“¿Por qué?”- preguntó el príncipe.

-“Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros”- ­contestó la niña suspirando.

Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:

-“¡Buenas noches!”- dijo con voz gangosa, que quería ser amable. –“Sentaos a descansar”- Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.

La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:

-“Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida”-

Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.

-“¡Lleva esto a tu señor!”- le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.

«¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón. Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.

Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.

Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma: 

-“¿Qué es?”- le dijo –“Una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce?”-

En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.

Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.

Preguntó ella:

-“Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?”- Respondió él:

-“Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez”-

Siguió ella preguntando:

-“Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto? Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados”-

Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:

-“Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado”- Dijeron los jueces:

-“Danos una prueba”-

Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:

-“Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda”- 

lunes, 20 de abril de 2015

EL CANAL DE SIMÓN



La madre de Simón gritaba: -“¡No os acerquéis al canal!”- Esta advertencia la hacía diez veces al día a las hermanas mayores de Simón, Julia y Paula, que debían cuidar del pequeño y protegerlo.

Una mañana, mamá puso a Simón la chaqueta y le peinó. Luego hizo lo mismo con las chicas y dijo:

-“¡Ahora recordadlo otra vez, manteneos lejos de ese canal!”-

Simón no sabía qué era un canal. ¿Cómo iba a saberlo si nunca lo había visto? Imaginaba que se trataba de un grande y terrorífico monstruo que vivía en una guarida cerca del molino. A veces escuchaba sus rugidos.

Una noche oscura y ventosa lo oyó acercarse a la casa, galopando hambriento y furioso. 

Afortunadamente la puerta estaba atrancada y las cortinas echadas.

Al día siguiente Julia y Paula llevaron a Simón a la biblioteca.

-“Simón puede pedir también un libro”- dijo Julia.

-“No sabe leer”-

-“Bueno, puede mirar los dibujos”-

-“¿Qué clase de libro quieres mirar, Simón?”-

-“Un libro sobre un canal”-

-“¡Tú y tu canal!”- suspiró Julia.

-“No”- dijo Julia- -“No hay más que uno sobre un canal. No te va a gustar. Es demasiado tostón”-

Simón sabía lo que era un tostón. Había visto a su madre tostar pan en la cocina.

Quizá el canal tostaba pan con las llamas que salían de su boca. Julia tenía razón; no le iba a gustar.

-“Encontré un buen libro para Simón”- dijo Paula.

En la cubierta del libro se veía a un gran dragón verde rugiendo en la orilla de un río.

Al día siguiente, la abuelita de los niños vino de la ciudad para pasar unas vacaciones con ellos. A la abuelita le gustaba mucho el campo.

-“Verás. Saldremos todos los días a pasear”- le dijo a Simón.

Un día, a la hora de comer, quedaron en que aquella tarde irían hacia el canal.

Simón pareció espantado. Sintió como un desmayo y no pudo tragar las croquetas.

-¿No tienes miedo, abuelita?”-

-“¿Miedo de un viejo y raquítico canal? ¡Claro que no!”- dijo la abuelita.

-"A fin de cuentas, el monstruo no es tan terrorífico", pensó Simón. "Quizá se está haciendo viejo y pierde fuerzas."- Simón empezó a sentir pena por él.

Después de comer, la abuelita y su nieto se dirigieron al molino, andando por varios caminos.

El molino se alzaba a orillas del agua, y la fuerza de la corriente lo hacía funcionar. Simón no tenía miedo con la abuelita a su lado.

-“¿Dónde está el canal?”- preguntó Simón.

-“Pero... ¡si está justo delante de ti!”-

-“¿Es esto un canal?”- preguntó Simón.

-“Bueno, es más o menos lo mismo”- contestó Paula, creyendo que se refería al río.

-Exclamó la abuelita, apuntando con su paraguas hacia el agua.


-“iOh!”- dijo Simón-, si no veo más que agua.

¡Entonces comprendió! ¡El monstruo era invisible! Podía verlos a ellos, pero nadie podía verlo a él. El monstruo murmuraba por lo bajo, hablando solo, pero no atacaba.

De vuelta a casa, mientras merendaban, Simón dijo: -“Nunca lograrán cazarlo”—

-“¿Cazar qué, cariño?”-

-¿El canal”-

Julia y Paula se echaron a reír.

-“¿Verdad que es gracioso, mamá? ¿Quién querría cazar un canal?”-

"Bueno", pensó Simón conformándose, "nadie quiere cazar al canal, ni el canal quiere cazarnos a nosotros. ¡Mejor que mejor!"

-“Por favor, mamá, ¿puedo tomar más bizcochos?”-

-“Claro que sí, cariño”-

Tranquilo y feliz, Simón continuó merendando.

sábado, 18 de abril de 2015

SU PRIMER VUELO



Una joven gaviota se paró al borde del acantilado; le daba miedo volar. Dio una carrerita y movió las alas. Pero el mar se veía enorme allá abajo y estaba segura de que sus alitas no la sostendrían. Así que dio media vuelta y fue a cobijarse en el nido donde había nacido.
Incluso cuando observó a su hermana y su hermano correr hacia el borde, agitar sus alas y lanzarse a volar, no tuvo valor para imitarlos.

Su padre y su madre la llamaban insistentemente, animándola a probar y amenazándola con que se moriría de hambre si no echaba a volar. Pero ella no podía moverse.

Durante un día entero nadie se le acercó. Miraba a sus padres que volaban con sus hermanos, enseñándoles a elevarse, planear, deslizarse a ras de las olas y sumergirse para pescar. Vio a su hermano pescar su primer pez y comérselo, mientras los padres le miraban orgullosos. A ella nadie le trajo alimento.

Cuando ya el sol se ponía, rebuscó entre la hierba y las algas del nido algo para echarse al pico. Incluso picoteó las cáscaras del huevo de donde ella misma había salido.

Su hermano y su hermana dormitaban sobre el acantilado de enfrente. Su padre atusaba las plumas de su dorso blanco. Su madre les observaba muy erguida desde una roca. 

Picoteó un pedazo de pescado que había a sus pies y frotó su pico, por ambos lados, contra la roca.

A la vista de la comida que tenía su madre, enloqueció la joven gaviota. ¡Cómo le gustaría comer un poco de pescado!

—Ga, ga, ga—, gritó, pidiendo a su madre que le trajera algo de alimento. Siguió llamando lastimosamente y de pronto dio un grito de alegría. Su madre había recogido un trozo de pescado y volaba hacia ella. Se reclinó hacia adelante con entusiasmo, tratando de acercarse lo más posible.

Pero su madre se paró frente a ella con las patas relajadas y las alas extendidas. 

Suspendida en el aire, llevaba el pez en el pico y estaba tan cerca que la joven gaviota casi podía tocarla. ¿Por qué no se acercaba? ¿Por qué no le daba el pez? Casi sin poder se inclinó más hacia adelante.

Con un grito terrible, cayó del acantilado al vacío. La madre batió sus alas. A medida que iba cayendo, la joven gaviota oía a su madre volar sobre su cabeza. Le entró tal terror que se le paró el corazón y ya no oía nada. Pero duró sólo un momento. De pronto sintió que sus alas se desplegaban. Podía sentir las puntas cortando el aire. Ya no se caía. Ahora iba planeando hacia abajo y ya no tenía miedo. Sólo se sentía algo mareada.

Entonces batió sus alas y empezó a subir. Gritando de júbilo, volvió a batir las alas y subió un poco más. Levantó el pecho para aminorar el viento.

—Ga, ga, ga—. Su madre pasó junto a ella. Le respondió con un grito. Entonces olvidó completamente que hasta hacía un momento no había sido capaz de volar y comenzó a hacer piruetas.

Bajó hasta rozar el agua, volando muy cerca de la superficie. Vio las olitas blancas sobre la gran masa verdiazul y contempló a su familia posarse sobre ellas. ¡Le estaban llamando para que se acercara! Entonces, dejó caer las patas para posarse en el mar.
¡Las patas se hundieron!

Gritando de miedo, trató de elevarse nuevamente, batiendo las alas. Pero sus patas se hundían cada vez más hasta que su cuerpo reposó en el agua.

Y dejó de hundirse. ¡Estaba flotando! A su alrededor, la familia daba gritos de júbilo y alabanza.

La joven gaviota había hecho su primer vuelo.

viernes, 10 de abril de 2015

EL HIJO DEL SOL



Una vieja leyenda cuenta la historia de un hombre y una mujer que vivían en una islita al oeste del Canadá. Se encontraban muy solos, pues no tenían hijos y en la isla no vivía nadie más.

Una tarde que el cielo adquirió un color semejante al de las plumas de la gaviota, la joven esposa se sentó a la orilla del mar y miró hacia el horizonte.

"Si tuviéramos hijos, podrían jugar conmigo en la arena y no me sentiría tan sola", pensó.
Ocurrió que un martín pescador, con sus pequeñuelos, zambullía su pico en el río que desembocaba en aquel lugar.

-“¡Oh, martín pescador!”- exclamó la joven –“desearía tener hijos como tú”-

Con gran asombro oyó que el martín pescador le respondía.

-“¡Mira las caracolas! ¡Mira en el interior de las caracolas!”-

A la tarde siguiente su marido salió a pescar y la joven volvió a sentarse en la playa, fijó su mirada en el mar y vio que una gaviota se mecía sobre las olas junto a sus pequeños.

-“¡Oh, gaviota!”- susurró la joven –“quisiera tener hijos como tú”-

La gaviota le respondió: -“¡Mira las caracolas! ¡Mira en el interior de las caracolas!”-

De repente, oyó un llanto tras sí. Provenía de una gran caracola depositada en la arena. La mujer la recogió, miró en su interior y allí vio a un niño muy pequeño que lloraba desconsoladamente.

Llevó al bebé a su casa y lo cuidó hasta que se convirtió en un muchachito fuerte y sano. Un día, el niño dijo a la joven:

-“Necesito un arco hecho con el brazalete de cobre que llevas en el brazo”-

La mujer sonrió y, para complacerle, le hizo un pequeño arco y dos flechas.

Al día siguiente, el niño salió a cazar con sus flechas y su arco. Y así continuaría haciendo todos los días. Cazaba gansos, patos y toda clase de aves de mar.

Al crecer, el rostro del muchacho fue adquiriendo un tono dorado, más brillante aún que el resplandor de su pequeño arco. Y cuando se sentaba en la playa, mirando hacia el mar, todo se serenaba y unas extrañas luces resplandecían en la superficie del agua.

Un día, una gran tormenta se abatió sobre el mar y el agua estaba tan agitada que el pescador no pudo salir con su barca. La tormenta duró varios días y se quedaron sin pescado para comer.

Entonces el niño dijo:

-“Aventúrate en el mar y déjame ir en la barca contigo, padre; quiero conquistar el Espíritu de la tormenta”-

El hombre no quería embarcar con el mar tan agitado, pero el muchacho insistió tanto que al final aceptó.

Juntos se enfrentaron a la fuerte marejada. No tuvieron que remar mucho para encontrar al Espíritu de la tormenta que soplaba desde el suroeste, allí donde habitan los grandes vientos.

El Espíritu de la tormenta soplaba y soplaba como un monstruo salvaje y zarandeaba la pequeña embarcación de un lado para otro. Pero su furia huracanada no lograba hacerla volcar. El niño la dirigía en medio de las olas y pronto a su alrededor el mar se calmó.

Entonces el Espíritu de la tormenta llamó a su amiga la Niebla marina, para que bajara a esconder el agua; sabía que si la niebla se extendía, el hombre y el niño estarían perdidos.

Cuando el hombre vio que la niebla se adueñaba del mar se quedó aterrado; era su enemiga más temida.

Pero el niño dijo:

-“No te asustes. La niebla no te hará daño mientras yo esté contigo”-

Y así fue, porque cuando vio al niño sonriente, sentado en la proa de la barquita, desapareció tan pronto como había venido. Convencido de su impotencia, el Espíritu de la tormenta se marchó enfadado, y el mar recobró su calma.

Mientras volvían a casa, el niño enseñó a su padre una canción mágica, y la cantaron a los peces. Estos, al oírla, nadaron hacia las redes. En unos momentos llenaron la barca de pescado.

-“Dime cuál es el secreto de tu poder”- dijo el padre.

-“Aún no puedo decírtelo”- contestó el niño.

Al día siguiente, el muchacho salió con su arco y sus flechas de cobre y cazó muchos pájaros. Cuando llegó a casa, los desplumó y los puso a secar.

Luego se vistió con las plumas de un avefría, se elevó en el aire y voló por encima del mar. El océano tenía un color grisáceo, semejante al de sus alas.

Después de volar en torno a la isla, se quitó las plumas de avefría, se vistió con las plumas azules, que seleccionó de algunos arrendajos, y de nuevo se elevó por los aires. Debajo de él, el mar se volvió inmediatamente del mismo azul que sus alas. Al terminar su segundo viaje alrededor de la isla, se vistió con las plumas de los petirrojos, de un bello color oro rojizo. Mientras volaba muy alto sobre el mar, las olas reflejaban el color del fuego. 

Brillantes resplandores de luz aparecían sobre el océano y el cielo al oeste se teñía de un rojo dorado.

Cuando volvió a la playa, el muchacho dijo a su madre:

-“Soy el hijo del Sol. Ahora debo irme y abandonar esta isla para siempre. Pero me apareceré a menudo ante vosotros, al oeste del cielo cuando el sol cae sobre el horizonte. Cuando el cielo y el mar del atardecer tengan el color dorado de mi rostro, sabréis que al día siguiente el tiempo será bueno y no habrá viento ni tormenta. Y aunque ahora tenga que dejarte, te voy a otorgar un poder. Lleva puesto este... vestido mágico y si me necesitas para algo, me lo haces saber con sólo mandarme pequeñas señales blancas que podré ver desde mi casa del oeste”-

El muchacho dio el vestido mágico a su madre y voló hacia el oeste, dejando al pescador y a su mujer muy entristecidos. Desde aquel día, cuando la mujer se sienta en la arena y afloja su vestido mágico, el viento se pone a soplar y el mar se agita. Cuanto más lo afloja, más crece la tormenta.

Pero en otoño, cuando la niebla se extiende por el mar y el cielo se cubre de nubes, ella recuerda la promesa del niño. Arranca las finas plumitas blancas de los pechos de los pájaros y las arroja al viento.

Transformadas en copos de nieve, vuelan hacia el oeste para llevar un mensaje al muchacho que le recuerda: "¡Hijo del Sol, el mundo está gris y solitario! ¡Déjanos ver tu rostro dorado!

Entonces, antes del anochecer, aparece él y cielo y mar se cubren de una luz dorada.
Y la gente en la Tierra sabe que no habrá viento al día siguiente y que el tiempo será bueno. Tal como lo prometió el hijo del Sol un día a su madre.